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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (6 page)

La batalla de Simancas, que así se llamó desde entonces aunque terminara en el enigmático sitio de Alhándega, fue un acontecimiento en todo el orbe conocido. Desde Bagdad hasta Roma y Aquisgrán, todo el mundo supo de la catástrofe de aquel ejército de cien mil hombres que se estrelló ante las fronteras de León. Las repercusiones de la victoria para el Reino de León fueron importantísimas. Entre otras cosas, iba a permitir que la repoblación descendiera hasta el río Tormes. Las campañas cristianas sobre tierra mora van a multiplicarse en toda la Meseta, desde Zamora hasta Soria. En Ramiro II podremos apreciar ahora no al rey guerrero, sino al gobernante de sabio tino. Venían años de esplendor para la Reconquista.

Ese mismo año, sin embargo, ocurría algo que a la postre sería trascendental y llenaría de sangre la España cristiana: en una pequeña aldea próxima a Algeciras nacía el niño Mohammed ben-Abi-Ahmer, que pasará a la historia con el nombre de Almanzor. Pero esto, una vez más, es otra historia.

La frontera llega al Tormes

Neutralizado por el momento el peligro musulmán, Ramiro se ocupó de poner orden en palacio. Mucho había crecido el reino desde los viejos tiempos de la corte de Cangas. León era ahora una pequeña potencia europea. Potencia, sí, pero poco organizada. Para que el reino cobrara un peso político proporcional al territorio que dominaba, era preciso organizar el poder. Lo cual pasaba por dos prioridades: una, controlar el espacio político de la corona; la otra, controlar a los controladores, es decir, mejorar la Administración.

Este último punto, el de la Administración, debió de traerle al rey más de un quebradero de cabeza por los inevitables equilibrios que se vería obligado a hacer entre las grandes familias leonesas, gallegas, asturianas, castellanas… En próximos capítulos conoceremos conflictos muy serios que sin duda tuvieron su origen aquí. De momento, limitémonos a señalar que Ramiro se preocupó mucho por reforzar la estructura administrativa del reino. ¿Y cómo se hacía eso? Ante todo, reglamentando bien las distintas jurisdicciones, es decir, quién mandaba en cada sitio y con qué competencias. El instrumento fundamental de gobierno en el reino era la
curia regia
, una suerte de consejo áulico integrado por los grandes notables, tanto eclesiásticos como nobiliarios. Por debajo de ella, una serie de instituciones subordinadas, nacidas de forma más o menos espontánea, atendía los negocios de palacio. Ramiro se esforzó por racionalizar un poco todo eso, definiendo funciones y nombrando personas para desempeñarlas.

En cuanto al otro punto, el del control del territorio, se resume en una fórmula: organizar la repoblación. Hay que insistir en la importancia de este asunto. Cuando se habla de Reconquista, hay que entenderlo sobre todo así: un vasto y permanente movimiento de repoblación hacia el sur. Por un cúmulo de razones de todo género —demográficas, sociales, religiosas, políticas, económicas—, los cristianos del norte sienten la continua llamada de las tierras del sur, de eso que ha empezado a llamarse la «España perdida». Ahí el protagonismo no es tanto para los reyes como para los campesinos.Y ésa es la verdadera Reconquista.

En los siglos anteriores, la repoblación, el permanente descenso de colonos que van ganando tierras hacia el sur, había sido obra fundamentalmente de la iniciativa personal de los campesinos y los monjes. Después, y sólo después, el poder político —el rey y sus condes— organiza el espacio y lo introduce en los territorios de la corona, concediendo fueros y reglamentando la vida comunitaria. Ésta será la tónica dominante a lo largo de todo el siglo IX. Las cosas empiezan a cambiar un poco a principios del siglo X: junto a la colonización privada, la de los campesinos libres, aparece ya nítidamente definida la repoblación oficial, donde la iniciativa corresponde al propio rey.Y en los años siguientes, y hasta llegar a la altura de nuestro relato, hacia 939, la tendencia se intensifica: el protagonismo del rey y los nobles crece en las tareas de repoblación. Pero el peso fundamental lo seguían llevando las familias de campesinos que se instalaban en aquella tierra de peligros para llevar una existencia más libre.

Lo que Ramiro II hace después de su victoria de Simancas es tratar de organizar el territorio que ahora ha quedado en su manos, es decir, aproximadamente hasta la línea del Tormes. Del mismo modo que sus predecesores habían organizado el territorio hasta el Duero, Ramiro se ocupa ahora de introducir las nuevas tierras en el espacio político del reino. En los mapas que hoy hacemos sobre la España de estas fechas, hacia 939, suelen aparecer estas tierras al norte del Sistema Central como «emirato de Córdoba». No es verdad: no pertenecían al espacio político de León, pero tampoco formaban parte de las divisiones administrativas cordobesas. Eran, más bien, una tierra de nadie.

Tierra de nadie, sí, pero no estamos hablando de un territorio deshabitado: los colonos del norte habían empezado ya a llegar aquí con sus familias y sus comunidades. Lo sabemos porque Abderramán, en su ofensiva hacia el norte, se ocupó de desmantelar varios núcleos de población: Olmedo, Íscar,Alcazarén, Portillo, etc. O sea que aquí, al sur del Duero, ya habían plantado sus reales los colonos cristianos.Y además lo sabemos porque, recordemos, quienes toman la iniciativa para descabezar al ejérci to del califa en Alhándega no son las tropas del rey —que iban detrás, persiguiendo a los moros—, sino los serranos del norte de Guadalajara y el sur de Soria, que son los que ejecutan la emboscada decisiva. También aquí habían llegado los colonos, en solitario, sin castillos ni fortalezas que les protegieran. Es decir que desde Salamanca hasta Guadalajara, en una línea paralela al Sistema Central, la iniciativa personal de las comunidades de campesinos y de monjes había ido mucho más allá de donde el poder del rey cristiano alcanzaba. Espíritu de pioneros.

Sobre esa realidad de hecho que era la presencia de colonos independientes en la «tierra de nadie», Ramiro extiende una red organizadora. Él mismo asume en persona la repoblación de la cuenca del Cea, en León, y se ocupa de instalar en los nuevos territorios grandes contingentes mozárabes, es decir, cristianos que habían huido de Al-Ándalus. Pero el paso más importante es la proyección de la frontera militar hasta el río Tormes: Ledesma, Salamanca, Peñaranda de Bracamonte, Sepúlveda yVitigudino son, entre otros, lugares que Ramiro repuebla y fortifica. No son ciudades de nuevo cuño: se trata de localidades que ya conocían las azadas de los colonos. Pero el rey se cuida de introducirlas en el espacio controlado militar, política y económicamente por la corona. Ésta es ahora la nueva frontera del reino.

Como no hay reino grande sin manifestación externa de grandeza, Ramiro II se ocupó también de que sus súbditos vieran fisicamente la importancia de la corona. Creó un nuevo palacio real y aumentó la corte. Junto al nuevo palacio levantó el monasterio de San Salvador, además de edificar el de San Marcelo y restaurar el de San Claudio.

Este celo religioso del rey merece comentario aparte. Desde los días de Covadonga, y sin paréntesis, el reino había decidido unir su identidad a la cruz: lo que definía al reino, de Oviedo primero, de León después, era su condición de reino cristiano.Y no era una mera justificación política, sino que respondía a convicciones profundísimas. El propio Ramiro era un hombre de gran religiosidad. Hay una célebre declaración suya recogida en un documento del año 934, en la confirmación de los privilegios compostelanos, que lo expresa con toda nitidez. Dice así: «De qué modo el amor de Dios y de su santo Apóstol me abrasa el pecho, es preciso pregonarlo a plena voz ante todo el pueblo católico».Y en consonancia con tales sentimientos, el rey presidió en 946 la asamblea eclesiástica de Santa María de Monte Irago, convocada por iniciativa del obispo Salomón de Astorga para velar por la autenticidad de la vida cristiana. Eran tiempos de reformas y en Europa se respiraba ya el espíritu de Cluny.

Tal era el paisaje del Reino de León bajo Ramiro. Eso sí, no se piense que la actividad guerrera había desaparecido: los encontronazos militares con el enemigo sarraceno seguirán siendo una constante. Los moros lanzan campañas localizadas contra el reino hacia 940. Los castellanos contestan atacando Salamanca. Responden de nuevo los moros con una aceifa sobre Clunia y Peñafiel. Pero ninguno de esos golpes tendrá el alcance ni la dimensión de los que hemos visto en el inmediato pasado. Más aún: hacia agosto de 941, León, Córdoba y Pamplona firman una tregua.

Será una tregua efímera, porque las hostilidades se reanudarán sólo un mes después, y esta vez a cuenta de los ataques navarros contra las fortificaciones moras en Huesca. Pero, en todo caso, los efectos de Simancas iban a ser duraderos: el corazón del reino estaba a salvo de las campañas moras; el califa seguía recluido en Córdoba, edificando monumentos; la Reconquista se afianzaba en las tierras ganadas por los colonos.

Algo, sin embargo, empezaba a torcerse por donde menos lo esperaba Ramiro. Ahora lo veremos.

2

LA SUPERSUEGRA NAVARRA
Y UN CONDE EN CASTILLA

La apuesta navarra: el talento de doña Toda

Hora es de ocuparse en profundidad de una de las mujeres más fascinantes de la Historia de España: la reina navarra doña Toda. Porque la gran dama pamplonesa, a fuerza de talento y cálculo (y de enredos familiares), llegó a ser determinante en la vida de todos los reinos peninsulares; no sólo de los reinos cristianos, sino también del propio califato de Córdoba.Y gracias a sus enjuagues, propios de una novela de intriga, Navarra se convertiría en una potencia de primer orden.

Para empezar, pongamos a la señora en su contexto: Toda Aznar, o Aznárez, era hija de la princesa Oneca de Pamplona y de don Aznar Sánchez de Larraun, y nieta del rey de Pamplona Fortún Garcés, de la dinastía Íñiga. Doña Toda nació hacia 876, cuando el Reino de Pamplona empezaba a tomar forma. Su abuelo Fortún, recordemos, había sido entregado como rehén a Córdoba, donde pasó veinte años cautivo junto a algunos de sus familiares. Allí, en Córdoba, la madre de nuestra protagonista, doña Oneca, cautiva también, fue entregada en matrimonio al príncipe Abdallah, de quien concibió a un pequeño Muhammad. Libre al fin, Oneca volvió a Pamplona y casó de nuevo con un caballero llamado Aznar. De ellos nació doña Toda. La cual, a su vez, fue dada en matrimonio a Sancho Garcés, de la familia Jimena.

Esto de las dinastías es importante en el Reino de Pamplona. Desde sus tiempos fundacionales —recordemos—, el poder en Navarra se lo habían disputado dos grandes familias: los Íñigos (o Aristas) y los Velascos. Ganaron los Íñigos, pero las vicisitudes por las que atravesó el reino en la segunda mitad del siglo IX hicieron que su poder fuera precario: siempre oscilando entre la alianza política con Asturias, la alianza de sangre con los Banu-Qasi, los intentos por extenderse hacia el Pirineo aragonés y la presión implacable de Córdoba. La situación dio un vuelco decisivo cuando el rey de Asturias Alfonso III, ya a principios del siglo X, tramó un golpe contra el rey Fortún, el abuelo de nuestra protagonista. ¿Por qué derribar a Fortún? Al parecer, porque era demasiado proclive a pactar con los moros, con los consiguientes riesgos para el resto de la cristiandad española.

En realidad todo el mundo estaba contra Fortún: no sólo el rey de Asturias, sino también el conde de Pallars y la mayoría de los magnates navarros. La persona escogida para desplazar a Fortún es Sancho Garcés, el marido de nuestra dama. ¿Por qué? Por dos razones: en primer lugar, precisamente porque está casado con Toda, la nieta de Fortún, y cuando suba al trono lo hará en nombre de los derechos de nuestra amiga; en segundo lugar, porque representa a una familia nueva, los Jimeno, lo cual pone fin a la vieja querella entre Íñigos y Velascos. Le pone fin, sí, pero Sancho toma por bandera los derechos de una Íñiga: nuestra protagonista. Así la nueva reina, que tiene en ese momento treinta años, se ve convertida en pieza clave del equilibrio político en Navarra.Y pronto se las arreglaría para extender su influencia a todos los demás reinos de España.

Sancho 1 Garcés y doña Toda tenían las ideas muy claras: alianza férrea con Asturias-León y afirmación del poder de Pamplona desde el Pirineo hasta el Ebro. Las huestes de Sancho compartirán frente de combate con el Reino de León, ganando unas veces, perdiendo otras.Y la estrategia funciona: Navarra absorbe el condado de Aragón, baja la frontera hasta Nájera, marca fieramente su territorio frente a los señores musulmanes del valle del Ebro. Simultáneamente, los reyes de Pamplona van construyendo algo que ya es un Estado: reforman la corte, acuñan moneda —es el primer reino cristiano que lo hace en España—, estructuran el control del territorio en «tenencias»… y enlazan por vía de sangre con todas las familias que en ese momento pintan algo. Y aquí es donde la mano de doña Toda resulta fundamental.

La mano de doña Toda, sí.Y mucho más ella que su marido. Porque Sancho 1 Garcés muere en 925 y nuestra protagonista queda viuda.Tiene en ese momento cuarenta y nueve años. Su hijo García, el heredero, era todavía menor de edad. Dificil paisaje político: la reina, sola; en el gobierno, dos regentes cuya misión fundamental va a ser prevenir la competen cia de los magnates pamploneses por el poder. La posición de nuestra dama es muy delicada. Sin rey en el trono,Toda es vulnerable. Pero la reina no era una mera consorte: fue en nombre de sus derechos como su esposo, Sancho, tomó la corona. Por lo tanto, lo fundamental era preservar esos derechos. A partir de esta posición, nuestra dama va a tratar de mantenerse en pie sobre un escenario inestable. Para empezar, Toda decide no volver a casarse; seguramente porque su mano, en ese momento, se había convertido en la llave para dominar Navarra.Y además, la reina de Pamplona tenía bajo su control un capital político decisivo: sus hijas. Lo explotará a conciencia.

Toda y Sancho habían tenido siete hijos o, para ser más precisos, un hijo y seis hijas.Todas esas princesas se convertirán en bazas políticas para el Reino de Pamplona. Una de ellas, Sancha, se había casado en 923 con el rey de León Ordoño II. Ordoño muere al año siguiente, pero la casa de Pamplona ya tenía preparados los relevos. En aquel mismo año 923, otra de las hijas de Toda, Oneca, se había casado con un hijo de Ordoño,Alfonso, que muy pronto llegaría a ser rey como Alfonso IV; la prematura muerte de la princesa Oneca —aquí ya lo hemos contado— hundió a Alfonso en la melancolía y le llevó a abrazar la vida religiosa. Con Alfonso en el convento, toma la corona Ramiro II. Pero éste, nada más llegar al trono, también se casa con otra hija de doña Toda, Urraca, en 932. Mientras tanto, la viuda Sancha, pasado el luto por Ordoño, se casará primero con el conde de Álava don Álvaro Herrameliz y, muerto éste, con Fernán González, conde de Castilla.Y una cuarta hija,Velasquita, contraerá matrimonio con el conde alavés MunioVelaz, primero, con Galindo de Ribagorza después, y finalmente con el aragonés Fortún Galíndez.

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