Motín en la Bounty

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

 

Instalado en los últimos compases de su vida, el capitán Turnstile rememora los extraordinarios acontecimientos que dieron inicio a su larga y fructífera carrera de marino. A sus catorce años, de padres desconocidos, John Jacob Turnstile es un chico alegre y vivaz que se gana el sustento de forma no muy honrosa por las calles y mercados de Portsmouth. Justo cuando está a punto de dar con sus huesos en la cárcel, surge una última tabla de salvación: embarcar como ayuda de cámara del capitán en un navío destinado a una importantísima y exótica misión. El capitán es William Bligh, la nave es la fragata HMS Bounty y el destino, Tahití. Así pues, a lo largo de este apasionante relato, el grumete Turnstile no sólo nos ofrece una versión muy distinta del capitán Bligh y del insubordinado Fletcher Christian, sino también nos dibuja con encomiable realismo un variopinto retablo de personajes que entretejen un denso entramado de relaciones personales.

Tras el fabuloso éxito de su novela anterior,
El niño con el pijama de rayas
, John Boyne vuelve a mostrar su particular don narrativo con otra novela diferente, en la que el motín más famoso de la historia es el vehículo idóneo para sumergir al lector en un complejo microcosmos donde el juego de la ambición, el poder, las jerarquías, la lealtad y el valor reflejan con inusitada precisión toda la miseria y la grandeza de la condición humana.

John Boyne

Motín en la Bounty

ePUB v1.1

Carlos.
19.06.12

Título original:
Mutiny on the Bounty

John Boyne, septiembre 2008.

Traducción: Patricia Antón de Vez Ayala-Duarte

Ilustraciones interiores: Neil Gower

Editor original: Carlos.

Corrección de erratas: othon_ot

ePub base v2.0

para Con

Primera parte

El ofrecimiento

Portsmouth, 23 de diciembre de 1787

1

Había una vez un caballero, un tipo alto con cierto aire de superioridad, que acudía a la plaza del mercado de Portsmouth el primer domingo de cada mes con el propósito de reabastecer su biblioteca.

Me fijé en él por el carruaje en que viajaba. El vehículo era del negro más profundo que haya visto en mi vida, pero tenía el tejadillo moteado con una hilera de estrellas plateadas, como si al propietario le interesara un mundo más allá del nuestro. El hombre solía pasar buena parte de la mañana hurgando entre los puestos de libros que instalaban ante las tiendas, o acariciando los lomos de los volúmenes que había en las estanterías de dentro, sacando unos para echar un vistazo a las palabras que contenían, pasándose otros de una mano a otra mientras examinaba la encuadernación. A veces parecía olisquear la tinta de las páginas, tanto se acercaba a algunos. En ocasiones se marchaba con cajas de libros que era preciso asegurar en el techo de su carruaje con una gruesa cuerda. Otras veces tenía suerte si encontraba un solo ejemplar que fuera de su interés. Pero mientras él buscaba una forma de aligerar su cartera mediante las compras, yo perseguía un modo de aligerarle los bolsillos, pues tal era mi oficio por aquel entonces. O uno de ellos, al menos. De vez en cuando conseguía birlarle algunos pañuelos, y una chica que conocía, Floss Mackey, les quitaba el monograma bordado, MZ, por un cuarto de penique, de modo que yo podía venderlos a una lavandera por un penique, y ella a su vez encontraba un comprador para cada uno y se sacaba un buen beneficio que le permitía seguir abasteciéndose de ginebra y pepinillos. En una ocasión, el hombre dejó su sombrero sobre un carro en el exterior de una mercería y me lo llevé para canjearlo por una bolsa de canicas y una pluma de cuervo. Ocasionalmente trataba de hacerme con su cartera, pero él la mantenía a buen recaudo, como hacen los caballeros. Por eso, cuando la veía aparecer para pagar al librero, siempre pensaba que era de esos hombres a los que les gusta llevar el dinero encima, y finalmente decidí que algún día me haría con él.

Lo menciono ahora, justo al principio de este relato, con vistas a narrar lo que ocurrió una de esas mañanas de mercado dominical en que hacía una temperatura inusualmente cálida para la semana de Navidad y las calles estaban más silenciosas que de costumbre. Fue una decepción para mí que no hubiese más caballeros y damas haciendo sus compras en ese momento, pues tenía intención de concederme un almuerzo especial al cabo de dos días para celebrar el nacimiento de Nuestro Salvador y andaba necesitado de algunas monedas para pagarlo. Pero ahí estaba él, mi caballero particular, ataviado con sus mejores galas y envuelto en un tufo a colonia, y ahí estaba yo, rondando en segundo plano, a la espera del momento idóneo para mi siguiente paso. Normalmente habría hecho falta una estampida de elefantes para distraerlo de sus lecturas, pero esa mañana de diciembre sintió la inclinación de mirar hacia donde yo me hallaba. Por un instante pensé que venía por mí y que estaba perdido, pese a no haber cometido aún el delito.

—Buenos días, muchacho —me dijo, quitándose los anteojos para mirarme, sonriendo un poco y haciéndose el estirado—. Una bonita mañana, ¿no es así?

—Para quien le guste que haga sol en Navidad, que no es mi caso —repliqué, campechano.

El caballero reflexionó unos instantes y aguzó la mirada, ladeando un poco la cabeza en tanto me examinaba de arriba abajo.

—Bueno, es una respuesta como cualquier otra —dijo, aunque no parecía muy seguro de aprobarla—. Supongo que preferirías que nevara, ¿no? A los niños les gusta.

—A los niños, quizá —repliqué, irguiéndome en toda mi estatura; no llegaba ni por asomo a ser tan alto como él, pero sí más que algunos—. A los hombres, no.

Esbozó una leve sonrisa y me examinó con mayor atención.

—Discúlpame —dijo, y en su voz me pareció captar algún acento. Francés, quizá, aunque lo disimulaba bien, como es debido—. No pretendía ofenderte. Salta a la vista que tienes una edad venerable.

—No se preocupe —respondí, ofreciéndole una pequeña reverencia. Había cumplido los catorce dos días antes, la noche del solsticio, momento en que decidí que no volvería a dejarme avasallar por nadie.

—No es la primera vez que te veo por aquí, ¿no es así? —me preguntó, y pensé en alejarme sin responderle, pues no tenía tiempo ni ganas de mantener una conversación, pero por el momento decidí quedarme. Si, como pensaba, era un franchute, ése era mi sitio, no el suyo. Me refiero a que yo era inglés.

—Es posible —contesté—. No vivo muy lejos.

—¿Y puedo preguntarte si he descubierto quizá a un colega conocedor de las artes?

Fruncí el entrecejo mientras pensaba, royendo sus palabras como la carne de un hueso y empujando la lengua contra la comisura de los labios hasta hacerla sobresalir; cuando pongo esa cara, Jenny Dunston me llama tarado y dice que soy candidato al matadero. Una cosa sí tienen los caballeros: nunca utilizan cinco palabras donde pueden meter cincuenta.

—¿Debo deducir entonces que lo que te trae por aquí es tu amor por la literatura? —quiso saber, y yo me dije que al infierno con todo aquello; de hecho, estaba ya a punto de largarle un insulto y dedicarme a la búsqueda de otro pardillo, cuando el hombre soltó una carcajada como si yo fuese alguna clase de simplón, al tiempo que blandía hacia mí el volumen que sostenía—. ¿Te gustan los libros? —preguntó al fin, yendo al grano—. ¿Disfrutas con la lectura?

—Pues sí —admití—. Aunque no suelo tener libros que leer.

—Claro, ya me lo imagino —contestó en voz baja, echándole un vistazo a mi ropa, y supongo que por mi variopinto atuendo dedujo que en ese preciso instante la suerte no me favorecía con abundancia de fondos—. Sin embargo, un joven como tú siempre debería poder acceder a los libros. Enriquecen la mente, ¿sabes? Plantean preguntas sobre el universo y nos ayudan a comprender un poco más nuestro lugar en él.

Asentí y desvié la mirada. No tenía por costumbre entablar conversaciones con caballeros, y no pensaba empezar a hacerlo una mañana como aquélla.

—Sólo lo pregunto… —continuó como si fuera el arzobispo de Canterbury y se dispusiera a pronunciar un sermón ante un público de una sola persona, sin dejarse disuadir por la escasez de asistentes—. Sólo lo pregunto porque estoy seguro de haberte visto antes por aquí. En la plaza del mercado, me refiero. Y en los puestos de libros en particular. Y resulta que tengo en gran estima a los jóvenes lectores. No consigo que mi sobrino abra un libro más allá del frontispicio.

Cierto que solía ocuparme de mis actividades en los puestos de libros, pero sólo porque eran buenos sitios para desplumar pardillos, pues ¿quién puede permitirse comprar libros, excepto los que tienen dinero? Pero su pregunta, aunque no fuera una acusación, me dio mala espina, y decidí seguirle la corriente para ver cómo podía burlarme un poco de él.

—Bueno, la verdad es que no hay nada que me guste más que un buen libro —declaré entonces, frotándome las manos como si fuera el mismísimo hijo del duque de Devonshire, todo acicalado con su mejor atuendo de domingo, las orejas limpias y los dientes impecables—. Oh, sí, ya lo creo. De hecho, me he propuesto visitar China algún día, si puedo permitirme abandonar durante tanto tiempo mis obligaciones.

—¿China? —preguntó el caballero, mirándome como si tuviese veinte cabezas—. Discúlpame, ¿has dicho China?

—Desde luego —respondí, inclinándome levemente ante él e imaginando por un instante que si me creía culto acaso me convertiría en su protegido y me vestiría de gala; un cambio en mis circunstancias, sin duda, que quizá no resultaría desagradable.

Él continuó mirándome con fijeza y temí haber metido la pata de alguna forma, pues parecía totalmente confundido por mis palabras. A decir verdad, el señor Lewis —quien se ocupó de mí durante mi infancia y en cuyo establecimiento vengo alojándome desde que tengo memoria— sólo me había dado dos libros que leer en toda mi vida, y los relatos de ambos transcurrían en esa tierra distante. El primero trataba de un hombre que navegaba hasta allí en una vieja chalana destartalada, sólo para que el mismísimo emperador le encargara multitud de tareas antes de permitirle casarse con su hija. El segundo era un relato descarado que llevaba ilustraciones y que el señor Lewis me enseñaba de vez en cuando para luego preguntarme si me excitaba.

—En realidad, señor —añadí, acercándome más para echar un vistazo a sus bolsillos por si veía un par de pañuelos descarriados asomar de su guarida, en busca de la liberación y de un nuevo dueño—. Si me permite la audacia, me gustaría convertirme en un escritor de libros, cuando tenga la edad suficiente.

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