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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Muerte en Hamburgo (33 page)

Fabel asintió. Recordaba la cara áspera, rosada y rolliza de Ganz.

—Frau Kastner trabajó en estrecha colaboración con Herr Ganz. En concreto, en lo referente a proyectos medioambientales y urbanísticos. Ella le proporcionaba apoyo jurídico. La muerte de Frau Kastner afectó mucho al Innensenator Ganz. Creo que por eso estuvo tan…
enfático
la última vez que lo vio.

—Supongo que recuerda dónde estaba el día que desapareció Frau Kastner.

—Estaba en una conferencia medioambiental en Roma. —Schreiber habló sin emoción. Entonces, una pequeña esperanza iluminó su rostro—. ¡Eso es! Ni siquiera estaba en el país cuando la mataron. Y tengo cientos de testigos. ¿Cuándo asesinaron a la segunda víctima?

—La madrugada del miércoles cuatro —contestó Fabel.

Schreiber pasó las hojas de su agenda de mesa.

—Estaba en casa con mi familia. Pueden corroborarlo.

Fabel no pareció impresionado.

—Lo único que me interesa ahora es el asesinato de Frau Blüm. Y usted estuvo en su casa justo antes de que la mataran.

—Pero yo no tuve nada que ver. Nada en absoluto. —El tono de Schreiber comenzaba a tener un deje de rebeldía. Era evidente que el hecho de haberse dado cuenta de que tenía coartadas para los otros dos asesinatos le había envalentonado. Fabel cambió de táctica.

—¿Sabía que Frau Blüm había intentado ponerse en contacto conmigo?

—No…, no lo sabía. ¿Para qué?

—No lo sé. No tuve oportunidad de devolverle las llamadas —mintió Fabel. Sonaba mejor que decir que no se había molestado en devolverlas.

—¿Cree que Frau Blüm pensaba que corría peligro? ¿Cree que por eso intentó ponerse en contacto con usted? —Schreiber no esperó la respuesta—. ¿Por qué no me lo dijo? Si tenía miedo…, ¿por qué no habló conmigo?

Fabel se levantó. Van Heiden lo imitó.

—No tengo ninguna razón para pensar que ella creía que estaba en peligro. Lo único que sé es que intentó ponerse en contacto conmigo tres o cuatro veces antes de morir. Pero ninguno de los mensajes que dejó indicaba que creyera que corría peligro.

Fabel se dirigió hacia la puerta sin estrecharle la mano a Schreiber.

—Como ya le he dicho, Herr Doktor Schreiber, puede que tenga que hacerle más preguntas. Y mandaré a un técnico del equipo forense para que le tome las huellas dactilares.

Fabel había abierto la robusta puerta de roble cuando se dio la vuelta para mirar a Schreiber.

—Una cosa más. ¿Cuándo fue la última vez que vio o tuvo contacto con Marlies Menzel?

Schreiber pareció sorprendido, y luego un poco preocupado.

—Dios santo… No lo sé… Hace años. No sé nada de ella desde que trabajamos juntos en el
Zeitgeist
y, por supuesto, desde que se dedicó al terrorismo.

—¿No ha hablado con ella desde que salió de Stuttgart-Stammheim?

—No. Claro que no. —Y Fabel supo que decía la verdad.

El mismo asistente de uniforme escoltó a Fabel y Van Heiden hasta el vestíbulo principal del Rathaus. El sol los deslumbró al salir por el arco gótico a la gran plaza del Rathaus.

—¿Qué piensas? —preguntó Van Heiden.

—No es nuestro hombre —dijo Fabel, y sacó las gafas de sol del bolsillo superior de la chaqueta y se las puso—. Tengo que ir a Bremen. ¿Puedo invitarle a un café en el Alsterarkaden antes de marcharme, Herr Kriminaldirektor?

Jueves, 19 de junio. 14:20 h

KUNSTGALERIE NORDHOLT (BREMEN)

Fabel había calculado que el viaje a Bremen duraría una hora y media más o menos, pero a medio camino el tráfico en la Al se volvió más denso y lento. Al ver que tenía por delante un largo tramo de
autobahn
, decidió poner un compacto en el reproductor del coche: Herbert Grönemeyer,
Bleibt alles anders
. Acababa de subir el volumen cuando le sonó el móvil. Era Maria Klee; tenían las conclusiones de la autopsia de Klugmann. Había sido asesinado de un solo disparo; la bala había atravesado el cerebro, destrozado el bulbo raquídeo y salido, como Brauner señaló, por encima del labio superior y por debajo de la nariz. La hora de la muerte se estimaba entre las seis de la tarde del viernes trece y las seis de la mañana del sábado catorce. Fabel se estremeció cuando Maria le contó que la autopsia revelaba que lo habían torturado y golpeado antes de matarlo. Los análisis también encontraron restos de anfetamina en la sangre de Klugmann. Vivir la vida. La tapadera definitiva. Y había fallado.

Maria también tenía el informe de balística. Brauner tenía razón: el casquillo pertenecía a un arma no estándar. Fabel le resumió a Maria su entrevista con Schreiber y le pidió que pusiera a Werner al corriente.

El tráfico mejoró. Fabel no había sido consciente de haber avanzado tanto. Había puesto el piloto automático, y su mente había viajado a un lugar oscuro y solitario con un policía secreto que supo con una certeza inmediata e ineluctable, mientras lo torturaban, que la muerte lo esperaba a la vuelta de la esquina. Por un segundo, Fabel fue capaz de ponerse mentalmente en su lugar y notó una arcada en el pecho; una sensación que reconoció como la sombra tenue de un terror inimaginable. Los paneles le indicaron que estaba acercándose a Bremen Kreuz, y tomó la salida de la Al para acceder a la A27 dirección Bremen.

La galería de arte Nordholt estaba en una calle que desembocaba en la Marktplatz principal de Bremen, en un magnífico edificio del siglo XIX con enormes ventanas salientes. Cuando Fabel entró, Marlies Menzel supervisaba cómo colgaban uno de sus cuadros. Era una mujer de unos cincuenta años, llevaba una falda larga negra y una chaqueta negra holgada con hombreras. Tenía el pelo castaño apagado con mechas más claras. Llevaba puestas unas gafas metálicas pequeñas y cuadradas. Podría haber sido una bibliotecaria en lugar de una terrorista que acababa de salir de la cárcel, pensó Fabel mientras cruzaba la galería. Se detuvo a medio camino. Las paredes blancas estaban salpicadas de lienzos enormes. Fabel ya había advertido, puesto que los había visto en el catálogo de la exposición, la extraña similitud que había entre aquellos cuadros y las escenas de los asesinatos del Águila de Sangre; pero no estaba preparado para el gran impacto visual de las obras de arte. Todos los cuadros medían dos metros de alto por uno de ancho. La pintura gritaba desde el lienzo con colores vivos y viscerales. Las pinceladas eran contundentes y seguras. Cada cuadro era violencia en dos dimensiones.

Fabel se acercó al pequeño grupo.

—¿Frau Menzel?

La mujer se volvió hacia Fabel.

—¿Sí? —Los labios delgados dibujaron una sonrisa educada.

—¿Podría hablar con usted un momento? —Fabel le mostró su placa oval de la Kriminalpolizei. La sonrisa desapareció.

—Comienzo a estar cansada de todo esto. Casi todos los cuerpos de seguridad de Alemania han venido a visitarme desde que me soltaron. Esto empieza a parecer acoso.

—La verdad es que no se trata de un asunto oficial…

—¿No? En ese caso, creo que no debería hablar con usted. —Menzel se dio la vuelta.

—Frau Menzel —dijo Fabel—, soy el Kriminalhauptkommissar Jan Fabel. Soy el agente de policía que participó en el tiroteo de 1983 en el muelle…

Menzel siguió dándole la espalda a Fabel durante un momento.

—¿Usted mató a Gisela?

—No tuve elección. Ya me había disparado una vez e iba a dispararme de nuevo. Le supliqué que no lo hiciera, pero… —La voz de Fabel se apagó.

—Era una cría. —Menzel se volvió para mirarlo.

—No me dio opción. Había matado a mi compañero y a mí ya me había herido —dijo Fabel sin resentimiento—. Le dije que soltara el arma, pero volvió a apuntarme.

Mientras hablaba, Fabel vio una vez más a Gisela Frohm, al final del muelle. El arma reluciente colgaba de la mano de aquella chica delgaducha, como un peso en una cuerda, y entonces la levantó para dispararle. Fabel le pegó dos tiros. En la cara. Recordó el pelo rosa de punta cuando su cabeza rebotó hacia atrás y la chica cayó al agua. Había sido el peor día de su carrera. De su vida. Y no lo olvidaría jamás.

Marlies Menzel observó a Fabel. No era una mirada hostil. Le pareció que estaba pensando en lo que le había dicho. Se volvió hacia los dos asistentes que la ayudaban a colgar el cuadro.

—Voy a salir un momento. Después colgamos el resto. —Luego se volvió hacia Fabel—. Creo que deberíamos hablar en otro sitio.

El café desembocaba justo en la Katharinenstrasse. Una barra muy pulida ocupaba todo el largo del local. El personal de detrás del mostrador colocaba sin parar bandejas con teteras o cafeteras blancas y tazas sobre la barra. El ambiente olía a café recién molido. Los camareros, vestidos con pantalón y chaleco negros y delantales blancos atados a la cintura, cogían las bandejas y las llevaban a las mesas de los clientes. La mecánica del servicio tenía un ritmo reconfortante.

Fabel y Marlies Menzel eligieron una mesa junto a la venta. Menzel se sentó de espaldas a los paneles de roble, y Fabel se sentó delante de ella, mirando a la calle que subía hacia Marktplatz. La mujer sacó un paquete de cigarrillos franceses, y después de pensárselo un momento, le ofreció uno a Fabel.

—No, gracias. No fumo.

Ella sonrió y encendió un cigarrillo. Dio una larga calada, echó la cabeza hacia arriba y hacia un lado y sacó el humo, torciendo un poco la boca para asegurarse de que no le llegaba a Fabel.

—Cogí el hábito de fumar en la cárcel —dijo. Había amargura en su voz—. ¿Qué puedo hacer por usted, Herr Fabel?

Un camarero se acercó a la mesa antes de que Fabel pudiera contestar. Pidió un
Kannchen
de té, y Menzel, un café solo.

—Quería preguntarle por sus cuadros —dijo Fabel, cuando el camarero se marchó.

Menzel sonrió.

—¿Un policía amante del arte? ¿O es que he violado alguna ordenanza cívica relativa al tamaño de los lienzos?

Fabel le habló a Menzel de los homicidios y le dijo que llamaba la atención lo mucho que sus lienzos recordaban a las escenas de los asesinatos. Le preguntó si se había enterado de la muerte de Angelika Blüm. Sí, se había enterado. Lo había leído en la prensa.

—¿Cuándo vio a Frau Blüm por última vez?

—No la he visto desde que me encarcelaron. Trabajamos juntas en una revista en los años setenta. Se llamaba
Zeitgeist
. Entonces pensamos que era un nombre ingenioso, pero mirándolo ahora, parece muy predecible. ¿Por qué lo pregunta? ¿Soy sospechosa porque mis cuadros le recuerdan a…? —Frunció el ceño como si se hubiera dado cuenta de la transcendencia de lo que había dicho—. Pobre Angelika…

—No, Frau Blüm, no es usted sospechosa —dijo Fabel, sin revelarle que ya había pedido a Maria que comprobara dónde estaba Menzel los días de los asesinatos. Cuando asesinaron a Ursula Kastner, aún estaba en la cárcel, y cuando mataron a Blüm, estaba en una recepción en una galería—. Es sólo que hay una similitud inquietante entre lo que pinta y las escenas de las muertes. Seguramente sólo sea una mera coincidencia, pero existe la posibilidad de que el asesino haya visto sus cuadros y los esté emulando. Es bastante habitual que los asesinos en serie coloquen a sus víctimas en una posición especial. Esta vez, puede que tengamos un caso de vida que imita al arte.

—O más bien de muerte que imita al arte. —Menzel dio otra calada larga a su cigarrillo. Fabel advirtió las manchas de nicotina amarillentas en sus dedos—. Qué horror —dijo.

El camarero llegó con el té y el café.

—¿Ha recibido cartas, bueno, raras, que hagan referencia a sus obras? ¿Mensajes de correo electrónico, en concreto? —le preguntó Fabel.

Menzel se encogió de hombros.

—Sólo lo que cabría esperar. Muchas cartas que me dicen que debería seguir en la cárcel, que arderé en el infierno por mis crímenes, que es obsceno que intente definirme como creadora de algo y no como destructora. Cosas así. Sentimientos que seguramente usted comparte, Herr Hauptkommissar.

Fabel no mordió el anzuelo.

—¿Pero nada que le pareciera extraño o incluso una reacción inadecuada a las imágenes?

—No, la verdad es que no. Aunque hace unas semanas se produjo una escena desagradable en la galería. Wolfgang Eitel apareció con un grupo de periodistas de medios escritos y televisión y se puso a despotricar sobre mí diciendo que no tenía derecho a exhibir mi obra, llamándome asesina y criminal, y condenando el uso que hago de los colores de la bandera nacional. Nazi de mierda.

Fabel asimiló la información. Otra vez Eitel.

—¿Presenció usted el altercado?

—No. Creo que eso le fastidió un poco los planes. Creo que había planeado enfrentarse conmigo delante de las cámaras.

Fabel bebió un sorbo de té. Menzel giró la cabeza hacia la luz y miró por la ventana. Fabel vio que los rayos de sol revelaban un matiz grisáceo en su piel.

—¿Por qué hizo lo que hizo? ¿Por qué siguió a Svensson? —La pregunta sorprendió casi tanto a Fabel como a Menzel. Ella lo miró con curiosidad, como si intentara establecer si había malicia en la pregunta. Luego, se encogió de hombros.

—Eran una época y un lugar distintos. Creíamos en algo y creíamos en alguien. Karl-Heinz Svensson era una presencia increíblemente poderosa. También era muy manipulador.

—¿Por eso lo siguió con tanto, bueno, fanatismo?

—¡Fanatismo! —Menzel soltó una carcajada débil, amarga—. Sí, tiene razón. Éramos unas fanáticas. Habríamos muerto por él. Y muchas de nosotras lo hicimos.

—¿Por él? ¿No por sus creencias?

—Bueno, en esa época nos convencimos de que estábamos introduciendo en Alemania la revolución socialista mundial; que éramos soldados que luchaban contra los herederos capitalistas del manto nazi. —Dio otra calada larga a su cigarrillo—. El hecho es que todas éramos esclavas de Karl-Heinz. ¿No ha pensado nunca en cuántos de los integrantes del grupo eran mujeres, mujeres jóvenes? Después de los juicios, la prensa nos llamó «El harén de Svensson». El hecho es que todas nos habíamos acostado con él. Todas estábamos enamoradas de él.

—Murieron muchas personas por el flechazo de unas adolescentes. —Fabel no pudo evitar que el resentimiento se colara en su voz. Pensó en Franz Webern, de veinticinco años, casado y padre de un bebé de dieciocho meses, tirado muerto en el suelo. Pensó también en Gisela Frohm hundiéndose despacio en las aguas turbias del Elba.

—Dios santo, ¿acaso cree que no lo sé? —replicó Menzel—. Me he pasado quince largos años sentada en una celda en Stuttgart-Stammheim pensando en ello. Lo que debe entender es el poder que tenía sobre nosotras. Exigía un compromiso total. Eso quiere decir que cortamos los lazos que teníamos con nuestra familia, nuestros amigos, con cualquier influencia cuerda y racional. Su voz era la única que escuchábamos. Era madre, padre, hermano, camarada, amante: todo. —Parecía que la pasión renacía en su interior y luego se apagaba—. Era un cabrón manipulador.

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