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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Muerte en Hamburgo (34 page)

Menzel se encendió un cigarrillo con lo que quedaba del otro. Fabel volvió a fijarse en las manchas amarillentas en las yemas de los dedos.

—¿Gisela era tan fanática como el resto de ustedes?

La sonrisa de Menzel estaba cargada de tristeza.

—Era la más fanática. Karl-Heinz fue su primer amante. Estaba loca por él. Lo que ha dicho antes usted era cierto. No le quedó más remedio que matarla. Karl-Heinz la había programado para matar. Usted sólo fue el instrumento que provocó su muerte: él fue el artífice.

—Lo que no entiendo es por qué. —La perplejidad de Fabel era auténtica—. ¿Por qué Svensson, por qué usted, sentían la necesidad de hacer lo que hicieron? ¿Qué era tan terrible en nuestra sociedad para tenerle que declarar la guerra?

Menzel se quedó un momento callada antes de contestar.

—Es la enfermedad alemana. La falta de historia. La falta de una identidad clara. Intentar descubrir quiénes somos. Es lo que nos llevó al nazismo. Es lo que hizo que nos convirtiéramos en sucedáneos de los norteamericanos después de la guerra: como un niño descarriado que intenta llevarse bien con su padre imitándolo. Era esa banalidad ultracapitalista, de palomitas, lo que despreciábamos. Declaramos la guerra a la mediocridad —dijo con una sonrisa sarcástica—, y ganó la mediocridad.

Fabel se quedó mirando el té fijamente. Sabía cuál tenía que ser su siguiente pregunta. Ya sabía la respuesta, aunque tenía que preguntarlo de todas formas.

—¿Svensson está muerto de verdad?

Se suponía que Svensson había muerto durante el tiroteo cuando su grupo intentó asesinar al entonces Erste Bürgermeister de Hamburgo. Una bala disparada por un policía alcanzó el depósito de gasolina del coche de Svensson, y éste se incendió. Svensson murió quemado. Después de su muerte, la policía no pudo encontrar el historial dental clave para determinar su identidad. Svensson, el terrorista consumado, se había pasado años borrando su existencia de los archivos oficiales.

Marlies Menzel se tomó un momento para responder. Se recostó en su silla y dio una calada al cigarrillo, estudiando a Fabel como si lo evaluara.

—Sí, Herr Fabel. Karl-Heinz murió en aquel coche. Se lo aseguro.

Fabel la creyó.

—Será mejor que vuelva ya a Hamburgo —le dijo—. Siento haberla molestado.

—¿O quizá lo que sienta sea haber removido el pasado? Es el lugar al que pertenezco: a su pasado. Igual que Gisela. —Hizo una pausa—. ¿Tiene lo que ha venido a buscar, Herr Fabel?

Fabel sonrió y se puso en pie.

—Ni siquiera sé qué he venido a buscar. Espero que le vaya bien la exposición.

—Un acto de creación. Una especie de expiación por los actos de destrucción en los que participé. Un final adecuado, creo. Verá, Herr Fabel, será mi debut y mi último acto. —Menzel echó la ceniza en el cenicero de la mesa.

—¿Disculpe? —El rostro de Fabel mostraba confusión. Marlies Menzel alzó el cigarrillo y lo examinó atentamente.

—Tengo cáncer, Herr Fabel. —Sonrió con amargura—. Terminal. Por eso me soltaron antes de tiempo, en parte. Si ha venido a buscar alguna clase de justicia, esto es todo lo que puedo ofrecerle.

—Lo siento —contestó Fabel—. Adiós, Frau Menzel.

—Adiós, Herr Kriminalhauptkommissar.

Jueves, 19 de junio. 18:00 h

PÖSELDORF (HAMBURGO)

De regreso a Hamburgo, Fabel llamó a la Mordkommission. Le pidió a Maria que recabara toda la información que pudiera sobre Wolfgang Eitel. No había habido ninguna novedad en la Kommission, así que Fabel le dijo que no regresaría hasta el día siguiente. Colgó y volvió a llamar, y pidió que le pasaran con Brauner, quien le dijo que las huellas dactilares de Schreiber coincidían con las del segundo grupo halladas en el piso de Blüm. Por una vez, la presencia de huellas exculpaba a un sospechoso en lugar de incriminarlo. Si Schreiber hubiera sido el asesino, habría hecho lo posible por eliminar todos los rastros de su presencia en el piso. Y en las otras escenas el Hijo de Sven no les había dejado nada con lo que continuar la investigación.

Fabel tenía una plaza alquilada en un garaje subterráneo en la calle de su piso. Acababan de dar las ocho cuando dejó el coche en su sitio. Cuando se bajó, se puso las manos en la parte baja de la espalda y arqueó la columna, para intentar desprenderse del agarrotamiento y el cansancio. Fue entonces cuando advirtió que detrás de él había dos tipos enormes. Se dio la vuelta y se llevó la mano al arma instintivamente. Los dos hombres sonrieron y alzaron las manos en un gesto pacificador. Los dos tenían el pelo negro, uno muy rizado y el otro liso y peinado hacia atrás. Ricitos también se había dejado un bigote inverosímilmente grande y poblado. Estaba claro que eran turcos. Fue Ricitos quien habló.

—Por favor, Herr Fabel… No queremos líos, no pretendíamos asustarle. Nos envía Herr Yilmaz. Le gustaría hablar con usted. Ahora, si puede ser.

—¿Y si no puede ser?

Ricitos se encogió de hombros.

—Depende de usted, por supuesto. Pero Herr Yilmaz nos ha dicho que le dijéramos que tenía algo que podía ser importante para su investigación.

—¿Dónde está?

—Tenemos que llevarlo nosotros… —La sonrisa de Ricitos se ensanchó de un modo que no hizo que Fabel se sintiera más seguro—. Si le parece bien.

Fabel sonrió y negó con la cabeza.

—Cogeré mi coche y los seguiré.

Los dos matones tenían un Polo esperándolos fuera y Fabel los siguió por las calles de la ciudad. Lo condujeron a la zona de Harburg. Fabel llamó a la Mordkommission y le dijo a Werner que lo llevaban a una reunión con un confidente, pero no le contó que se trataba de Yilmaz. Werner quiso enviarle un equipo de refuerzo completo, pero Fabel le dijo que esperara y que volvería a llamarlo cuando supiera dónde iba a tener lugar la reunión.

El Volkswagen de los turcos entró en una pequeña propiedad de edificios industriales y comerciales diseñados sin pizca de imaginación. Aparcaron delante de un almacén ancho y de poca altura. Se había construido en los setenta o los ochenta, y la pintura color rojo intenso estaba desprendiéndose de las tuberías exteriores de metal, la única concesión a la moda arquitectónica de aquella época. Mientras los dos turcos salían del coche, Fabel llamó a Werner y le dio su posición.

—Ten cuidado, Jan —le dijo Werner.

—Estaré bien. Pero si no doy señales de vida en media hora, manda a la caballería.

Fabel cerró el móvil y bajó de su BMW. Ricitos esbozó una sonrisa radiante debajo del denso bigote y le abrió la puerta, que necesitaba tanto una mano de pintura como las tuberías. Fabel indicó a los dos turcos que no pasaba nada, que entraran ellos primero.

El almacén era pequeño, pero estaba repleto de cajas de productos alimenticios, todas etiquetadas en un idioma que Fabel supuso que sería turco. En uno de los lados del edificio se alzaba un tabique, mitad cristal reforzado con espiral de alambre, mitad placa de yeso; estaba orientado al aparcamiento. Esta división separaba el almacén principal de las oficinas. Por el cristal del despacho principal, Fabel vio a Yilmaz sentado con dos hombres. Uno era un turco de aspecto fuerte; el otro era un hombre menudo y sucio que llevaba un abrigo roñoso de estilo militar. Tenía la piel ictérica y los ojos hundidos del consumidor habitual de drogas.

Ricitos le abrió la puerta a Fabel, aún sonriendo, pero no lo siguió hasta el interior del despacho. Yilmaz se levantó y esbozó una franca sonrisa; extendió la mano, y Fabel se la estrechó.

—Gracias por venir, Herr Fabel. Lamento que no hayamos podido tratar este asunto en un entorno más propicio, pero he pensado que sería mejor no llamar demasiado la atención. Tengo (o mejor dicho, mi amigo aquí presente tiene) una información importante para usted. Ya ve que he cumplido mi promesa, Herr Hauptkommissar.

Fabel inspeccionó al hombrecito escuálido. Como la mayoría de drogadictos, era difícil determinar qué edad tenía. Fabel sabía que era posible que aún no hubiera cumplido los treinta. Del mismo modo, bien podría tener casi sesenta. Vio que tenía el pómulo hundido e incluso más descolorido que la piel de alrededor. Tenía una costra de sangre seca en un orificio de la nariz.

—¿Estás bien? —le preguntó Fabel.

—Me he caído por las escaleras —contestó el hombrecito con voz fuerte y ronca, y lanzó una mirada de resentimiento al turco de aspecto fuerte.

—Este… caballero… es Hansi Kraus —dijo Yilmaz—. Tiene cierta información…, una prueba, en realidad, que desea compartir con usted. —Yilmaz hizo una seña con la cabeza al turco que estaba apoyado en una de las mesas. El turco cogió un fardo de trapos sucios que tenía detrás. Desdobló con cuidado las esquinas y dejó al descubierto una nueve milímetros automática dorada y brillante. Los lados del arma estaban labrados de manera elaborada y la palabra cirílica ФOPT 12 estaba grabada en uno de los lados. Debajo, en alfabeto latino, estaban las palabras Made in Ukraine.

—Herr Kraus quiere entregarle esto como prueba material del asesinato de Hans Klugmann —dijo Yilmaz—. Pide perdón por el retraso… Tenía intención de entregarla, pero se le fue por completo de la cabeza.

—¿Dónde la encontró? —le preguntó Fabel a Hansi Kraus.

Kraus miró a Yilmaz, después al otro turco y después a Fabel.

—En la piscina. Yo estaba allí cuando le volaron la cabeza a ese tipo.

—¿Presenció el asesinato de Hans Klugmann?

Kraus asintió con la cabeza.

—¿Vio a sus asesinos?

Kraus dudó. El turco fuerte cambió de posición en la mesa, y la piel de la chaqueta crujió. Kraus lo miró y asintió de nuevo.

—¿Podría reconocerlos?

—Sí. Eran un hombre mayor y un tipo joven. Los dos eran robustos. El joven tenía un cuerpo a lo Arnold Schwarzenegger. Fue el joven quien lo mató.

Fabel le hizo una seña al otro turco, que le dio el arma. Dejó las palmas hacia arriba y sostuvo el arma como si cogiera un asado caliente con una manopla.

—¿Eran extranjeros? ¿Los oyó hablar ruso o un idioma parecido?

—No… Quiero decir sí, los oí, pero no, no eran extranjeros. Eran alemanes. El hombre mayor se quejó de que el barrio estaba hecho una mierda. Dijo algo sobre que cuando era joven había llevado a una chica a la piscina. No eran rusos, seguro.

—¿Qué hay del arma? ¿De dónde la sacaste?

—Vi que la tiraban en un cubo de la basura. Cuando se marcharon, fui y la saqué.

—¿Los seguiste?

—No. Tiraron el arma en el cubo de la basura que hay dentro del Schwimmhalle.

—¿No se molestaron en esconderla?

—No mucho. Y eso que hay un canal a unos metros de la piscina. Supongo que no les importaba que la encontraran.

—O quizá querían que la encontraran… —sugirió Yilmaz.

—Es lo que parece —coincidió con él Fabel—. Sicarios alemanes; un arma ucraniana. Da la impresión de que intentaban despistarnos. —Se dirigió de nuevo a Hansi—. Necesito que vengas al Präsidium y hagas una declaración completa. Y necesito que mires algunas fotos del archivo policial, para ver si puedes identificar a los asesinos.

Hansi Kraus asintió. Pareció que no le hacía ni pizca de gracia, pero tenía el aire de condena de alguien que acepta que esas putadas pasan. Y normalmente a él.

Fabel puso una mano sobre el hombro del abrigo militar mugriento de Kraus.

—Escucha, Hansi, no puedo obligarte a hacerlo. Ni tampoco Herr Yilmaz ni nadie… —Miró con toda la intención del mundo al otro turco, que le devolvió la mirada con indiferencia—. Tu declaración sólo es válida si la prestas libre y sinceramente.

Kraus soltó una risa amarga.

—En qué mundo más bonito vive usted, Herr Hauptkommissar… Prestaré declaración.

Fabel llevó a Kraus a su coche. Yilmaz los acompañó hasta la puerta.

—Agradezco su ayuda en este asunto, Herr Yilmaz —dijo Fabel, y lo decía en serio.

Yilmaz esbozó una gran sonrisa y se encogió de hombros como quitándole importancia al tema.

—Pero supongo que comprenderá que con esto no ha comprado ningún favor —dijo Fabel—. Le debo una, pero nunca comprometeré a la ley o a mi persona para ayudarle.

—Ya lo sé —dijo Yilmaz riéndose—. No esperaba nada a cambio. Es el problema que tiene tratar con un policía honrado. Lo único que le pido es que mi participación en este tema no conste en la declaración de Hansi.

—Ese compromiso sí puedo asumirlo. Gracias de nuevo. Adiós, Herr Yilmaz.

Durante todo el camino de vuelta al Präsidium, Fabel dejó la ventanilla bajada para mitigar la influencia que el abrigo de Hansi ejercía sobre la tapicería. Cuando llegaron, Fabel dejó a Hansi en manos de Werner y le dijo que pidiera algo de comer en la cafetería para su invitado. Sin embargo, al mirar a Klaus, Fabel acabó pensando que tendrían que soltarlo razonablemente pronto: sus ojos cada vez se movían más, muy deprisa de lado a lado, como los de un animal acorralado. Sus movimientos también tenían una intensidad nerviosa. Fabel sabía que Hansi necesitaba un chute y que sólo tenían hasta entonces para sacarle información.

Ya en su despacho, Fabel recogió las cosas que tenía sobre la mesa, amontonando expedientes en una pila en el suelo y apartando el teclado del ordenador y el ratón. Encontró una libreta grande y pasó las hojas hasta que encontró una página en blanco. Al colocar el bloc sobre la mesa, le vino a la cabeza espontánea e inesperadamente una imagen del piso de Angelika Blüm. Recordó la mesa de café vacía, con los objetos retirados para permitir el flujo libre de ideas. Sintió otra punzada de culpa cuando pensó en una mujer que no había visto nunca, pero que ahora conocía tan íntimamente, y que había intentado ponerse en contacto con él con tanta insistencia.

El primer nombre que anotó fue el de Angelika Blüm. Junto al de ella, escribió el de Ursula Kastner. Luego, el de Tina Kramer. Trazó una línea vertical y dividió la página en dos, dejando los nombres de las tres víctimas en un lado. En el otro, escribió los de Hans Klugmann y John MacSwain. Otra línea vertical. Luego escribió el nombre que Mahmoot le había mencionado, Vasyl Vitrenko.

Media hora después, Fabel tenía seis columnas verticales de nombres, fechas y hechos clave. Cada columna estaba encabezada por uno de los seis nombres con los que había comenzado. La columna que encabezaba el nombre de Vasyl Vitrenko era la más corta. Fabel había establecido la totalidad de conexiones, coincidencias y puntos en común posibles. El resultado fue un resumen mejor definido que el que tenían en la pizarra. Pero no era repetitivo volver a exponer la información. Para Fabel, la actividad en sí misma era el objetivo: reenfocaba y reordenaba sus pensamientos; era una oportunidad para organizar el viaje que había hecho. Un nombre aparecía regularmente por la mitad de las columnas: Eitel. La primera víctima, Ursula Kastner, tenía relación, aunque de forma tangencial, con Neuer Horizont, el accionista principal del cual era el Grupo Eitel; no había ninguna conexión conocida con la segunda víctima, Tina Kramer; la tercera víctima, Angelika Blüm, conocía a Eitel hijo y había entrevistado a Eitel padre y, según su amiga Erika Kessler, estaba trabajando en una historia negativa sobre uno de los Eitel o los dos; John MacSwain trabajaba para el Grupo Eitel. La organización de Vitrenko parecía proyectar su sombra sobre las columnas de nombres y hechos. Klugmann había intentado infiltrarse en los ucranianos, y en la escena del crimen se había recuperado una pistola de fabricación ucraniana. Sin embargo, los asesinos no eran ucranianos. Kraus estaba totalmente convencido de ello. Angelika Blüm estaba trabajando en una historia relacionada con las acciones de batallones policiales y de seguridad ex soviéticos, seguramente comparándolas con las experiencias del BATT 101 de Hamburgo durante la segunda guerra mundial.

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