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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Muerte en Hong Kong (20 page)

—Lo sé muy bien, Jacko.

—Entonces, ¿por qué no…?

—No podía ponerle las manos encima. Esas fueron las instrucciones de mis superiores, los cuales deben estar en contacto con tu Servicio. Atrapen a Basilisco y entréguennoslo, pero no toquen a Dominico. Eso se nos pidió. Ahora, Basilisco ha desaparecido y…

—Y las chicas también. Las chicas eran mi principal responsabilidad, Norman.

—No quiero saberlo.

—No lo sabrás. Pero yo tengo que encontrar a estas chicas y a alguien más.

—Pues aquí, en Irlanda, no encontrarás a nadie. Tengo que conducirte a un lugar seguro que tenemos en el aeropuerto y largarte con una patada en el trasero.

—¿Cómo?

—Ya lo has oído, Jacko. No te queremos aquí. Tienes que irte con viento fresco. Ni siquiera tu embajada admite tu presencia aquí.

En la mente de Bond se agitaron miles de preguntas.

—Si pasamos por delante de un teléfono, ¿querrás detenerte un minuto, Norman?

—¿Por qué tendría que hacerlo?

—En recuerdo de los viejos tiempos.

—Estamos empatados.

—Por favor —dijo Bond con la cara muy seria.

Smolin y Heather habían desaparecido como por arte de magia, y Ebbie había sido sustituida por Chernov en cuestión de minutos. Unas inquietantes sospechas empezaban a tomar cuerpo en la mente de Bond.

Murray asintió muy despacio. Unos doscientos metros más allá, se detuvo ante una cabina telefónica.

—Rápido, Jacko, y no se te ocurra cometer ninguna estupidez. Bastantes problemas tenernos como para que, encima, te dé por escapar.

Bond ya había desprendido el dispositivo de escucha «armónica» del botón de su chaqueta cuando llegó a la cabina. Para entonces, Dominico ya estaría en el castillo y seguramente habría mandado examinar los teléfonos. Se sorprendió de que no lo hubiera hecho todavía, tratándose de un hombre tan meticuloso. Los dispositivos seguían en su sitio y, a través de ellos, Bond pudo escuchar la habitual mezcla de voces. Casi no podía entender nada y estaba a punto de colgar el aparato cuando, de repente, oyó con toda claridad la voz de Chernov. Debía de estar al lado de uno de los teléfonos activados.

—Quiero a todos nuestros hombres en las calles de Dublín —dijo en tono autoritario—. Hay que encontrar a Bond y al coronel Smolin cuanto antes. Los quiero a los dos. ¿Entendido? Se me llevaron a Bond delante mismo de mis narices. Por si fuera poco, tenemos el problema adicional de las dos alemanas relacionadas con el maldito
Pastel de Crema
. ¿Qué habré hecho yo para merecerme a estos imbéciles?

—Camarada general, no tenía usted otra alternativa. No tuvo más remedio que actuar como lo hizo —hablaban en ruso—. Sus órdenes se han cumplido al pie de la letra. En cuanto les tengamos a todos, será muy sencillo. Sin embargo, el tiroteo de anoche ha estado a punto de provocar un incidente diplomático.

—¡Idioteces diplomáticas! —gritó Chernov.

Se escuchó otra voz, cerca de Chernov:

—Acabamos de recibir un mensaje de Hong Kong, camarada general.

—¿Sí?

—Han localizado a Belzinger y Dietrich. Ella ha abierto para su uso la casa que el GRU posee en la isla de Cheung Chau.

—Dietrich se está pasando. Tendremos que actuar con rapidez. Envíen un mensaje a Hong Kong. Díganles que les vigilen desde lejos. No quiero que nadie se acerque hasta que yo llegue.

La línea empezó a sufrir interrupciones y Bond comprendió que, ahora más que nunca, tenía que tomar la iniciativa. Se metió una mano en un bolsillo y sacó las pocas monedas irlandesas que el hombre de Chernov le había dejado. Colgó el teléfono y volvió a marcar el número del castillo. En cuanto contestaron, se expresó rápidamente en ruso, pidiendo hablar con el general Chernov.

—¡Es extremadamente urgente! Cuestión de vida o muerte.

Chernov se puso al aparato a los pocos segundos, maldiciendo por lo bajo las líneas de seguridad.

—No necesitamos ninguna línea de seguridad, camarada general —dijo Bond en inglés—. ¿Reconoce mi voz?

Hubo una breve pausa, tras la cual Chernov contestó con frialdad de hielo:

—La reconozco.

—Sólo quería decirle que deseo volver a verle, Dominico. Atrápeme, si puede. En el norte, en el sur, en Oriente o en Occidente.

Puso un especial acento en Oriente para aguijonear a Chernov. Después, colgó el teléfono, abandonó la cabina y regresó rápidamente al automóvil. Chernov comprendería que Bond le había desenmascarado y que le llevaba una pequeña ventaja por el hecho de estar al corriente de sus probables movimientos. M le hubiera dicho, sin duda, que la llamada telefónica era una locura, pero M seguía también por su parte un camino muy tortuoso.

—Por un momento, he creído que estabas jugando conmigo, Jacko. Me han llamado desde Dublín. ¿Qué país quieres?

—¿Qué siguifica eso?

—Que te vamos a deportar, Jacko. Tu gente de Londres ha dicho que te podemos enviar a la Luna si queremos. A ellos les importa un bledo. Incluso tu jefe dice que tienes que tomarte el resto de tus vacaciones en otro sitio.

—¿Esas son las palabras que ha utilizado?

—Ni más ni menos. «Díganle a ese renegado que se tome el resto del permiso en otra parte. Díganle que se largue con viento fresco». Eso ha dicho el viejo diablo. Por consiguiente, ¿qué prefieres, Jacko? ¿España? ¿Portugal? ¿Un par de semanas en las islas Canarias?

Bond contempló el inexpresivo rostro de Murray, el cual parecía ignorar la reciente estancia de Jungla en aquella zona.

—Déjame que lo piense un minuto, Norman. Dondequiera que yo elija, ¿me podrás sacar en secreto?

—Con tanto secreto como si fueras un fantasma. Saldrás con tanto sigilo que ni siquiera se enterarán los controladores del aeropuerto de Dublín.

—Pues, concédeme un minuto.

Bond ya sabía exactamente adónde quería ir, pero primero tenía que pensar en la actitud de M. Puesto que los controles siempre funcionaban sobre la base de los conocimientos necesarios, ¿por qué había decidido M comunicarle de entrada que tendría que actuar por su cuenta y riesgo? ¿Y por qué, sabiendo —como debía saber— que dos de las chicas habían sido localizadas y después habían desaparecido, se empeñaba en seguirle negando la cobertura oficial? Bond nunca hubiera tenido que encontrarse con Smolin y, por consiguiente, no tenía por qué saber nada de él. ¿Había acaso alguna otra cosa que Bond tampoco tenía por qué saber?

Trató de seguir con lógica toda la sucesión de acontecimientos, utilizando las más elementales reglas del oficio. ¿En qué casos un control le ocultaba a su agente aquella información vital, aunque le pusiera con ello en una grave situación de desventaja? Sólo había una serie de circunstancias que justificaban aquel riesgo y él ya lo había intuido en parte a través de la conversación escuchada a través de las «armónicas». Sólo se oculta determinada clase de información cuando un agente de confianza puede ser un doble espía. Se oculta la información cuando se ignora quién es el culpable. Tráelos a todos, le dijo M. Lo cual significaba que Ebbie, Heather o Jungla podían ser agentes dobles. Ésa tenía que ser la respuesta. Un miembro de
Pastel de Crema
había sido descubierto, y, conociendo la forma de pensar de M, Bond tenía que incluir a Smolin y Dietrích entre los sospechosos.

Llegaron a las afueras de Dublín y avanzaron por entre el denso tráfico. ¿Por qué le negaban? Muy sencillo. Se niega a un agente para evitar poner en un apuro al Foreign Office y a los políticos; o cuando sus objetivos saben que no cuenta con ningún apoyo. Maldito M, pensó Bond, se está pasando de la raya. Cualquier otro agente hubiera desistido de su intento y se hubiera presentado en Londres con el botín para depositario a los pies de M. Sin embargo, Bond no pensaba hacer tal cosa. M había apostado todo su dinero a que Bond saldría adelante, y ahora arriesgaba a su hombre como un buen jugador, sabiendo que las apuestas se habían disparado tras la aparición de Dominico.

—¿Tenéis algún teléfono seguro en el aeropuerto, Norm?

—Te dije que no me llamaras Norm —dijo Murray en tono hastiado.

—De acuerdo, pues, ¿lo tenéis?

—Todo lo seguro que puede ser —Murray miró a Bond sonriendo—. Puede que incluso te permitamos utilizarlo en caso de que ya hayas decidido adónde quieres ir.

—¿Podríais llevarme a Francia, lo más cerca posible de París?

Murray soltó una carcajada.

—Eso es pedir un milagro, hombre. Ya sabes cómo es el DST. Nunca colabora.

—Tu vives en un país de milagros, Norman. Si por mí fuera, cruzaría el canal y regresaría a la buena vida. Ya sabes, el susurro de las ramas de los sauces sobre la cabeza del aldeano, la juerga, el aroma de la hierba recién cortada entre la que discurren las serpientes.

—¡Qué barbaridad! ¡Pero qué poético te has vuelto, Jacko! Gracias a Dios, el bienaventurado san Patricio nos libró de las serpientes.

—¿De veras? —dijo Bond, devolviéndole la sonrisa.

Sabía que estaba a punto de ver atendidas todas sus peticiones.

Las instalaciones de seguridad se hallaban en el mismo interior del aeropuerto, en un pequeño recinto vallado que impedía la visión del automóvil y de sus pasajeros. El aeropuerto de Dublín tiene fama de ser uno de los más abiertos de Europa. Presume de disponer de unos dispositivos de seguridad discretos y eficaces, generalmente ocultos a la vista del público. Cuando llegaron a la calzada de acceso, Bond se percató de que había más patrullas de la Garda que de costumbre.

Dentro, había una cómoda sala de espera con sillones y revistas, y un par de agentes de paisano que saludaron a Norman Murray dando muestras de especial deferencia.

—En aquella cabina a prueba de sonidos hay uno de los teléfonos más seguros de Irlanda —dijo Murray, indicándoselo—. Puedes utilizarlo mientras yo preparo tu vuelo.

—No hasta que tenga la absoluta certeza de que me dejaréis esta noche en París —dijo Bond fríamente.

—Dalo por hecho, Jacko. Tú haz la llamada. Estarás de camino antes de una hora sin que nadie se entere.

Bond asintió en silencio. Norman Murray era un oficial muy convincente.

Ya en el interior de la cabina, Bond marcó un número de Londres. Contestó una mujer, la cual preguntó en el acto si estaban interceptados. Bond le respondió que probablemente sí, pero que, en cualquier caso, la línea era segura. Quti le había ofrecido ayuda la última vez que le vio, y Bond sabía que no era un mero cumplido: «Si necesitas algo de aquí, llámame y yo misma te lo llevaré».

Ahora, la llamaba con una larga lista y un tiempo y lugar de entrega casi imposible, pese a lo cual, Quti supo estar a la altura de las circunstancias.

—Allí estaré —se limitó a decir antes de colgar—. Buena suerte.

Murray le aguardaba con un mono de trabajo blanco en la mano.

—Póntelo —le dijo—, y escúchame con atención.

Bond así lo hizo y Murray prosiguió diciendo:

—Esta puerta conduce al aeroclub. Efectuarás un vuelo con un instructor. El plan de vuelo ya está a punto. Os han concedido autorización para sobrevolar el norte de Francia; se suele hacer muy a menudo. Esta vez, sufriréis una pequeña avería de motor cerca de Rennes, que será el punto crucial. No conseguiréis llegar a un aerodromo y, entonces, el instructor pedirá auxilio y tomaréis tierra en un campo, pero no en un campo cualquiera sino en uno determinado.

»Habrá un vehículo aguardando y alguien que ocupará tu lugar en el aparato para cuando lleguen los gendarmes y los funcionarios de aduanas. Todo funcionará como la seda. Haz lo que te digo y todo irá bien. No obstante, si te preguntan algo, yo no tengo nada que ver con el asunto. ¿Entendido?

—Gracias, Norman —dijo Bond, asintiendo con la cabeza.

—El aparato se encuentra delante mismo del edificio, con el motor en marcha y listo para el despegue. Es una preciosa Cessna 182. Puede transportar cuatro personas en caso de apuro. Buena suerte, Jacko.

Bond estrechó cordialmente la mano de Murray, sabiendo que, en cierto modo, M le seguía apoyando por razones que sólo él conocía.

El aparato permanecía estacionado a escasa distancia del edificio, y Bond inclinó la cabeza mientras se dirigía rápidamente a él. Se agachó al pasar bajo el ala, subió y se sentó al lado del instructor, un joven y simpático irlandés que, al verle, le gritó, sonriendo, que ya era hora de despegar.

Apenas se había abrochado el cinturón, tras sentarse a la izquierda del instructor, cuando la avioneta empezó a deslizarse por la pista hasta llegar al extremo más alejado del aerodromo. Tuvieron que esperar unos minutos hasta que tomara tierra un 737 de la Aer Lingus procedente de Londres, tras lo cual, el instructor puso el motor a su máxima potencia y el ligero aparato se elevó en el aire casi espontáneamente. Se dirigieron hacia el mar y empezaron a ascender. A unos seiscientos metros de altura, el instructor niveló el aparato.

—Allá vamos —gritó—, listos para la juerga. Me pondré en ruta dentro de cinco minutos. ¿Está bien atrás?

—Muy bien —contestó Bond.

Al volver la cabeza, Bond vio el rostro de Ebbie asomando por detrás de su asiento donde estaba escondida.

—Hola, James. ¿Te alegras de verme? —preguntó, dándole un beso en una mejilla.

14. Cena en París

Todos los agentes dignos de semejante nombre tienen sus bases de reserva especiales lejos de casa: una cuenta bancaria en Berlín; un depósito de armas en Roma; unos pasaportes falsos en una caja fuerte de Madrid. La de James Bond era una casa franca en París; o, mejor dicho, un pequeño apartamento propiedad de unos buenos amigos suyos siempre dispuestos a abandonar su hogar en cualquier instante y sin hacer preguntas. El apartamento se encontraba en el cuarto piso de uno de aquellos edificios situados en las inmediaciones del Boulevard Saint-Michel, en la Orilla Izquierda del Sena.

Llegaron poco después de las seis de la tarde, tras un viaje que discurrió casi sin ningún contratiempo. El instructor pilotó la Cessna hasta llegar a Francia y, una vez allí, Bond observó que su altitud empezaba a fluctuar, obligando al control aéreo de París a recordarle constantemente la posición autorizada. El lugar de la cita se había elegido con sumo cuidado, y era un solitario paraje al oeste de Rennes. Lo sobrevolaron en círculo durante quince segundos y fueron perdiendo gradualmente altura hasta que el piloto tuvo la certeza de que el contacto se hallaba en su sitio.

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