Muerte en La Fenice (10 page)

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Authors: Donna Leon

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La mirada de la norteamericana fue glacial, tan glacial como su respuesta:

—También estaré en Milán. —A pesar de que no era necesario, agregó-: Con Flavia.

El comisario sacó la libreta del bolsillo y preguntó si podían darle la dirección de Milán. Flavia Petrelli se la dio, y también, el número de teléfono, a pesar de que él no se lo había pedido. Brunetti tomó nota, se guardó la libreta en el bolsillo y se puso en pie.

—Muchas gracias a las dos —dijo ceremoniosamente.

—¿Querrá volver a hablar conmigo? —preguntó la cantante.

—Eso depende de lo que me digan las otras personas —dijo Brunetti, lamentando la implícita amenaza, pero no, la sinceridad de la respuesta. Ella sólo captó la primera, y volvió a colocarse la partitura, abierta, en el regazo. El comisario había dejado de interesarle.

Él dio un paso hacia la puerta, pisando uno de los haces de luz que incidían en el suelo. Levantó la mirada buscando la fuente, se volvió y preguntó a la norteamericana:

—¿Cómo consiguió esas claraboyas?

La mujer pasó por delante de él, le precedió hasta el recibidor, se paró junto a la puerta y le preguntó:

—¿Le interesa saber cómo conseguí las claraboyas o cómo conseguí el permiso para ponerlas?

—El permiso.

Con una sonrisa, ella respondió:

—Sobornando al concejal de urbanismo.

—¿Cuánto? —preguntó el comisario automáticamente, calculando la superficie total de las claraboyas: seis, de un metro cuadrado cada una aproximadamente.

Era evidente que aquella mujer había vivido en Venecia el tiempo suficiente como para no ofenderse por la falta de delicadeza de la pregunta. Sonrió ahora más ampliamente y dijo:

—Doce millones de liras —como quien da la temperatura exterior.

Es decir, cada claraboya, el salario de un mes, calculó Brunetti.

—Pero de eso hace dos años —explicó—. Tengo entendido que desde entonces los precios han subido.

Él asintió. En Venecia hasta la corrupción estaba sujeta a la inflación.

En la puerta, se estrecharon la mano, y el comisario se sorprendió por la cordialidad de la sonrisa que ella le dedicaba, como si aquel par de frases sobre sobornos los hubiera convertido en cómplices. Ella le dio las gracias por su visita, aunque no hacía falta. Él respondió con no menos cortesía, y detectó afabilidad en su propia voz. ¿Tan fácilmente se había dejado seducir? ¿Había humanizado a la mujer aquella revelación de corruptibilidad? Se despidió, y fue reflexionando sobre esta última pregunta mientras bajaba la escalera, pisando con agrado su ondulación marina.

CAPÍTULO IX

Cuando volvió a la
questura
, Brunetti descubrió que los agentes Alvise y Riverre habían ido al apartamento del maestro, examinado sus efectos personales y separado varios documentos que en aquel momento eran traducidos al italiano. El comisario llamó al laboratorio, que aún no tenía los resultados del análisis de las huellas dactilares, pero ya había podido confirmar lo evidente: que el veneno estaba en el café. Miotti no estaba; probablemente, seguía en el teatro. Brunetti, sin nada que hacer y sabiendo que antes o después tendría que hablar con ella, llamó por teléfono a la viuda, para preguntar si podía recibirle aquella tarde. Tras una vacilación debida a una desgana perfectamente comprensible, ella le dijo que fuera a las cuatro. El comisario registró el cajón de arriba de su escritorio y encontró medio paquete de
bussolai
, las rosquillas saladas venecianas que tanto le gustaban, y se las comió mientras leía las notas que había tomado del informe de la policía alemana.

Media hora antes de su cita con la signora Wellauer, el comisario salió del despacho y se encaminó lentamente hacia la
piazza
San Marco. Por el camino, fue parándose a mirar escaparates, cuyo contenido cambiaba con una rapidez que le llenaba de asombro cada vez que tenía que ir al centro. Parecía que los establecimientos que abastecían a la población local —farmacias, zapaterías y tiendas de alimentación— desaparecían inexorablemente y eran sustituidos por boutiques coquetonas y comercios de souvenirs para turistas, llenos de góndolas de luminiscente plástico de Taiwan y máscaras de cartón piedra hechas en Hong Kong. Los comerciantes de la ciudad preferían satisfacer los deseos de los transeúntes antes que las necesidades de sus habitantes. Se preguntó cuánto faltaría para que toda la ciudad se convirtiera en una especie de museo viviente, un lugar apto sólo para ser visitado y no para ser habitado.

Como para estimular sus reflexiones, por su lado pasó un grupo de turistas de temporada baja que seguían al paraguas que enarbolaba el guía. Con el agua a la izquierda, Brunetti bordeó la piazza, asombrado ante la cantidad de gente que parecía más interesada por las palomas que por la basílica.

Pasado el
campo
San Moisé, cruzó el puente, torció a la derecha, otra vez a la derecha y entró en un callejón que terminaba en una gran puerta de madera.

Oprimió el timbre y una voz incorpórea y mecánica le preguntó quién era. Dio su nombre y, al cabo de unos segundos, oyó percutir el mecanismo que abría el cerrojo de la puerta. Entró en un vestíbulo restaurado, en el que las vigas del techo habían sido raídas hasta dejar al descubierto la madera original y cubiertas de barniz brillante. El suelo era de losas de mármol con incrustaciones que formaban un dibujo geométrico de olas y remolinos. Por su leve ondulación, dedujo, con ojo de veneciano, que era el pavimento original del edificio, quizá de principios del siglo XV.

Empezó a subir la escalera, de huella ancha. En cada rellano había una puerta metálica; que la puerta fuera una denotaba riqueza y que fuera metálica, afán de protegerla. Los nombres grabados en las placas le indicaban que debía seguir ascendiendo. La escalera terminaba en el quinto piso, delante de otra puerta metálica. Tocó el timbre y, a los pocos momentos, le saludaba la mujer con la que había hablado en el teatro la noche antes, la viuda del maestro.

El comisario estrechó la mano que ella le tendía, murmuró:
«Permesso»
y entró.

Si la mujer había dormido aquella noche, su semblante no lo demostraba. No estaba maquillada, y en la palidez de la cara se marcaban oscuras ojeras. Pero, a pesar de la fatiga, se apreciaba la estructura de una gran belleza que se conservaría hasta una edad avanzada, gracias a los altos pómulos; y a la nariz, que le daba un perfil que la gente siempre se volvería a mirar.

—Soy el comisario Brunetti. Anoche hablamos.

—Sí, ya recuerdo —respondió la mujer—. Por aquí, tenga la bondad. —Lo llevó por un pasillo hasta un estudio grande, con chimenea de rincón en la que ardía un fuego pequeño. Delante de la chimenea, dos sillones separados por una mesita. Ella le señaló uno de los sillones y se sentó en el otro. En la mesa, un cigarrillo encendido descansaba en un cenicero lleno. Detrás de la mujer había un ventanal por el que se veían los tejados ocre de la ciudad. Colgaban de las paredes muestras de lo que los hijos del comisario se empeñaban en llamar pintura «auténtica».

—¿Desea beber algo,
dottor
Brunetti? ¿O prefiere una taza de té? —Pronunciaba las frases en italiano como si las hubiera aprendido de memoria de una gramática, pero lo que a él le llamó la atención fue que conociera el tratamiento que tenía que darle.

—Le ruego que no se moleste,
signora
—respondió con no menor cortesía.

—Esta mañana han estado aquí dos de sus policías y se han llevado varias cosas. —Era evidente que su italiano no le permitía detallar los papeles retirados.

—¿Prefiere que hablemos en inglés? —preguntó él en esta lengua.

—Oh, sí —dijo ella, sonriendo por primera vez y haciéndole entrever lo que podía ser su belleza—. Será mucho más fácil para mí. —Su expresión se suavizó y desaparecieron algunas señales de crispación. Hasta su cuerpo pareció relajarse con la supresión de la dificultad del idioma—. He venido a Venecia pocas veces, y me avergüenzo de lo mal que hablo el italiano.

En otras circunstancias, él hubiera tenido que protestar y elogiar su dominio de la lengua. Pero ahora dijo:


Signora
, me doy cuenta de lo duro que esto ha de resultarle, y deseo expresar mi condolencia a usted y a su familia. —¿Por qué las palabras con las que nos enfrentamos a la muerte parecen siempre tan pobres y tan falsas?—. Era un gran músico y su desaparición es una gran pérdida para el mundo de la música. Pero mucho mayor para usted. —Envarado y artificial, pero no sabía hacerlo mejor.

Observó que había varios telegramas al lado del cenicero, unos abiertos y otros, no. La mujer habría estado oyendo las mismas palabras durante todo el día, pero no lo dejó traslucir y dijo sencillamente: «Gracias.» Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo del jersey, cogió uno y se lo llevó a los labios, entonces vio el que humeaba en el cenicero, arrojó el cigarrillo nuevo y el paquete a la mesa y tomó el del cenicero, aspiró profundamente el humo, lo retuvo durante mucho tiempo y lo exhaló con evidente desgana.

—Sí, en el mundo de la música se le llorará —dijo y, sin darle tiempo de percatarse de lo extraño de estas palabras, agregó-: Y aquí también. Aunque sólo había hecho un milímetro de ceniza, sacudió el cigarrillo y después se inclinó y frotó sus bordes contra el cenicero, como si fuera un lápiz al que quisiera afilar la punta.

El comisario sacó la libreta del bolsillo y la abrió por la página en la que había anotado una lista de los libros que quería leer. La noche antes, había observado que esta mujer era casi una belleza, y que, desde ciertos ángulos y a determinadas luces, podía llegar a serlo. A pesar del cansancio que hoy le velaba la cara aún era evidente esa belleza. Tenía ojos azules, muy separados y pelo rubio natural, que ahora llevaba recogido en un sencillo moño en la nuca.

—¿Ya saben qué lo mató? —preguntó.

—Esta mañana he hablado con el forense. Cianuro de potasio. Estaba en el café.

—Entonces, por lo menos, fue rápido.

—Sí —dijo él—. Prácticamente instantáneo. —Anotó algo en la libreta y preguntó-: ¿Conoce usted ese veneno?

Ella le lanzó una mirada rápida antes de contestar:

—Lo mismo que cualquier médico.

El comisario volvió la hoja.

—Dice el forense que no es fácil procurarse cianuro —mintió.

En vista de que ella no decía nada, preguntó:

—¿Cómo vio a su esposo anoche,
signora
? ¿Había algo extraño o peculiar en su comportamiento?

Frotando todavía la punta del cigarrillo contra el borde del cenicero, ella respondió:

—No; me pareció que estaba igual que siempre.

—¿Y cómo es igual que siempre, si me permite la pregunta?

—Un poco tenso, ensimismado. No le gustaba hablar antes de una función, ni durante los entreactos. No quería que nada lo distrajera.

Esto parecía normal.

—¿No lo vio anoche más nervioso de lo habitual?

Ella reflexionó un momento.

—Creo que no. A eso de las siete, salimos para el teatro. Fuimos andando. Está muy cerca. —Él asintió—. Yo me fui a mi butaca, a pesar de que era temprano. Los acomodadores me conocen de verme en los ensayos y me dejaron entrar. Helmut subió al camerino a cambiarse y a repasar la partitura.

—Perdón,
signora
, pero creo recordar haber leído en algún periódico que su esposo era famoso por dirigir sin partitura.

Ella sonrió.

—Oh, sí, dirigía sin partitura, pero la tenía en el camerino, y la repasaba antes de la función y en los entreactos.

—¿Por eso no quería ver a nadie durante los entreactos?

—Sí.

—Usted me dijo que anoche subió a la zona de bastidores para hablar con él. —Como ella no decía nada él insistió-: ¿Era eso normal?

—No, como le decía, no le gustaba hablar con nadie durante la representación. Decía que le distraía. Pero anoche me pidió que subiera después del segundo acto.

—¿Había alguien con ustedes cuando se lo pidió?

Ella dijo entonces con tono áspero:

—¿Quiere decir si tengo un testigo? —Él asintió—. No,
dottor
Brunetti, no tengo testigos. Pero me sorprendió.

—¿Por qué?

—Porque Helmut no solía… no sé cómo expresarlo… salirse de la rutina. Por eso me sorprendió que me pidiera que fuera a verle durante la función.

—¿Pero fue?

—Sí; fui.

—¿Por qué quería verla?

—No lo sé. Encontré a unos amigos en el salón de descanso y me paré a hablar con ellos unos minutos. Había olvidado que, durante la representación, no se puede llegar a los bastidores desde la platea sino que hay que subir a los palcos. Así que cuando por fin llegué al camerino, ya sonaba el segundo aviso que anunciaba el fin del descanso.

—¿Y habló con él?

Ella tardó en contestar.

—Sí, pero no pude decir más que hola y preguntar qué quería, porque entonces oímos… —Se interrumpió y apagó el cigarrillo, tomándose mucho tiempo y removiendo el cenicero con la colilla apagada. Por fin, la soltó y siguió hablando, pero con voz distinta—. Oímos el segundo aviso. No había tiempo de hablar. Le dije que le vería después de la función y volví a mi butaca. Llegué cuando se apagaban las luces. Esperé que subiera el telón y que siguiera la representación, pero usted ya sabe… ya sabe lo que ocurrió.

—¿Hasta entonces no sospechó que podía haber ocurrido algo?

Ella alargó la mano hacia el paquete y sacó otro cigarrillo. Brunetti le dio fuego con el encendedor que estaba encima de la mesa.

—Gracias —dijo ella, volviendo la cara para expulsar el humo.

—¿Hasta entonces no sospechó que ocurriera nada malo? —repitió.

—No.

—¿Había cambiado su marido en las últimas semanas? —Ella no respondía, y él insistió-: ¿Estaba nervioso, irritable?

—Ya había entendido la pregunta —dijo ella secamente, luego le miró, nerviosa, y agregó-: Perdone.

Brunetti pensó que sería preferible callar a darse por enterado de su disculpa.

La mujer meditó un momento y respondió:

—No; estaba como de costumbre. Siempre le había gustado
La Traviata
, y adoraba esta ciudad.

—¿Fueron bien los ensayos? ¿Hubo algún problema?

—Me parece que no le entiendo.

—¿Tuvo dificultades su esposo con alguna persona que interviniera en la función?

—Que yo sepa, no —respondió ella al cabo de un momento.

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