Muerte en las nubes (17 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Muchas gracias. Es usted muy amable.

—Nada de eso. Ya veo —advirtió de pronto, dirigiéndose a Jane—, que no usa usted el sistema taquigráfico de Pitman.

Jane se ruborizó hasta las orejas. Poirot corrió en su ayuda.

—La señorita Grey es muy moderna. Usa un sistema más reciente inventado por un checoslovaco.

—¿Qué le parece? Ha de ser un país sorprendente, Checoslovaquia. Todo parece venir de allí, zapatos, cristalería, guantes, y solo faltaba un sistema de taquigrafía. ¡Es sorprendente!

Estrechó la mano a los dos.

—Me gustaría haberle podido ser más útil.

Lo dejaron en mitad de la desordenada sala, sonriendo pensativamente tras ellos.

Capítulo XVI
-
Plan de campaña

Frente a la puerta del señor Clancy, subieron a un taxi que los llevó al Monseigneur, donde se reunieron con Norman Gale.

Poirot encargó un
consommé
y un
chaud-froid
de pollo.

—¿Y bien? —preguntó Norman—, ¿cómo les ha ido?

—La señorita Grey ha representado a la perfecta secretaria.

—No creo haberlo hecho muy bien —protestó Jane—. Se fijó en mis garabatos cuando pasó por detrás de mí. Ese hombre debe ser muy observador.

—¡Ah! ¿Lo ha notado usted? Nuestro buen amigo el señor Clancy no es tan distraído como podría uno imaginarse.

—¿Deseaba usted realmente tener estas señas? —preguntó ella.

—Creo que pueden ser útiles, sí.

—Pero si la policía...

—¡Oh! ¡La policía! Yo no preguntaré lo que la policía habrá preguntado. Y tengo mis dudas de que haya hecho alguna pregunta. Ya saben que la cerbatana hallada en el avión fue adquirida en París por un norteamericano.

—¿En París? ¿Por un norteamericano? ¡Pero si no había ningún norteamericano en el avión!

Poirot le sonrió con benevolencia.

—Precisamente. Ahora aparece un norteamericano para complicar las cosas.
Voila tout
.

—Pero ¿la compró un hombre? —preguntó Norman.

Poirot lo miró con extraña expresión.

—Sí —contestó—, la compró un hombre.

Norman se mostró sorprendido.

—De todos modos —señaló Jane—, no fue el señor Clancy. Este ya tenía una y no necesitaba otra para nada.

Poirot asintió.

—Así es como hay que proceder. Se sospecha de todos por turno y luego se tacha su nombre de la lista.

—¿Cuántos nombres ha tachado usted? —preguntó Jane.

—No tantos como podría figurarse, mademoiselle —contestó Poirot guiñando un ojo—. Eso depende del motivo, ¿sabe usted?

—¿Se han encontrado...? —Norman Gale se contuvo, y añadió a modo de excusa—: No quiero inmiscuirme en secretos oficiales, pero ¿no hay datos de los negocios de esa mujer?

Poirot meneó la cabeza.

—Todos los documentos han sido quemados.

—Es una lástima.


Evidemment!
Pero parece que madame Giselle mezclaba un poco de chantaje con su profesión de prestamista, y esto amplía el campo de las conjeturas. Supongamos, por ejemplo, que madame Giselle tuviese pruebas de cierto acto criminal, pongamos por ejemplo, de un intento de asesinato.

—¿Hay algún motivo para suponer semejante cosa?

—Ya lo creo —contestó Poirot con calma—. Es una de las pocas pruebas documentales que tenemos en este caso.

Tras observar detenidamente la expresión de interés de la pareja, lanzó un suspiro.

—Bueno, eso es todo. Hablemos de otra cosa, por ejemplo, del efecto que ha producido en la vida de ustedes dos esta tragedia.

—Es horrible decirlo, pero yo he salido muy beneficiada —contestó Jane. Contó su aumento de sueldo.

—Como usted dice, mademoiselle, ha salido beneficiada, pero probablemente ese beneficio será transitorio. Esa admiración que despierta su relato no durará más que una semana. Téngalo presente.

—Es cierto —exclamó Jane riendo.

—Me temo que, en mi caso, el efecto durará más de una semana —observó Norman.

Explicó su situación. Poirot le escuchaba compasivo.

—Como usted dice —advirtió pensativo—, eso durará más de siete días. Puede durar semanas y meses. Los golpes de efecto duran poco, pero el miedo persiste durante largo tiempo.

—¿Le parece a usted que debo abandonar mi consultorio?

—¿Tiene usted otro plan?

—Sí, liquidarlo todo. Largarme al Canadá o a cualquier parte y empezar de nuevo.

—Eso sería una lástima —señaló Jane con firmeza.

Norman la miró. Con sumo tacto, Poirot se enfrascó con el pollo.

—No es que yo desee hacerlo —protestó Norman.

—Si yo descubro quién mató a Madame Giselle, usted no tendrá que irse —le aseguró Poirot, animándole.

—¿Cree usted que lo conseguirá? —preguntó Jane.

Poirot le dirigió una mirada de reproche.

—Si se estudia un problema con orden y método, no debe haber dificultad alguna para resolverlo, ninguna en absoluto —afirmó Poirot severamente.

—Ya comprendo —aseguró Jane sin comprender nada.

—Pero yo llegaré a la solución de este problema con más rapidez si me ayudan —aseguró Poirot.

—¿Qué clase de ayuda?

Poirot guardó silencio unos instantes.

—La ayuda del señor Gale. Y, tal vez después, la ayuda de usted.

—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó Norman.

—No le gustará —le advirtió.

—¿De qué se trata? —insistió el muchacho, impaciente.

Delicadamente, para no ofender la sensibilidad de un inglés, Poirot se entretuvo con un mondadientes.

—Francamente, lo que necesito es un chantajista.

—¡Un chantajista! —exclamó Norman, mirando a Poirot como quien no da crédito a sus oídos.

Poirot asintió.

—Eso precisamente: un chantajista.

—¿Y para qué?


Parbleu!
Para chantajear a alguien.

—Sí, pero quiero decir ¿a quién? ¿Por qué?

—¿Por qué? Eso es cosa mía. En cuanto a quién... —hizo una pausa y luego prosiguió hablando como quien propone un negocio normal—: Le explicaré en pocas palabras cuál es mi plan. Escribirá usted una carta a la condesa de Horbury. Es decir, la escribiré yo, y usted la copiará. Debe hacer constar que es «personal». En la carta le pedirá una entrevista. Le recordará usted el viaje que hizo a Inglaterra en cierta ocasión. Se referirá también a ciertos negocios realizados con madame Giselle, negocios que han pasado a sus manos.

—Y luego, ¿qué?

—Luego le concederá a usted una entrevista. Irá usted a verla y le dirá ciertas cosas. Ya le daré las debidas instrucciones. Le exigirá... déjeme pensar... diez mil libras.

—¡Está usted loco!

—En absoluto —rechazó Poirot—. Seré todo lo raro que usted quiera, pero no loco.

—Y, si lady Horbury avisa a la policía, me meterán en la cárcel.

—No llamará a la policía.

—Usted no lo sabe.


Mon cher
, hablando en plata, yo lo sé todo.

—No obstante, no me gusta.

—No hace falta que se quede usted con las diez mil libras, si es que eso lo que ha de pesar en su conciencia —señaló Poirot con un guiño.

—Sí, pero usted comprenderá, monsieur Poirot, que es una misión que puede arruinar mi vida.

—Ta... ta... ta... la dama no avisará a la policía, se lo aseguro yo.

—Puede decírselo a su marido.

—No se lo dirá.

—Esto no me gusta.

—¿Le gusta perder su clientela y estropear su carrera?

—No, pero...

Poirot le sonrió amablemente.

—Siente usted una repugnancia natural, ¿verdad? Era de esperar. Usted es todo un caballero, pero le aseguro que lady Horbury no merece ser objeto de tan delicados sentimientos. Para decirlo más claramente, es una buena arpía.

—De todos modos, no puede ser una asesina.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Porque nosotros la habríamos visto. Jane y yo estábamos justo al otro lado del pasillo.

—Es usted un hombre lleno de prejuicios. Pero yo deseo resolver el asunto y, para eso, tengo que saber.

—No me gusta la idea de chantajear a una mujer.

—¡Ah,
mon Dieu
, hay que ver lo que conllevan ciertas palabras! No habrá chantaje. Solo tendrá usted que producir un determinado efecto. Luego, cuando usted haya preparado el terreno, me presentaré yo.

—Si por su culpa me meten en la cárcel...

—Que no, que no. Me conocen muy bien en Scotland Yard. Si sucediera algo, yo me haría responsable. Pero no pasará nada, sino lo que le he dicho.

Norman se rindió lanzando un suspiro de resignación.

—Está bien. Lo haré, pero no me gusta ni pizca.

—Bueno. Le diré lo que tiene que escribir. Coja un lápiz.

Le dictó la carta despacio.


Voila
. Luego le daré instrucciones sobre lo que debe decir. Dígame, mademoiselle, ¿va usted alguna vez al teatro?

—Sí, con frecuencia —contestó Jane.

—Bien. ¿Ha visto, por ejemplo, una comedia titulada
En lo más profundo
?

—Sí, la vi hace cosa de un mes. Está bastante bien.

—Es una comedia norteamericana, ¿verdad?

—Sí.

—¿Recuerda usted el papel de Harry, representado por el señor Raymond Barraclough?

—Sí. Lo hacía muy bien.

—Le es simpático ese actor, ¿no es cierto?

—Es arrebatador.

—¡Ah!
Il est sex appeal?

—Por completo —confirmó Jane riendo.

—¿No es más que eso, o es también un buen actor de teatro?

—¡Oh! Me gusta mucho su manera de trabajar.

—Tendré que ir a verle —señaló Poirot.

Jane le miró sorprendida. ¡Qué hombrecillo tan raro era aquel belga, saltando de un asunto a otro como un pajarito de rama en rama!

Tal vez él leía sus pensamientos, porque le sonrió, diciendo:

—¿No está de acuerdo conmigo, mademoiselle? ¿No aprueba mis métodos?

—Da usted muchos saltos.

—No es eso. Sigo mi camino con orden y método, paso a paso. No hay que lanzarse nunca de un salto a una conclusión. Hay que ir eliminando.

—¿Eliminando? ¿Eso es lo que usted hace? —preguntó Jane. Pensativa, prosiguió—: Ya veo. Ha eliminado usted al señor Clancy.

—Tal vez —respondió Poirot.

—Y nos ha eliminado a nosotros, y ahora acaso se propone eliminar a lady Horbury. ¡Oh!

Calló, como si se le ocurriera una idea terrible.

—¿Qué le pasa, mademoiselle?

—Eso que ha dicho usted de un intento de asesinato. ¿Es una prueba?

—Es usted muy perspicaz, mademoiselle. Sí, forma parte de la pista que persigo. Hablo del intento de asesinato y observo al señor Clancy, la observo a usted, observo al señor Gale, y en ninguno de los tres descubro el menor cambio, ni un leve pestañeo. Y permita que le diga que no se me puede engañar en eso. Un asesino puede estar preparado para afrontar cualquier ataque previsto. Pero esta anotación en un librito no podía ser conocida por ninguno de ustedes. De modo que, ya ve usted, estoy satisfecho.

—Pero es usted una persona horrible, monsieur Poirot —exclamó Jane—. No comprendo por qué tiene que decir estas cosas.

—Muy sencillo. Porque necesito averiguar cosas.

—Supongo que tendrá usted unos medios muy ingeniosos para averiguarlas.

—No hay más que una manera.

—¿Y cuál es?

—Dejar que la gente se las diga a uno.

Jane se echó a reír..

—¿Y si se las quieren callar?

—A todo el mundo le gusta hablar de sí mismo.

—Supongo que sí —convino Jane.

—Así es como ha hecho fortuna más de un curandero. Invitan al paciente a que se siente y les cuente cosas. Que si se cayó del cochecito a los dos años, que si su madre, comiendo fruta, se manchó el vestido un día, que si al año y medio tiraba a su padre de las barbas. Y luego el curandero le dice que ya no sufrirá más de insomnio y pide dos guineas, y el paciente se va muy contento, contentísimo, y quizá duerma bien aquella noche.

—¡Qué ridículo!

—No, no es tan ridículo como usted se figura. Se basa en una necesidad fundamental de la naturaleza humana, en la necesidad de hablar, de revelarse uno a los demás. A usted misma, mademoiselle, ¿no le gusta recordar su infancia, recordar a sus padres?

—Eso no tiene el menor sentido en mi caso. Crecí en un orfanato.

—¡Ah! Eso es diferente. No es agradable.

—¡Oh! No era uno de esos orfanatos tétricos que sacan a los niños a pasear con ropitas del mismo color y hechura. Era uno muy alegre y divertido.

—¿Era en Inglaterra?

—No, en Irlanda, cerca de Dublín.

—Así pues, es usted irlandesa. Por eso tiene ese pelo rojo y esos ojos gris azulado, con esa mirada...

—Como si se los hubieran pintado con los dedos tiznados —acabó Norman alegremente.


Comment?
¿Qué ha dicho usted?

—Es un dicho sobre los ojos irlandeses. Dicen que se los han pintado con los dedos tiznados.

—¿De veras? No es muy elegante, pero lo expresa muy bien —Se inclinó hacia Jane—. El efecto es muy hermoso, mademoiselle.

Jane se rió al levantarse.

—Usted me lleva de cabeza, monsieur Poirot. Buenas noches y gracias por la cena. Y tendrá que invitarme otra vez, si Norman va a la cárcel por chantajista.

El rostro de Norman se ensombreció al oír aquello.

El detective se despidió de los dos jóvenes, deseándoles buenas noches.

Al llegar a casa, abrió un cajón y de él sacó una lista que contenía once nombres.

Trazó una cruz ante cuatro de aquellos nombres. Luego meneó la cabeza titubeando.

—Me parece que ya lo sé —murmuró para sí—. Pero quiero estar muy seguro.
Il faut continuer
.

Capítulo XVII
-
En Wandsworth

El señor Mitchell estaba dando cuenta de un plato de salchichas cuando le anunciaron que un caballero deseaba verle.

El camarero se sorprendió al enterarse de que la visita era nada menos que el señor bigotudo, que era uno de los pasajeros del avión en aquel viaje fatal.

Monsieur Poirot se mostró muy afable y cortés, insistiendo en que el señor Mitchell siguiera con su cena y deshaciéndose en cumplidos con la señora Mitchell, que lo contemplaba boquiabierta.

Aceptó una silla, comentó que hacía mucho calor para lo avanzado del año y, poco a poco, entró en el tema de su visita.

—Me parece que Scotland Yard progresa muy poco en las indagaciones del caso.

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