Muerte en las nubes (5 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Sí, señor. Seis meses antes yo hacía el vuelo de las ocho cuarenta y cinco, y la vi en él dos o tres veces.

—¿Sabía usted su nombre?

—Debía de figurar en la lista, señor, pero, a decir verdad, no me fijé de un modo especial.

—¿Ha oído usted alguna vez el nombre de madame Giselle?

—No, señor.

—Haga el favor de contarnos a su modo lo que ocurrió el pasado martes.

—Después de servir el almuerzo, repartí las cuentas. Creí que la difunta estaba durmiendo y decidí no despertarla hasta que faltaran cinco minutos para llegar. Pero entonces descubrí que había muerto o que estaba gravemente enferma. Averigüé que llevábamos a bordo un médico y él me dijo...

—El doctor Bryant declarará a continuación. Tenga la bondad de examinar esto.

Mitchell cogió cautelosamente la cerbatana que le alargaba.

—¿Había visto usted eso alguna vez?

—No, señor.

—¿Está seguro de no haberlo visto en manos de algún pasajero?

—Seguro.

—Albert Davis.

El más joven de los camareros se acercó al estrado.

—¿Es usted Albert Davis, con domicilio en Croydon, el 23 de Barcome Street y está empleado en la Universal Airlines, Ltd.?

—Sí, señor.

—¿Estaba usted de servicio en el Prometheus como segundo camarero el pasado martes?

—Sí, señor.

—¿Cómo se enteró usted de la tragedia?

—El señor Mitchell me explicó su temor de que le hubiese ocurrido algo grave a uno de los pasajeros.

—¿Había visto usted esto antes?

La cerbatana pasó a manos de Davis.

—No, señor.

—¿No la vio usted en manos de algún pasajero?

—No, señor.

—¿Observó usted algo que pueda arrojar alguna luz sobre este asunto?

—No, señor.

—Está bien, puede usted retirarse.

—Doctor Roger Bryant.

El doctor Bryant dio su nombre y dirección y se presentó a sí mismo como especialista en enfermedades de garganta y oído.

—¿Puede usted, a su modo, contarnos lo que sucedió exactamente el pasado martes día dieciocho?

—Poco antes de llegar a Croydon, se me acercó el camarero y me preguntó si era médico. Al contestarle afirmativamente, me dijo que una de las viajeras se hallaba indispuesta. Al ir a reconocerla, vi que la mujer en cuestión se hallaba caída en su asiento. Llevaba muerta algún tiempo.

—¿Cuánto tiempo en su opinión, doctor Bryant?

—Diría que más de media hora. Yo pondría entre media hora y una hora.

—¿Hizo usted alguna conjetura sobre la causa de su muerte?

—No. Hubiera sido imposible sin un detenido examen.

—¿Pero vio usted un pequeño pinchazo en el cuello?

—Sí, señor.

—Gracias, puede retirarse. Doctor James Whistler.

El doctor Whistler era un hombre flacucho y menudo.

—¿Es usted el médico forense de este distrito?

—Sí, señor.

—¿Tiene la bondad de declarar lo que crea pertinente?

—El martes, día dieciocho, poco después de las tres, me llamaron del aeropuerto de Croydon, donde me mostraron el cadáver de una mujer de mediana edad postrado en uno de los asientos del avión Prometheus. Su muerte había ocurrido, según mis cálculos, una hora antes aproximadamente. Observé que tenía una punzada a un lado del cuello, precisamente en la yugular. Aquella señal podía haber sido causada por el aguijón de una avispa o por la incisión de un dardo igual al que me mostraron. Ordené el trasladó del cadáver al depósito, donde le hice un detenido examen.

—¿A qué conclusión llegó usted?

—Llegué a la conclusión de que la muerte se debió a la introducción de una violenta toxina en la sangre. La muerte se produjo por una parálisis aguda del corazón y debió de ser prácticamente instantánea.

—¿Puede decirnos qué clase de toxina era?

—Una toxina que hasta entonces me era desconocida.

Los periodistas, que escuchaban atentamente, apuntaron: «Veneno desconocido».

—Gracias, puede retirarse. ¡El señor Winterspoon!

El señor Winterspoon era un hombre alto, de rostro bondadoso. Parecía un buen tipo, aunque algo bobo. Causó inesperada sorpresa conocer que era el director del Laboratorio Oficial de Análisis y una autoridad en venenos raros.

El juez le alargó el dardo fatal y le preguntó si lo reconocía.

—Sí —contestó el señor Winterspoon—. Me lo mandaron para su análisis.

—¿Quiere decirnos el resultado del análisis?

—Con mucho gusto. En mi opinión, la punta fue untada tiempo atrás con una preparación de curare. Y este es el tipo de flecha envenenada que usan algunas tribus.

Los periodistas anotaban todo aquello embelesados.

—¿Cree usted, pues, que la muerte se produjo por el curare?

—¡Oh, no! No quedaban más que vestigios insignificantes del veneno original. Según mi análisis, la punta estaba impregnada con veneno de la
Dispholidus typus
, una serpiente conocida vulgarmente como
boomslang
o serpiente de árbol.


¿Boomslang?
¿Qué es esto?

—Una serpiente del sur de África, una de las más venenosas que existen. Sus efectos en las personas no son conocidos, pero si queremos tener una idea de su intensa virulencia, bastará con decir que se inyectó el veneno a una hiena y esta murió antes de que se pudiera retirar la aguja hipodérmica. Un chacal murió como alcanzado por un disparo. El veneno produce una hemorragia aguda bajo la piel y ataca el corazón, paralizando su funcionamiento.

Los periodistas escribieron: «Crimen sensacional. Veneno de serpiente administrado en pleno vuelo. De efectos más mortíferos que el de la cobra».

—¿Sabe usted si se ha usado ese veneno en otro caso de envenenamiento intencionado?

—Nunca. Eso es lo más interesante.

—Gracias, señor Winterspoon.

El sargento de policía Wilson declaró sobre el hallazgo de la cerbatana debajo de uno de los cojines de un asiento. No había huellas dactilares. Se habían realizado experimentos con la flecha y el artilugio, comprobando que podía ser arrojada con eficacia hasta una distancia de unos diez metros.

—¡Monsieur Hércules Poirot!

Se produjo una ligera agitación, aunque la declaración de monsieur Poirot fue muy comedida. No había observado nada extraordinario. Él fue quien encontró la diminuta flecha en el piso del avión. El lugar en que se halló parecía indicar que pudo desprenderse del cuello de la mujer difunta.

—¡Condesa de Horbury!

Un reportero escribió: «La esposa de un noble de Inglaterra presta declaración en el misterioso crimen aéreo». Otro anotó: «... en el misterio del veneno viperino».

Entre los que escribían para la prensa del corazón, uno relató: «Lady Horbury llevaba uno de esos sombreritos de estudiante que se han puesto de moda». Y otro: «Lady Horbury, que es una de las más elegantes damas de nuestra ciudad, vestía de negro con uno de esos sombreritos de colegiala». Y otro más: «Lady Horbury, de soltera señorita Cicely Brand, vestía de negro, muy elegante, con uno de esos nuevos sombreritos...».

Todos destacaban la elegancia y hermosura de la joven dama, cuya declaración fue de las más breves. No había observado nada y nunca había visto a la difunta.

Venetia Kerr, que declaró después, aportó menos emoción aún. Los infatigables proveedores de las revistas del corazón afirmaron: «La hija de lord Cottesmore llevaba una chaqueta de magnífico corte y una falda a la última moda». Y como título, la frase: «Damas de la buena sociedad prestan declaración».

—¡James Ryder!

—¿Es usted James Bell Ryder y vive en el 17 de Blainberry Avenue, N.W.?

—Sí, señor.

—¿Cuál es su profesión?

—Soy director gerente de Ellis Vale Cement Co.

—¿Tiene la bondad de examinar esta cerbatana? ¿La había visto antes?

—No.

—Durante el vuelo en el Prometheus, ¿no vio usted este objeto en manos de alguna persona?

—No.

—¿Ocupaba el número 4, delante de la víctima?

—¿Y qué pasa si así fuera?

—Haga el favor de no adoptar ese tono conmigo. Ocupaba usted el número 4. Desde su asiento podía usted ver casi todo lo que sucedía en el compartimiento.

—No, señor. No podía ver nada, porque los respaldos son muy altos.

—Pero si alguien se levantara y se colocara en el pasillo en condiciones de poder disparar una cerbatana contra la interfecta, ¿lo habría visto usted?

—Ciertamente.

—¿Y no vio usted tal cosa?

—No.

—¿Vio usted levantarse a alguno de los pasajeros que ocupaban asientos delante de usted?

—Sí, un pasajero que se sentaba dos filas ante mí, que fue a los servicios.

—¿Alejándose de usted y de la difunta?

—Sí.

—¿No se acercó para nada a la cola del avión?

—No, volvió a su asiento directamente.

—¿Llevaba algo en la mano?

—Nada.

—¿Está seguro?

—Completamente.

—¿No abandonó su asiento nadie más?

—El individuo que estaba delante de mí. Pasó por mi lado y se dirigió a la cola.

—¡Protesto! —terció el señor Clancy, levantándose del asiento que ocupaba—. ¡Eso fue antes, mucho antes, a la una!

—Haga el favor de sentarse —ordenó el juez—. Luego podrá hablar. Siga usted, señor Ryder. ¿Notó usted si ese caballero llevaba algo en la mano?

—Creo que llevaba una estilográfica. Y cuando volvió, sujetaba un libro de color naranja.

—¿Y esa fue la única persona que cruzó el avión hacia la cola? ¿Usted no se levantó?

—Sí. Fui al servicio, pero no llevaba ninguna cerbatana en las manos.

—Adopta usted un tono poco apropiado. Siéntese.

El señor Norman Gale, dentista, prestó declaración en sentido negativo. Luego se acercó al estrado el indignado señor Clancy.

El señor Clancy era para los periodistas un personaje de menor interés, inferior en varios grados a una aristócrata.

«Autor de novelas policíacas presta declaración. Célebre escritor confiesa la compra del arma mortal. Causa sensación en el jurado.»

Pero lo de la sensación quizá era un poco prematuro.

—Sí, señor —declaró el señor Clancy con voz estridente—, compré una cerbatana y, es más, la he traído hoy aquí. Protesto con toda mi alma contra la suposición de que la cerbatana con que se cometió el crimen fuera la mía. Aquí está la que yo compré.

Mostró la cerbatana con aire de triunfo.

Los periodistas anotaron: «Una segunda cerbatana en el tribunal».

El juez se portó severamente con el señor Clancy. Le dijo que estaba allí para ayudar a la justicia y no para rebatir cargos imaginarios contra él. Luego le preguntó sobre lo ocurrido en el Prometheus durante el vuelo, pero con escasos resultados. El señor Clancy, según explicó él, con toda clase de pormenores innecesarios, había estado demasiado enfrascado en un excéntrico horario de trenes extranjeros y las dificultades que le presentaban los horarios en formato de veinticuatro horas, para fijarse en nada de lo que sucedía a su alrededor. Aunque hubiesen atacado con dardos envenenados a todo el pasaje, maldito si se hubiera dado cuenta de lo que sucedía.

La señorita Jane Grey, oficiala de peluquería, no alteró el ritmo de las plumas de los periodistas.

Siguieron los franceses.

Monsieur Armand Dupont declaró que viajaba a Londres para dar una conferencia en la Royal Asiatic Society. Él y su hijo estaban absortos en una discusión técnica y se habían fijado muy poco en lo que sucedía a su alrededor. No había advertido la presencia de la víctima hasta que atrajo su atención el revuelo general que produjo el descubrimiento de su muerte.

—¿Conocía usted a madame Morisot o madame Giselle?

—No, monsieur, nunca la había visto.

—Pero es un personaje muy conocido en París, ¿verdad?

—No lo sé. En cualquier caso, no he estado apenas en París últimamente.

—¿Debo deducir que ha regresado usted de Asia recientemente?

—Exactamente, monsieur; de Irán.

—Han viajado mucho por esos mundos de Dios, usted y su hijo, ¿verdad?


Pardon?

—¿Han estado en países exóticos?

—Así es, señor.

—¿Ha estado usted en alguna parte del mundo donde los nativos usen dardos envenenados con veneno de serpiente?

Hizo falta que se lo tradujeran y, cuando entendió la pregunta, monsieur Dupont meneó la cabeza enérgicamente.

—Nunca, nunca me he encontrado con nada parecido.

Luego le tocó el turno a su hijo, cuya declaración se ajustó en todo a la de monsieur Armand. No había notado nada. Creyó posible que la muerte de la señora se debiera a la picadura de una avispa, porque él mismo se vio molestado por una, a la que logró matar, por cierto.

Los Dupont eran los últimos testigos.

El juez se aclaró la garganta y se dirigió al jurado.

Dijo que era el caso más sorprendente e increíble que se le había presentado desde que presidía aquel tribunal. Una mujer había muerto (y podía descartarse la idea de suicidio o de accidente) en el aire, en un espacio muy reducido. Era inimaginable que el autor del crimen fuera alguien ajeno al avión. El asesino tenía que ser necesariamente uno de los testigos que acababan de escuchar. No debían perder de vista aquel hecho, por terrible y espantoso que fuese. Una de las personas allí presentes había mentido descaradamente.

Las circunstancias del crimen eran de una audacia incomparable. A la vista de los diez testigos, o doce contando a los camareros, el asesino se había llevado la cerbatana a los labios y lanzado el dardo sin que nadie hubiera observado el hecho. Parecía francamente increíble, pero existía la prueba de la cerbatana, del dardo hallado en el suelo, de la señal dejada en el cuello de la difunta y del dictamen del médico, que demostraba que aquello, increíble o no, había sucedido.

A falta de pruebas para acusar a una persona determinada, solo podía aconsejar al jurado que emitiese un veredicto de «asesinato cometido por una o varias personas desconocidas». Todos los presentes habían negado conocer a la víctima. A la policía le tocaba descubrir las ocultas relaciones entre los testigos y la víctima. Desconociéndose el motivo del crimen, solo podía aconsejar el veredicto indicado.

Uno de los miembros del jurado, de rostro anguloso y ojos suspicaces, se adelantó, respirando fatigosamente.

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