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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en un país extraño (34 page)

—¿Le parece que estará muy disgustado porque no hayamos recuperado los cuadros?

—Oh —hizo Patta, que era evidente que ya había pensado en ello—, naturalmente. Todo coleccionista ama profundamente sus cuadros. Hay personas para las que el arte es algo vivo. No sé si usted me comprende, Brunetti, pero le aseguro que es así.

—Imagino que eso es lo que Paola debe de sentir por ese Canaletto.

—¿Ese qué?

—Canaletto. Era un pintor veneciano. Un tío de Paola nos regaló un cuadro suyo cuando nos casamos. No es muy grande, pero ella le tiene mucho cariño. Por más que le digo que deberíamos colgarlo en la sala, ella se empeña en tenerlo en la cocina. —Como venganza no era gran cosa, pero era mejor que nada.

Patta dijo, con un hilo de voz:

—¿Su esposa tiene un cuadro de Canaletto colgado en la cocina?

—Sí. Me alegro de que también a usted le parezca un lugar poco apropiado. Se lo diré. —Patta estaba tan horrorizado que Brunetti decidió no decirle que también había tratado de convencer a su mujer de que en la cocina estaría mucho mejor el dibujo de las manzanas de aquel francés, por temor a la impresión que pudiera causar en Patta el nombre de Cézanne.

—Ahora bajaré a ver qué ha hecho Vianello. Le encargué varias cosas.

—Muy bien, Brunetti. Yo sólo quería felicitarle por un trabajo bien hecho. El
signor
Viscardi estaba muy satisfecho.

—Muchas gracias —dijo Brunetti dirigiéndose hacia la puerta.

—Es amigo del alcalde, ¿lo sabía?

—No, señor; no lo sabía. —Pero hubiera debido saberlo.

Encontró a Vianello sentado a su escritorio. Cuando llegó Brunetti, el sargento le sonrió.

—Dicen que hoy es usted un héroe.

—¿Qué más había escrito en el papel que firmé anoche? —preguntó Brunetti sin preámbulos.

—Que usted pensaba que Ruffolo estaba complicado en la muerte del norteamericano.

—Eso es absurdo. Usted conocía a Ruffolo. Hubiera echado a correr con sólo que alguien le hubiera gritado.

—Había estado dos años en la cárcel. Quizá había cambiado.

—¿De verdad lo cree así?

—Es posible.

—No le pregunto eso, Vianello. Le pregunto si cree realmente que lo hizo él.

—Si no lo hizo, ¿cómo fue a parar a su billetero la tarjeta de identidad del norteamericano?

—¿Entonces lo cree?

—Sí. Por lo menos, lo considero posible. ¿Usted no?

A causa de la advertencia del conde —ahora Brunetti sólo podía interpretar sus palabras como lo que eran, una advertencia— acerca de la relación que existía entre Gamberetto y Viscardi, ahora veía también que la amenaza de Viscardi nada tenía que ver con la investigación que hacía Brunetti del robo perpetrado en el
palazzo
. Eran las pesquisas relacionadas con el asesinato de los dos norteamericanos lo que le había valido la amenaza de Viscardi, asesinatos con los que el pobre Ruffolo nada tenía que ver, asesinatos, ahora lo sabía, que quedarían impunes.

Su pensamiento fue de los dos norteamericanos a Ruffolo, que creía que por fin había dado un buen golpe, que se jactaba ante su madre de tener amigos importantes. Había robado en el
palazzo
, había hecho lo que el importante personaje le ordenaba, y le había atizado un poco, a pesar de que esto no era propio de Ruffolo. ¿Cuándo se había enterado Ruffolo de que el
signor
Viscardi estaba involucrado en algo mucho más grave que el robo de sus propios cuadros? Se había referido a tres cosas que interesarían a Brunetti —debían de ser los tres cuadros— y, no obstante, en su billetero sólo había una. ¿Quién la había puesto allí? ¿Se había apoderado Ruffolo de la tarjeta de identidad para utilizarla como moneda de cambio en su trato con Brunetti? O, peor, ¿había tratado de amenazar a Viscardi dando a entender que sabía lo que aquello significaba? ¿O, simplemente, había sido un infeliz ignorante, uno de tantos insignificantes peones del juego, lo mismo que Foster y Peters, que se utilizaban durante un tiempo y, cuando se enteraban de algo que comprometía a los jugadores importantes, eran destruidos? ¿Había puesto la tarjeta en su billetero la misma persona que lo había matado golpeándolo contra la roca?

Vianello seguía mirándole de un modo extraño, pero Brunetti no tenía una respuesta que darle, una respuesta plausible. Como era casi un héroe, subió a su despacho, cerró la puerta y estuvo mirando por la ventana durante cerca de una hora. Por fin, en el andamiaje de San Lorenzo habían aparecido varios hombres, pero a saber lo que estarían haciendo. Ninguno subía hasta el tejado, y las tejas seguían intactas. Tampoco parecían llevar herramientas. Recorrían los distintos pisos de andamios, subían y bajaban de uno a otro por las diversas escaleras, se reunían y conversaban, se separaban y volvían a trepar por las escaleras. Era como observar un ajetreo de hormigas: todo aquel movimiento parecía tener un objetivo, por lo menos, por la energía que se invertía en él, pero era un objetivo que ningún ser humano era capaz de comprender.

Sonó el teléfono, y Brunetti se volvió de espaldas a la ventana para contestar.

—Brunetti.

—Comisario Brunetti. Aquí el maggior
Ambrogiani
de la base norteamericana de Vicenza. Hace algún tiempo tuvimos ocasión de hablar a raíz de la muerte de aquel soldado ocurrida en Venecia.

—Ah, sí,
maggiore
—dijo Brunetti, después de marcar una pausa lo bastante prolongada como para dar a entender a quien estuviera escuchando la conversación que había tenido que hacer un esfuerzo para recordar al
maggiore
—. ¿En qué puedo servirle?

—Ya me ha servido,
signor
Brunetti, por lo menos, a mis colegas norteamericanos, al descubrir al asesino de aquel joven. Le llamo para expresarle mi agradecimiento personal y transmitirle el de las autoridades norteamericanas de la base.

—Ah, muy amable,
maggiore
. Le quedo muy reconocido. Por supuesto, todo cuanto podamos hacer por Estados Unidos, y muy especialmente por las agencias de su Gobierno, lo hacemos muy gustosos.

—Tiene razón,
signor
Brunetti. Así se lo comunicaré.

—Se lo agradezco,
maggiore
. ¿Puedo hacer algo más por usted?

—Sólo desearme suerte —dijo Ambrogiani con una risa forzada.

—Con gusto,
maggiore
, ¿y por qué, si me permite la pregunta?

—Por mi nuevo destino.

—¿Y cuál es?

—Sicilia —le comunicó Ambrogiani con voz neutra.

—Ah, qué suerte,
maggiore
. Dicen que el clima es excelente. ¿Cuándo se va?

—Este fin de semana.

—¿Tan pronto? ¿Y cuándo se reunirá su familia con usted?

—Eso, desgraciadamente, no será factible. Me han confiado el mando de una pequeña unidad de la montaña, a donde no nos es posible llevar a nuestras familias.

—Lo lamento de verdad,
maggiore
.

—Son gajes del servicio, imagino.

—Sin duda. ¿Podemos hacer por usted algo más desde aquí?

—No, comisario. De nuevo muchas gracias en mi nombre y en el de mis colegas norteamericanos.

—A sus órdenes,
maggiore
. Y buena suerte —dijo Brunetti, las únicas palabras sinceras que había pronunciado en toda la conversación. Colgó el teléfono y volvió a mirar el andamiaje. Ya no había hombres. Se preguntó si también los habrían enviado a Sicilia. ¿Cuánto tiempo puede sobrevivir en Sicilia un
carabinier
e
? ¿Un mes? ¿Dos? Había olvidado cuánto tiempo le había dicho Ambrogiani que le faltaba para retirarse. Brunetti deseaba sinceramente que durase hasta entonces.

Volvió a pensar en los tres jóvenes, víctimas de muerte violenta, peones descartados por una mano brutal. Hasta ahora, parecía que la mano sólo podía ser de Viscardi; pero el traslado de Ambrogiani denotaba que intervenían jugadores más poderosos, jugadores que podían barrer a Ambrogiani y a él mismo del tablero. Recordó la inscripción de una de aquellas bolsas de plástico, «PROPERTY OF U.S. GOVERNMENT», y tuvo un escalofrío.

No necesitó mirar la dirección en el archivo. Salió de la
questura
y caminó hacia Rialto, sin ver nada, insensible al entorno. Al llegar a Rialto, bruscamente abrumado por la idea de seguir andando, se quedó esperando el
vaporetto
1 y desembarcó en la segunda parada, San Stae. Aunque nunca había estado allí, sus pies lo llevaron hasta la puerta; Vianello le había dicho —parecía que hacía meses— dónde estaba. Tocó el timbre, dio su nombre y la puerta se abrió con un chasquido.

Era un patio pequeño y desnudo de plantas con una escalera de un gris mortecino. Al llegar al rellano, Brunetti levantó la mano, pero Viscardi abrió la puerta sin darle tiempo a llamar.

El hematoma de debajo del ojo estaba más pálido y las rozaduras, casi habían desaparecido. Pero la sonrisa permanecía inalterable.

—¡Qué grata sorpresa verle por aquí,
commissario
! Pase, pase.

Extendió la mano y, como Brunetti hizo como si no la viera, la bajó con naturalidad y con ella empujó la puerta.

Brunetti entró en el recibidor y se paró mientras Viscardi cerraba la puerta a su espalda. Sentía un fuerte deseo de pegar a este hombre, de hacerle daño físico. Siguió a Viscardi hasta un salón grande y alegre que daba a lo que debía de ser un jardín interior.

—¿En qué puedo servirle,
commissario
? —preguntó Viscardi, manteniendo la cortesía, aunque sin llevarla al extremo de ofrecer a Brunetti un asiento o una copa.

—¿Dónde estaba usted anoche,
signor
Viscardi?

Viscardi sonrió con una mirada afable. La pregunta no le sorprendía.

—Estaba donde suelen estar los hombres decentes por la noche,
dottore
: en casa, con mi esposa y mis hijos.

—¿Aquí?

—No; en Milán. Y, si me permite adelantarme a su siguiente pregunta, conmigo estaban otras personas: dos invitados y tres criados.

—¿Desde cuándo está en Venecia?

—He llegado esta mañana, en el primer avión. —Sonrió y sacó del bolsillo una cartulina azul—. Ah, qué suerte, aún tengo la tarjeta de embarque. —La tendió a Brunetti—. ¿Quiere examinarla, comisario?

—Hemos encontrado al muchacho de la foto —dijo Brunetti, haciendo caso omiso del ofrecimiento.

—¿El muchacho? —preguntó Viscardi, que hizo una pausa y después se permitió un gesto de comprensión—. Ah, sí, el joven delincuente de la foto que me enseñó su sargento. ¿Le ha dicho el
vicequestor
Patta que ahora me parece que podría reconocerlo? —Brunetti no contestó, y Viscardi prosiguió—: ¿Así que lo han arrestado? Si eso significa que voy a recuperar mis cuadros, mi esposa tendrá una gran alegría.

—Está muerto.

—¿Muerto? —preguntó Viscardi alzando una ceja con gesto de sorpresa—. Qué lástima. ¿De muerte natural? —preguntó, e hizo una pausa, como si sopesara la pregunta siguiente—: ¿Quizá por sobredosis? Dicen que son frecuentes esa clase de accidentes, especialmente entre los jóvenes.

—No ha muerto por sobredosis. Ha sido asesinado.

—Lo lamento de veras. Últimamente, parece haber una epidemia, ¿verdad? —Se sonrió de la bromita y preguntó—: ¿Y al fin ha resultado responsable del robo que hubo en esta casa?

—Existen pruebas que lo relacionan con él.

Viscardi entornó los ojos, sin duda con intención de manifestar que empezaba a comprender las implicaciones.

—¿Entonces era él el hombre al que vi aquella noche?

—Sí; lo vio.

—¿Significa eso que pronto recuperaré los cuadros?

—No.

—Ah, lástima. Mi esposa tendrá un disgusto.

—Hemos encontrado pruebas que lo relacionan con otro delito.

—¿Sí? ¿Qué delito?

—El asesinato del soldado norteamericano.

—Usted y el
vicequestor
Patta deben de estar muy satisfechos por haber podido resolver también ese otro crimen.

—El
vicequestore
lo está.

—¿Usted, no? ¿Por qué no, comisario?

—Porque no lo mató él.

—Parece estar muy seguro.

—Lo estoy.

Viscardi trató de esbozar otra sonrisa, muy sutil.

—Me alegraría mucho de que estuviera usted tan seguro de poder encontrar mis cuadros.

—Puede usted contar con que los encontraré,
signor
Viscardi.

—Eso es muy halagüeño, comisario. —Levantó el puño, miró brevemente el reloj y dijo—: Lo siento, pero tendrá que disculparme. Espero a unos amigos a almorzar. Luego tengo una cita de negocios y he de ir a la estación.

—¿La cita no es en Venecia? —preguntó Brunetti.

Una sonrisa de cinismo afloró a los ojos de Viscardi, que trató de reprimirla y no pudo.

—No, comisario. La cita no es en Venecia. Es en Vicenza.

Con la cólera en el cuerpo, Brunetti llegó a su casa y se sentó a almorzar con su familia. Trataba de responder a las preguntas que le hacían, prestar atención a lo que decían, pero mientras Chiara contaba algo que había ocurrido aquella mañana en clase, él no veía más que la sonrisa de triunfo de Viscardi. Cuando Raffi sonrió por algo que decía su madre, Brunetti recordó la sonrisa boba y contrita con que, dos años antes, Ruffolo había quitado a su madre las tijeras de la mano y le suplicaba que comprendiera que el comisario sólo estaba cumpliendo con su deber.

Esta tarde entregarían a la madre el cadáver de Ruffolo, una vez hecha la autopsia y determinada la causa de la muerte. Brunetti no tenía la menor duda de cuál sería el dictamen: la herida de la cabeza coincidiría exactamente con la configuración de la roca que estaba al lado del cadáver en la pequeña playa. ¿Quién podría determinar si Ruffolo recibió el golpe al caer accidentalmente sobre la roca o le fue infligido de manera intencionada? ¿Y a quién importaría eso, si la muerte de Ruffolo lo resolvía todo tan convenientemente? Quizá en la sangre de Ruffolo, lo mismo que en la de la doctora Peters, encontraran alcohol, y ello confirmaría la hipótesis de la caída. El caso de Brunetti estaba resuelto. En realidad, estaban resueltos los dos casos, porque el asesino del norteamericano había resultado ser el ladrón de los cuadros de Viscardi. Brunetti se levantó de la mesa, sin reparar en los tres pares de ojos que seguían su salida de la habitación. Sin dar explicaciones, salió de casa y se encaminó al Hospital Civil, donde sabía que estaba el cadáver de Ruffolo.

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