Muertos de papel (18 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—¿Por qué no le pasó a la policía la información de Valdés? —preguntó Garzón.

—¡Nobleza obliga!, no es mi estilo, ¿comprenden? Puede que alguien piense que soy igual que todos esos que salen en las revistas, pero no es así. Yo tengo un apellido que llevar con dignidad y no quería verme implicado en asuntos sucios.

—¿Le pagó o prometió pagarle Valdés por su información?

Esperaba que aquella pregunta del subinspector le ofendiera, pero ni se inmutó.

—No, ¿ha perdido la razón? Valdés nunca hubiera pagado a alguien que saliera en su programa como protagonista. Hubiera sido su fin, mezclar personajes con informadores. Además, ya les digo que yo tengo una dignidad. No es lo que se estila por aquí, pero... al final quizá me decida a abandonar España, este país no me merece.

—Puede que lleve razón, señor Ruiz, pero al margen de consideraciones personales hay algo que no entiendo bien. ¿Por qué un político podía interesarle a Ernesto Valdés? Los personajes de los que se ocupaba no formaban parte de ese mundo. Supongo que ni siquiera los medios periodísticos en los que trabajaba hubieran admitido una información de ese tipo.

—Ya lo sé, pero él siempre andaba pidiendo datos sobre gente influyente: políticos, financieros... supongo que sólo quería tener más poder.

—¿Recuerda algo en concreto?

—No, nada exacto, preguntaba hasta por el rey, pero si supo algo nunca lo utilizó. Ni siquiera utilizó lo que yo le dije sobre Rosario y el ministro. Se limitó en todo momento a publicar cotilleos sobre los de siempre, tampoco tenía categoría para más.

—¿Recuerda cuánto tiempo hace que le habló usted de esa chica y el ministro?

—Pues... ¿cinco o seis meses?, sí, algo así. Después, sólo hace tres meses, Valdés me gastó la mala pasada que ustedes ya conocen y me quedé sin el contrato que tanto había esperado. ¡Y todo con mentiras, por supuesto!

—Señor Ruiz, me temo que va a tener usted que declarar ante el juez y contarle todas esas cosas que nos ha dicho. No descarto que pueda acusarle de haber ocultado datos frente a la ley.

—¿Por no haber contado lo de Valdés?

—Exacto, en el momento en que asesinaron a Rosario Campos.

—Pero eso es ridículo, inspectora, yo no sabía que tuviera relación. Además no me he enterado hasta días después.

—Es posible, el juez le dirá. Yo por mi parte quiero que hable usted con un colega mío, el inspector Moliner. Es quien lleva el caso del asesinato de Rosario Campos.

—Tendré muchísimo gusto en charlar con él.

—De momento será mejor que no se ausente de Madrid.

—Tampoco tenía proyectos de hacerlo, hasta que no llegue la temporada de esquí...

Una vez en la calle el primer denuesto de Garzón no se hizo esperar.

—¡Valiente capullo! Mi apellido, mi casa solariega, mi dignidad..., ¡hay que joderse con su dignidad! Si yo fuera un ratero me negaría a estar en la misma celda que él.

Le dejé descargar su ira, eran malas vibraciones que esta vez no venían directamente destinadas a mi persona.

—¿Cree que miente? —pregunté.

—¡Por supuesto, todo el rato, sin parar un instante! Su casa solariega... ¡si lo único que tiene es esa birria de cuadros de santos destripando lagartos con cara!

—Me refiero a lo esencial. ¿Cree que miente con respecto a Valdés?

—Pues... no lo he pensado aún. ¿Y usted? ¿Cree usted que miente?

—Bueno, yo creo que miente en lo accesorio y dice la verdad sobre los hechos principales.

—No sé si la entiendo bien.

—Es verdad que le pasó el dato del ministro a Valdés, pero no es cierto que lo hiciera de modo desinteresado.

—¿Piensa que cobró?

—Ni siquiera, quizá lo hizo en plan compadreo para congraciarse con él y que lo tratara adecuadamente en sus programas. Él vive de eso.

—Pues no lo consiguió.

—Roma no paga a traidores, ya sabe. Tampoco miente cuando afirma que estaba dispuesto a hablar con la policía. Claro que no precisa que sólo pensaba hacerlo si la policía daba con él. De otro modo jamás se hubiera metido por propio gusto en el lío. Ahora está aterrorizado de que alguien pudiera implicarlo y se muere de ganas de hablar con quien sea. Supongo que ésa es la triste verdad de nuestro amigo el noble.

—A mí también me parece que ese gilipollas nunca se ha cargado a nadie, y menos contratando a un sicario.

—Abundo en esa opinión. De todas maneras será mejor que Moliner lo interrogue. Él tiene todas las informaciones sobre Rosario Campos. Al menos servirá para dilucidar de qué la conocía, o pueda aportar más datos sobre ella y sus actividades. Como ve, la hipótesis del inspector Moliner parece tomar fuerza. Creo que compartimos caso.

—¿Ha hablado con él?

—Voy a llamarle para quedar, debe estar ocupado aún.

Lo hice, y nos dimos cita para cenar aquella misma noche en una cafetería que había junto al hotel.

—¿Puedo asistir yo también a esa cena? —preguntó extemporáneamente Garzón.

—¡Pues claro, vaya pregunta, es para trabajar!

—Me gusta asegurarme de que no soy una molestia.

Paré de caminar y me encaré a Garzón completamente seria:

—Subinspector, ¿se da cuenta de que su actitud de niño mimado puede entorpecer la investigación?

—¿Yo, niño mimado yo? ¡En toda mi vida me habían llamado nada semejante! ¡A mí, que empecé a trabajar a los catorce!

—Me refiero a que parece estar permanentemente enfadado y ofendido.

—Es que a veces, inspectora, usted no se da cuenta, pero me dice cada cosa...

—No sé qué pude decir que tanto le molestó.

—¡Me dijo que me metía en su vida!

—Mire, subinspector, hagamos una cosa. Vamos a firmar un pacto entre usted y yo. Ninguno de los dos hará ninguna alusión personal con respecto al otro, ¿de acuerdo? Todo lo demás se desarrollará con plena naturalidad. Nos hemos llevado siempre bien, ¿o no?

—Sí, pero últimamente...

Remoloneó aún un poco más, por fin se avino.

—Está bien, ¿dónde hay que firmar?

—Firmemos con una cerveza simbólica.

—De acuerdo.

—Pero jure que dejará de poner caras cabreadas.

—Lo intentaré.

Supuse que, aparte de mis broncas, también le desagradaba que otro inspector entrara en nuestro caso. Muchos de los defectos policiales típicos anidaban en él.

Bebimos cerveza en una tasquita gallega.

—Ese mamarracho ha dicho cosas muy interesantes, ¿no le parece? Es significativo que Valdés recabara información sobre gente realmente importante.

—No sé, inspectora, yo me encontraba en tal estado de excitación contra él, que le hubiera saltado al cuello. No me fijé muy bien en lo que dijo.

—¡Vaya, Fermín, es que usted es un hombre muy lleno de pasión!

—Ese comentario es demasiado personal.

—Lleva razón, lo retiro.

Quizá iba a ser peor el remedio que la enfermedad y tuviera que pasarme todo el día batallando con Garzón para lograr un acuerdo en la clasificación de frases personales y no personales. En aquel momento, la cosa quedó así, entre otros motivos porque mi teléfono sonó. Era el inspector Sangüesa.

—¿Petra? Tengo un par de cositas para ti.

—¿Sólo un par?

—¿Tienes ni repuñetera idea de lo que cuesta conseguir este tipo de información?

—Está bien, está bien. Cuéntamela de una vez.

—Se trata de Pepita Lizarrán y de esa bailaora. Nada ninguna de las dos. La primera, su nómina de periodista y nada más. La segunda ni un duro, un sueldecillo pequeño.

—¿Y de Suiza, qué?

—De Suiza quizá tengan algún reloj, aunque lo dudo.

—Está bien, descartadas. ¿Y los demás?

—Petra, por tus muertos, que me meta prisas alguien que no fuera policía, pero tú...

—Lo siento, Sangüesa, pero no puedes imaginarte lo importantes que son esos informes. Es incluso posible que te pida alguno más. ¿Puedes darte toda la prisa del mundo?

—¡Hombre, si me lo pides así...! Al final, siempre se nota que eres una dulce mujer.

—¿En serio?

—Un tío me hubiera dicho: «Daos prisa, cabrones, que no la hincáis.»

Preferí no entrar en especificaciones y respondí:

—Yo ya sé que tenéis mucho trabajo, pero te rogaría que le dieras prioridad a mi lista.

—Está bien, Petra, lo intentaré.

—Sangüesa.

—¿Sí?

—Y mientras lo intentas, a ver si la hincas de una puta vez.

Oí sus carcajadas antes de colgar. Cuando se quería lograr un trato especial de algún compañero había que mezclar la delicadeza con la camaradería. Solía dar resultados.

Garzón había pedido unas morcillitas al camarero aprovechando mi distracción. Y podría volver a hacerlo ya que el móvil sonó de nuevo. Esta vez sólo tuve que asentir y despedirme.

—Era de balística —le comenté a mi compañero—. Las balas que mataron al confidente y a su esposa salieron de la misma arma que mató a Valdés.

Garzón rumió su bocado mientras pensaba.

—¿Y eso qué le parece?

—Aún no lo sé, pero le aseguro que esta noche vamos a tener una cena entretenida.

6

No conocía demasiado a Moliner, pero pude advertir con facilidad en su rostro los rasgos de un hombre cansado. Los ojos, hundidos. Las facciones, levemente desencajadas. Nos esperaba ya sentado en una mesa, con un vaso de cerveza a medio consumir. Sonrió como sonreímos los policías cuando estamos exhaustos, exhibiendo un cierto orgullo por nuestro maravilloso sentido del deber. Casi no lo saludé y, sin contener mi ansiedad, le pregunté:

—¿Qué tal?

Él supo enseguida que no estaba refiriéndome a su estado de salud.

—Terrible —contestó, y añadió apurando su momento de protagonismo—: Muchísima tensión.

Pedimos la cena. Estaba tan deseosa de saber, que ni siquiera me fijé en lo que escogía. Garzón sí lo hizo, y a conciencia, por lo que sentí un ramalazo de odio puro hacia su persona. Al fin, estallé:

—Moliner, por Dios, si no me cuentas ya qué ha ocurrido con el ministro, soy capaz de zarandearte aquí mismo.

Hizo una mueca de paciencia, indicativa de que era mucho más policía que yo, y después con una voz algo teatral, comenzó:

—El tal ministro estaba muy nervioso, muchísimo. He pasado casi cuatro horas hablando con él. Le aconsejé que avisara a su abogado pero declinó. Ha negado toda vinculación con Rosario Campos. Un fatídico error desde mi punto de vista, pero ya veis. Se ha contradicho varias veces, ha rectificado, se ha liado... en fin, no creo que exista ninguna duda de que tiene algo que ver en el asunto. Ha sido una auténtica guerra de nervios y creo que la ha perdido. En algunos momentos pensé que se desfondaba e iba a confesar, pero aguantó malamente.

—¿Qué has hecho por fin?

—Mañana lo citará el juez, con un poco de suerte esta noche tendrá tiempo de reflexionar y hablar con su abogado. Espero que se dé cuenta cabal de que hay un testimonio expreso afirmando que Rosario era su amante. Sólo que admita eso, el camino está expedito. También llamarán a declarar al colaborador que lo denunció. Yo no creo que le queden muchas más salidas, tendrá que confesar.

—¿Piensas que cometió el asesinato?

—No tenemos la seguridad, pero tras los interrogatorios podremos ser más directos.

—No quisiera estar en su piel —comentó Garzón hincándole el diente a un pastel de verduras.

—Ni yo, esta noche tendrá que hablar con su mujer. Supongo que será toda una tragedia personal, aunque con las mujeres nunca se sabe; quizá ella sabía ya que tenía una amante y prefería callar.

Pasé por alto el críptico comentario.

—¿Conocía a Valdés?

—¿Crees que lo hubiera admitido? No, su única solución es negar.

—Nosotros tenemos una sorpresa para ti.

—¿Ah, sí? —dijo como un Humphrey Bogart a quien ya nada pudiera sorprender.

—Uno de los sospechosos que teníamos nos ha dicho que él mismo le contó a Valdés que Rosario Campos era amante del ministro.

—¿Cómo lo supo él?

—La misma chica se lo contó. Se conocían. El tipo se llama Jacinto Ruiz Northwell y es un...

—Sé quién es. Mi ex mujer solía comprar revistas de cotilleo.

—¿Te parece plausible que se conocieran?

—Sí, por qué no. Rosario Campos era azafata de congresos, hija de un comerciante de Barcelona con pasta. Se movía por ahí. Así conocería al ministro, digo yo. ¿Cómo entrasteis en contacto con Ruiz Northwell?

—Era uno de los tipos a quienes Valdés había jodido más en los últimos meses con su programa, pero que conociera a Rosario Campos ha sido una puta casualidad.

—Nada en este mundo en que estamos moviéndonos es una puta casualidad, Petra, todos se conocen, se ven en las fiestas, son siempre los mismos y no demasiados.

—Pues a mí me parecen legión.

—Más legión somos los que nos lo curramos día a día.

—En eso lleva mucha razón, inspector —dijo Garzón tocado en su sentimiento de clase.

—Bien, en cualquier caso ya es evidente que nuestros dos casos están relacionados. Sólo falta descubrir en qué consiste el vínculo exacto. ¿Intentó Valdés chantajear al ministro con la complicidad de Rosario y éste se los cargó a los dos, incluso más tarde también al confidente?

—Habrá que informar al comisario Coronas. ¿Lo haces tú o lo hago yo?

—Prefiero que lo hagas tú, Moliner. Me pregunto qué nos ordenará. Es capaz de quitarnos del caso a Garzón y a mí.

—¿Por qué tendría que hacerlo?

—Tú eres el inspector con más prestigio en comisaría. Además, una mujer en un caso de tanta trascendencia...

Me miró atónito.

—Estás de cachondeo, ¿verdad?

—Hablo muy en serio.

—No sé si sabrás lo que se comenta, pero es vox populi en comisaría que Coronas tiene especial predilección por ti. Está claro que, últimamente, te ha dado casos importantes. Además, sólo hay que oír sus comentarios: Petra Delicado tiene diplomacia, sagacidad, da gusto cómo trata a los sospechosos, se puede confiar en ella... Suele ponerte como ejemplo.

—Será para despistar.

—Petra, me parece que estás equivocada.

—Puede que sí, pero en cuanto se supo que Rosario Campos estaba relacionada con gente de influencia te pasaron el caso a ti.

—Porque tengo cierta experiencia en el tema, no creo que el sexo tuviera nada que ver.

Garzón, que asistía al pequeño duelo enfrascado en su postre, levantó la mirada del plato para decir:

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