Muertos de papel (2 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—¿Así que un hijoputa, eso os ha dicho Coronas? —rió el inspector Moliner al comienzo de la reunión—. Pues no anda muy desencaminado, la verdad. ¿Vosotros qué opináis?

—¿Qué quieres decir? —pregunté sin entender ni una sola palabra.

—Pero si al muerto lo conocéis, ¡seguro que lo conocéis! Se trata de Ernesto Valdés.

—¡No! —dijo Garzón como si la sorpresa le atenazara el alma.

—¡Sí! —soltó Rodríguez encantado de haber ofrecido la primicia.

—¿Y cómo es que aún no se han hecho eco los medios de comunicación?

—¡Hombre, Fermín, sabes que contamos con recursos para demorar un poco la cosa! Pero la bomba no tardará en estallar. Lo cual lamento por vosotros puesto que...

Atajé con maleducada vehemencia.

—Un momento, un momento, ¿se supone que los tres conocéis al tal Ernesto Valdés?

Todos los ojos se fijaron en mí preguntándose quién había colado a una extraterrestre en aquella asamblea. Moliner tomó la iniciativa.

—Bueno, Petra, ya sabes, Ernesto Valdés, el periodista
number one
de la prensa del corazón.

—Pues no, no sé —objeté con la tranquilidad de espíritu que proporciona no estar ignorando a un filósofo trascendental.

Rodríguez se puso zumbón:

—¿Usted ve la tele alguna vez, o lee los periódicos... quizá ojea alguna revista en el salón de su peluquero?

—Ella sólo lee libros sesudos y escucha a Chopin —colaboró en la rechifla Garzón.

Moliner interrumpió el cachondeo incipiente de nuestros subalternos seguramente en honor a mi puesto y condición.

—Nos extraña que no lo conozcas porque sobre Ernesto Valdés se puede tener noticia no sólo a través de la prensa rosa. Es uno de esos periodistas agresivos y salvajes cuyos programas o artículos a menudo vienen comentados en todos los medios. Siempre trata temas escandalosos: bodas secretas, divorcios, líos de famosos, ya sabes por dónde voy.

—¿Es ese tipo que prácticamente insulta a la gente que entrevista?

—Ése es. Trabaja en televisión y en un par de revistas.

—¿Con qué le dispararon? —preguntó el subinspector.

—Con una semiautomática de nueve milímetros. Un tiro muy preciso en la sien que hace pensar en un profesional.

—¿Un sicario se hubiera entretenido en degollarlo?

—A veces se hacen encargos complicados.

—¿Le disparó primero?

—Eso parece indicar la autopsia.

—Entonces corrió un riesgo quedándose allí un rato más para rematarlo con arma blanca.

—Si alguien le pagó para que llevara a cabo una venganza...

—¿Ésa es vuestra hipótesis?

—Si he de serte sincero, no tenemos hipótesis aún, aunque el club de damnificados de ese tipo es amplísimo. Una venganza no sería impensable.

—Me lo puedo imaginar.

—Quizá te quedes corta. Ha sacado reportajes sin permiso. Ha publicado fotos comprometedoras. Se ha metido en intimidades de toda clase. Era un hombre... ¿cómo decirlo?, un tanto amoral en el ejercicio de su profesión.

—Me gusta más la definición del comisario —dijo Rodríguez.

—Pero ningún crimen está jamás justificado —concluyó Moliner sonriendo con ironía.

—¿Cómo describió el testigo al hombre que vio huir?

—Alto, bien vestido, de complexión atlética y zancada firme. No pudo añadir nada con más concreción; por lo tanto hay que ser cautelosos y tomar el testimonio de modo muy relativo.

—¿En qué punto de la investigación estáis?

—En punto muerto. Hemos recopilado los datos de la autopsia, los de balística y la declaración del hipotético testigo. Es ahora cuando hay que empezar.

—¿Y el entorno de la víctima?

—Vivía solo. Estaba divorciado desde hace siete años. Tiene una hija de diecisiete que se quedó con su ex mujer. No se le conocen amistades íntimas ni casi amistades superficiales. Estaba completamente entregado al trabajo.

—¿Habéis interrogado a la ex mujer?

—Aún no.

—¿Tus sospechas se inclinan más hacia su mundo profesional?

—Me temo que sí, lo cual lo convierte en algo muy complicado. De manera que, ¡bienvenidos a la vida de la lentejuela y el glamour! ¿Tienes vestidos de noche, Petra?

—Siempre duermo con pijama.

—¿Y usted, Fermín, cuenta su vestuario con un esmoquin?

—No, hace tiempo que dejé de fumar.

Rió de buena gana. Daba la impresión de que estaban librándose de algo, pasándonos un muerto, con toda propiedad. Aunque no me atrevía a opinar sobre si el caso era una mala o una buena herencia. Me parecía pronto aún. Estábamos a tiempo de que sucedieran cosas: aparición de nuevos testigos, chivatazos de última hora... El tercer día tras un asesinato es todavía un cuaderno en blanco sobre el que se puede escribir. Tampoco les envidiaba su suerte a Moliner y Rodríguez. Su víctima había aparecido muerta una semana atrás; pero cuando se tuvieron indicios de que era la amiguita de alguien importante, le quitaron el caso a otros dos y se lo pasaron a Moliner. Un rebote más.

—¿Qué le parece? —me adivinó el pensamiento Garzón cuando estuvimos solos.

—Nada en particular. Me parece que hay que ponerse en marcha.

—¿Una visita de cortesía para empezar?

—Aunque sea sin invitación.

Las pocas veces que había visto a Valdés en televisión se me antojó un tipo de aspecto zafio. Tan imbuida me encontraba de su talante espiritual, que segregar lo físico objetivamente me resultaba poco menos que imposible. Lo recordaba de modo nebuloso: ojos de comadreja, nariz algo ganchuda, bigotillo poco poblado y una boca de vieja rural que no paraba de espumarajear maldades. Era sin duda vomitivo. Por eso la muerte no le sentaba del todo mal. Lo había dignificado. En su cajón del depósito, emergiendo de la funda plástica como una crisálida dentro de su capullo, tenía una apariencia incluso humana. Apreciamos con claridad el orificio de la bala en la sien izquierda y el tajo del degüello que los médicos habían recompuesto con destreza. Su rostro exangüe no expresaba nada.

—Al fin está callado —comentó Fermín.

—Para sécula seculórum.

—La pregunta es, ¿se lo han cargado para que callara?

—Hay otra pregunta para contraponerla a la suya: ¿o se lo han cargado por haber hablado demasiado?

—Cierto, la precisión del disparo nos llevaría a pensar en un trabajo de disuasión: si está muerto, no hablará. Pero la brutalidad del degüello señala una venganza.

—Dos caminos posibles, Fermín. Aunque tampoco me atrevo a descartar el ámbito privado.

—No debe hacerse jamás.

—¿Cree que este tipo se opondría a que inspeccionáramos su casa?

—Me han dicho que no queda gran cosa allí. Los pocos papeles que conservaba en un escritorio los llevó Rodríguez a comisaría, y el muy cabrito no usaba ordenador.

—Da igual. Quiero ver cómo vivía. ¿Lleva consigo el informe de Moliner y Rodríguez?

—Aquí lo tengo.

—Bien, pues vamos a contrastarlo con la realidad.

Puede que me encuentre más cercana a los tópicos de lo que estoy dispuesta a confesar, pero lo cierto es que esperaba encontrar otra cosa cuando entramos en el precintado apartamento de Valdés. No sé cómo expresarlo exactamente, pero mi imagen preconcebida fluctuaba entre un decorado de novela negra americana y la cutrez de un patio de vecinos. Grave error. La guarida de aquella alimaña informativa estaba decorada con primor de recién casada. Cortinas con estampado a juego con el diván, paredes color crema, alfombras discretas, lazos enormes en las fundas de las sillas, y borlones de seda colgando por todas partes. Si el aserto «una casa habla sobre la personalidad de su dueño» tiene el más ligero viso de verdad, allí había algo fuera de tono. O bien aquélla no era la casa de Ernesto Valdés, o el encartado poseía unas entretelas muy distintas de su apariencia exterior.

—¿Qué opina sobre esta decoración?

Garzón se encogió de hombros y dijo desganado:

—Es cursi, ¿no cree?

—Demasiado para ser verosímil. Además, todo es absolutamente nuevo. Como si acabaran de montarlo.

—¿Es eso importante?

—Puede ser indicativo de un cambio en la vida de Valdés.

Mi compañero me miró completamente escéptico. Lo interrogué.

—¿Usted en qué circunstancias cambiaría las cortinas de su casa, Fermín?

—No las he cambiado nunca. Aún tengo las que usted me aconsejó que colocara cuando alquilé mi piso.

—Bien, pero abstrayéndose de su caso concreto, ¿cuándo las cambiaría?

Se quedó pensando un rato como si aquella simple cuestión fuera más complicada que el álgebra.

—Pues... —farfulló por fin—, pues las cambiaría si las anteriores hubieran sido atacadas por la polilla.

—¡Es usted imposible, Fermín!

—¿Por qué?

—¡Porque sí, porque ya no existen polillas que ataquen como escuadrones de la muerte y porque no es eso lo que debía contestar! Aunque de todas maneras también me sirve su respuesta. Usted cambiaría las cortinas sólo en un caso de urgencia mayor, ¿no es eso?

—Supongo que sí.

—Y toda la decoración de la casa sólo la cambiaría si hubiera habido un terremoto.

—No sé adónde quiere ir a parar.

—A que debió de existir una razón poderosa para que un hombre divorciado y metido hasta los ojos en un trabajo absorbente se decidiera a llenar de lindezas su salón.

—¿Una mujer?

—Por ejemplo, una mujer con la que planeara vivir. ¿Qué piensa de mi hipótesis?

—Que a mí no se me hubiera ocurrido planteármela en mil años.

—E incluso está convencido de que yo no debería plantearla en otros mil.

—Sinceramente, inspectora, a mí eso de seguir una vía de investigación porque a un tipo se le ha ocurrido cambiarse los muebles me parece cuando menos... frivolón.

—¡Cierto!, pero usted olvida que si bien la frivolidad no es la esencia de las cosas, muchas veces es su motor. ¿Me entiende?

—Desde que me he enterado de que las polillas son otra especie en extinción soy incapaz de pensar.

—¿Sabe lo que significa polilla en Perú?

—¡Tenga piedad, inspectora!, ¿podríamos volver al meollo de la cuestión?

Mientras salíamos del apartamento e íbamos a comisaría, seguí jugando un rato a la mujer sabia de Molière, sobre todo para fastidiar a Garzón. Me gustaba tocarle un poco las narices de vez en cuando. De lo contrario, habríamos encontrado un punto de entendimiento tan bueno que no discutiríamos jamás y se habría aburrido. Además él me lo consentía y eso me gustaba muchísimo. No hay mayor éxito de seducción para una mujer que cualquier hombre, ya sea padre, amigo, marido o compañero, aguante sus ironías e incluso encuentre en ellas un cierto placer.

Los papeles de Valdés sacados de su apartamento estaban en efecto sobre la mesa de mi despacho, formando parte de un más o menos abultado dossier. Una inspección detallada de los mismos nos puso entre las manos el material habitual de un ciudadano corriente: facturas, seguros, recibos y justificantes del banco, declaraciones de Hacienda de años anteriores, títulos de crédito, documentos legales... Nada parecía extraño o relevante. Moliner y Rodríguez ya habían realizado un estudio exhaustivo de sus llamadas telefónicas. Todo normal: contactos con sus dos centros de trabajo, televisión y revistas, peticiones de comida preparada, alguna llamada a casa de su ex mujer... Ellos no habían resaltado nada que pudiera ponernos sobre aviso. Tampoco de las cuentas del banco emergían sospechas. Eran saneadas y constantes. Según las notas que figuraban con letra de Moliner, se habían contrastado las cantidades ingresadas con los sueldos que Valdés percibía en todos sus empleos, y coincidían. ¿Un ciudadano ejemplar? La mayor parte de la gente lo es, no se podía sacar de eso conclusiones precipitadas.

Siguiendo con mi frívolo sentido de la investigación busqué entre las facturas algunas que correspondieran a una tienda de muebles o artículos para el hogar. No fue eso exactamente lo que hallé, pero sí el recibo de un decorador: «Juan Mallofré. Estilista y diseñador. Proyectos de decoración integral.» Valdés le debía tres millones. Su estudio estaba situado en la Bonanova. Le pedí a Garzón, aún escéptico, que comprobara en las salidas de la cuenta la cantidad que Valdés aparentemente había pagado tan sólo hacía un mes al decorador. Mientras él ejercitaba la obediencia debida, yo abrí un sobre en cuyo interior se encontraba algo que había sido catalogado por nuestros antecesores como documento importante: la agenda de Valdés. Pero el hecho de que nadie se la hubiera llevado del apartamento, o mejor dicho, de que el asesino no se la hubiera llevado, parecía demostrar que no íbamos a encontrar el móvil del crimen entre aquellas páginas cargadas de nombres y números de teléfono escritos con letra pequeñísima.

Cuando Garzón volvió se lo comenté y él dedujo enseguida:

—O sea que no lo habría matado alguien que pretendiera impedir la difusión de una información, sino que cobraría fuerza la hipótesis de la venganza. A no ser que el asesino supiera perfectamente que en esa agenda no había nada que pudiera comprometerlo.

—¿Qué puede haber de interesante en la agenda de un tipo que ni siquiera tiene ordenador para garantizar la confidencialidad de todo cuanto hace?

—Recuerde que puede ser un sicario, y los sicarios son muy brutos. Quizá le ordenaron una venganza y ya no se fijó en nada más. ¿Y si esa agenda estuviera repleta de información crucial?

—Lo dudo, pero dígame, ¿cómo anda su conocimiento del mundo de los asesinos profesionales, subinspector?

Chistó sin mucha fe.

—No es mi especialidad. Oiga inspectora, aquí no está.

—¿Cómo?

—Valdés no sacó tres millones del banco en el último mes, ni firmó ningún cheque por esa cantidad, ni a nombre de Mallofré ni tampoco al portador.

—Eso es interesante, ¿no cree?

—Quizá lo dejó a deber.

—Habrá que averiguarlo. De momento, vámonos.

—¿Adónde?

—A ver a su ex esposa.

—¿Cree que estará compungida por el asesinato?

—¿Lo estaría usted?

—Creo que no. Si yo fuera la ex esposa de Valdés brindaría con champán.

—No esté tan seguro, ¿ha visto cuánto le pasaba al mes como pensión?

—Mucho. ¡Hay que joderse!, ¿cómo es posible que ese tipo ganara tanta pasta por remover en el fango?

—Ahí es donde se encuentran las pepitas de oro, ¿no?

—¡Deben de encontrarse en cualquier parte, menos en una comisaría! ¿Puede usted gastarse tres millones del ala en renovar el mobiliario de su salón?

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