Nada (24 page)

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Authors: Carmen Laforet

Tags: #Drama, Histórico

»Mi padre me abrazó muy conmovido —porque yo también, como Ena, soy hija única entre varios hermanos varones—. Yo, en cuanto tuve ocasión, le dije que quería seguir mis lecciones de piano y de canto. Creo que fue lo primero que le dije.

»—Bueno. ¿No te da un poco de vergüenza correr así detrás de ese jovenzuelo?

»A mi padre le brillaban los ojos de cólera. ¿No conoce usted a mi padre? Tiene los ojillos más taimados y también más dulces que conozco.

»—¿Es que no hay otro hombre para ti? ¿Es que tienes que ser tú, mi hija, quien vaya detrás de un cazador de dotes?

»Aquellas palabras de mi padre hirieron todo lo que en mí había de orgullo de enamorada por el objeto de mi amor. Defendí a Román. Hablé de su genialidad, de su generosidad espléndida. Mi padre me escuchaba tranquilamente, y al final me dejó aquel recibo entre las manos.

»—Puedes mirarlo tú sola. No quiero estar delante.

»Nunca más se volvió a hablar de Román entre nosotros. Son curiosas las reacciones de nuestra alma. Estoy segura de que, ocultamente, aún hubiese pasado aquella nueva ofensa. Con los ojos de mis familiares puestos en mí, me pareció imposible seguir demostrando mi amor por aquel hombre. Fue como un encogimiento moral de hombros. Me casé con el primer pretendiente a gusto de mi padre, con Luis...

»Hoy día, ya lo sabe usted, Andrea, he olvidado toda esa historia y soy feliz.

A mí me estaba dando vergüenza escucharla. A mí, que oía diariamente los vocablos más crudos de nuestro idioma y que escuchaba sin asustarme las conversaciones de Gloria, cargadas del más bárbaro materialismo, me sonrojaba aquella confesión de la madre de Ena y me hacía sentirme mal. Era yo agria e intransigente como la misma juventud, entonces. Todo lo que aquello tenía de fracasado y de ahogado me repelía. El que aquella mujer contase sus miserias en alta voz casi me hacía sentirme enferma.

Al mirarla, vi que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Pero ¿cómo voy a explicar a Ena estas cosas, Andrea? ¿Cómo voy a contar a un ser tan querido lo que hubiera podido decir en un confesionario, mordida de angustia, lo que le he dicho a usted misma?... Ena sólo me conoce como un símbolo de serenidad, de claridad... Sé que no soportaría que esta imagen que ella ha endiosado estuviera cimentada en un barro de pasiones y de desequilibrio. Me querría menos... Y para mí es vital cada átomo de cariño suyo. Es ella la que me ha hecho tal como yo actualmente soy. ¿Cree usted que podría destruir su propia obra?... ¡Ha sido un trabajo tan delicado, callado y profundo entre las dos!

Los ojos se le oscurecían, se le achicaban las largas pupilas de gato. Su cara tenía una calidad vegetal, delicadísima: se envejecía llenándose de impalpables arrugas en un instante, o se expandía como una flor... No comprendía yo cómo había podido pensar que ella fuese fea.

—Mire, Andrea. Cuando Ena nació, yo no la quería. Era mi primer hijo y no lo había deseado, sin embargo. Los primeros tiempos de mi matrimonio fueron difíciles. Es curioso hasta qué punto pueden ser extraños dos seres que viven juntos y que no se entienden. Luis, afortunadamente para él, estaba tan ocupado todo el día que no tenía mucho tiempo de pensar en nuestra áspera intimidad. A pesar de todo, se encontraba descentrado también con una mujer que apenas hablaba. Me acuerdo de las miradas que dirigía al reloj, a mis zapatos, o a la alfombra en aquellas veladas interminables que pasábamos, él fumando y yo tratando de leer. Entre los dos había una distancia casi infinita y yo tenía el convencimiento de que con los años aquella separación se iría ahogando más y más. A veces yo le veía levantarse nervioso, llegar a la ventana. Al fin, acababa proponiéndome cualquier plan de diversión... Le gustaba que yo fuera perfectamente vestida, que nuestra casa resultara confortable y lujosa... Una vez que había alcanzado todo esto, no sabía el pobre qué era lo que le faltaba a nuestra vida.

»Si a veces me cogía la mano, con una sonrisa difícil, parecía asombrarse de aquella pasividad de mis dedos, que entre los suyos eran demasiado pequeños. Levantaba los ojos y toda su cara aparecía poseída de una angustia infantil al mirarme. En aquellos momentos yo sentía ganas de reírme. Era como una venganza por todo el fracaso de mi vida anterior. Me sentía yo fuerte y poderosa por una vez. Por una vez comprendía el placer que había hecho vibrar el alma de Román al mortificarme. Él me preguntaba:

»—¿Es que sientes nostalgia de España?

»Yo me encogía de hombros y le decía que no. Sobre nosotros resbalaban las horas cortando aprisa la tela de una vida completamente gris... No, Andrea, yo no deseaba entonces ningún hijo de mi marido. Y, sin embargo, vino. Cada tormento físico que sentía me parecía una nueva brutalidad de la vida añadida a las muchas que había tenido que soportar. Cuando me dijeron que era una niña, a mi desgana se unió una extraña congoja. No la quería ver. Me tendí en la cama volviendo la cara... Me acuerdo que era otoño y que detrás de mi ventana aparecía una tristísima mañana gris. Contra los cristales se empujaban, casi crujiendo, las ramas color de oro seco de un gran árbol. La criatura, cerca de mis oídos, empezó a gritar. Yo sentía remordimientos por haberla hecho nacer de mí, por haberla condenado a llevar mi herencia. Así, empecé a llorar con una debilitada tristeza de que por mi culpa aquella cosa gimiente pudiese llegar a ser una mujer algún día. Y así, movida por un impulso compasivo —casi tan vergonzoso como el que se siente al poner una limosna en las manos de cualquier ser desgraciado con quien nos tropezamos en la calle—, arrimé aquel pedazo de carne mía a mi cuerpo y dejé que para alimentarse chupara de mí y así me devorara y me venciera, por primera vez, físicamente...

»Desde aquel momento fue Ena más poderosa que yo; me esclavizó, me sujetó a ella. Me hizo maravillarme con su vitalidad, con su fuerza, con su belleza. Según iba creciendo, yo la contemplaba con el mismo asombro que si viera crecer en un cuerpo todos mis anhelos no realizados. Yo había soñado con la salud, con la energía, con el éxito personal que me había sido negado y los vi crecer en Ena desde que era una niñita. Usted sabe, Andrea, que mi hija es como una irradiación de fuerza y vida... Comprendí, humildemente, el sentido de mi existencia al ver en ella todos mis orgullos, mis fuerzas y mis deseos mejores de perfección realizarse tan mágicamente. Pude mirar a Luis con una nueva mirada, con la que ya podía apreciar todas sus cualidades porque las había visto antes reflejadas en mi hija. Fue ella, la niña, quien me descubrió la fina urdimbre de la vida, las mil dulzuras del renunciamiento y del amor, que no es sólo pasión y egoísmo ciego entre un cuerpo y alma de hombre y un cuerpo y alma de mujer, sino que reviste nombres de comprensión, amistad, ternura. Fue Ena la que me hizo querer a su padre, la que me hizo querer más hijos y —puesto que exigía ella una madre adecuada a su perfecta y sana calidad humana— quien me hizo, conscientemente, desprenderme de mis morbosidades enfermizas, de mis cerrados egoísmos... Abrirme a los demás y encontrar así horizontes desconocidos. Porque antes de que yo la creara, casi a la fuerza, con mi propia sangre y huesos, con mi propia amarga sustancia, yo era una mujer desequilibrada y mezquina. Insatisfecha y egoísta... Una mujer que preferiría morir antes de que Ena pudiese sospecharla en mí...

Nos quedamos calladas.

No había más que decir al llegar a este punto, puesto que era fácil para mí entender este idioma de sangre, dolor y creación que empieza con la misma sustancia física cuando se es mujer. Era fácil entenderlo sabiendo mi propio cuerpo preparado —como cargado de semillas— para esta labor de continuación de vida. Aunque todo en mí era entonces ácido e incompleto como la esperanza, yo lo entendía.

Cuando la madre de Ena terminó de hablar, mis pensamientos armonizaban enteramente con los suyos.

Me asusté y me encontré con que la gente volvía a gritar a mi alrededor (como la ola, que, parada —negra— un momento, choca contra el acantilado y revienta en fragor y espuma). Todas las luces del café y de la calle se metieron al mismo tiempo en mis ojos cuando ella volvió a hablar.

—Por eso quiero que usted me ayude... Sólo usted o Román podrían ayudarme, y él no ha querido. Yo quisiera que sin conocer esta ruin parte de mi historia, que usted ahora sabe, Ena se avergüence de Román... Ella, mi hija, no es un ser enfermizo como he sido yo. No podrá nunca dejarse arrastrar por las mismas fiebres que a mí me han consumido... Ni siquiera sé pedirle a usted que haga algo concreto. Desearía que cuando ellos estén arriba, en la habitación de Román, haciendo música, alguien rompiera la penumbra y el hechizo falso por el solo hecho de dar la llave a la luz. Quisiera que alguien que no fuese yo hablase a Ena de Román, si es preciso mintiendo... Dígale que le ha pegado, ponga de relieve su sadismo, su crueldad, sus trastornos... Ya sé que esto que le pido es demasiado... Ahora soy yo quien le pregunta: ¿conoce usted este aspecto de su tío?

—Sí.

—Así pues, ¿tratará de ayudarme? Sobre todo, no deje usted, como hasta ahora, a Ena... Si ella cree a alguien, será a usted. La estima más de lo que le ha dejado ver. De eso estoy segura.

—En lo que de mí dependa puede usted estar segura de que trataré de ayudarla. Pero no creo que estas cosas sirvan de nada.

(Mi alma crujía por dentro como un papel arrugado. Como había crujido cuando Ena estrechó un día, delante de mí, la mano de Román.)

Le dolía la cabeza. Casi podía tocar yo aquel dolor.

—¡Si yo pudiera llevármela de Barcelona!... A usted le parecería ridículo que yo no pueda imponer mi autoridad en una cuestión como la del veraneo. Pero mi marido no tiene posibilidad de dejar ahora el negocio y Ena se defiende, escudándose en su deseo de no abandonarle... Logra que Luis se enfade de mi insistencia y entre bromas y veras me acuse de acaparar la hija que los dos preferimos. Dice que me marche yo con los niños y que le deje a Ena. Está entusiasmado, porque ella, que generalmente es poco pródiga en sus demostraciones de afecto, esta temporada le demuestra una ternura extraordinaria. Yo llevo noches sin dormir...

(Y yo me la imaginaba abiertos los ojos junto al tranquilo sueño del marido. Doloridos los huesos por las posturas forzadas por miedo de despertarle... Atenta a los crujidos de la cama, al dolor de los párpados insomnes, a la propia angustia interior.)

—Por otra parte, Andrea, he tratado de contar anécdotas ridículas o groserías de Román. Anécdotas de las que mi recuerdo está lleno... Sin embargo, por este camino me atrevo muy poco. Si Ena me mira, siento que voy a enrojecer como si fuera culpable. Que me van a traspasar los ojos de mi hija... Mi padre me ha prometido que desde septiembre Luis tendrá que hacerse cargo de la sucursal de Madrid... Pero de aquí a entonces pueden suceder tantas cosas...

Se levantó para marcharse. No estaba aliviada por haber hablado conmigo. Antes de ponerse los guantes se pasó, con un gesto maquinal, la mano por la frente. Una mano tan fina que me dieron ganas de volver su palma hacia mis ojos para maravillarme de su ternura, como a veces me gusta hacer con el envés de las hojas...

En un momento vi que ella se alejaba, que en medio de la pesada sensación de estupor que me había quedado de aquella charla, la pequeña y delgada figura desaparecía entre la gente.

Más tarde, en mi cuarto, la noche se llenó de inquietudes. Pensé en las palabras de la madre de Ena: «Le he pedido ayuda a Román y no ha querido dármela...». Así pues, por fin, la señora había visto a solas a aquel hombre —y no sé por qué Román me daba cierta pena, me pareció un pobre hombre— a quien ella había acosado con sus pensamientos años atrás. Había visto el pequeño cuarto, el pequeño teatro en donde por fin se había encerrado Román con el tiempo. Y sus ojos amargos habían adivinado lo que de allí podía hechizar a la hija.

Ya de madrugada, un cortejo de nubarrones oscuros como larguísimos dedos empezaron a flotar en el cielo. Al fin, ahogaron la luna.

XX

La mañana vino y me pareció sentirla llegar —cerrados aún mis párpados— tal como la Aurora, en un gran carro cuyas ruedas aplastasen mi cráneo. Me ensordecía el ruido —crujir de huesos, estremecimiento de madera y hierro sobre el pavimento—. El tintineo del tranvía. Un rumoreo confuso de hojas de árboles y de luces mezcladas. Un grito lejano:


Drapaireee!..
.

Las puertas de un balcón se abrieron y se cerraron cerca de mí. La propia puerta de mi cuarto cedió de par en par, empujada por una corriente de aire y tuve que abrir los ojos. Me encontré la habitación llena de luz pastosa. Era muy tarde. Gloria se asomaba al balcón del comedor para llamar a aquel trapero que voceaba en la calle y Juan la detuvo por el brazo, cerrando con un golpe estremecedor los cristales.

—¡Déjame, chico!

—Te he dicho que no se vende nada más. ¿Me oyes? Lo que hay en esta casa no es solamente mío.

—Y yo te digo que tenemos que comer...

—¡Para eso gano yo bastante!

—Ya sabes que no. Ya sabes bien por qué no nos morimos de hambre aquí...

—¡Me estás provocando, desgraciada!

—¡No tengo miedo, chico!

—¡Ah!... ¿No?

Juan la cogió por los hombros, exasperado.

—¡No!

Vi caer a Gloria y rebotar su cabeza contra la puerta del balcón. Los cristales crujieron, rajándose. Oí los gritos de ella en el suelo.

—¡Te mataré, maldita!

—No te tengo miedo, ¡cobarde!

La voz de Gloria temblaba, aguda.

Juan cogió el jarro del agua y trató de tirárselo encima cuando ella intentaba levantarse. Esta vez hubo cristales rotos, aunque no tuvo puntería. El jarro se rompió contra la pared. Uno de los trozos hirió, al saltar, la mano del niño, que sentado en su silla alta lo miraba todo con sus ojos redondos y serios.

—¡Ese niño! Mira lo que has hecho a tu hijo, imbécil, ¡mala madre!

—¿Yo?

Juan se abalanzó a la criatura, que estaba aterrada y que al fin comenzó a llorar. Y trató de calmarle con palabras cariñosas, cogiéndole en brazos. Luego se lo llevo para curarlo.

Gloria lloraba. Entró en mi habitación.

—¿Has visto qué bestia, Andrea? ¡Qué bestia! Yo estaba sentada en la cama. Ella se sentó también, palpándose la nuca, dolorida por el golpe.

—¿Te das cuenta de que no puedo vivir aquí? No puedo... Me va a matar, y yo no quiero morirme. La vida es muy bonita, chica. Tú has sido testigo... ¿Verdad que tú has sido testigo, Andrea, de que él mismo comprendió que yo era la única que hacía algo para que no nos muriéramos de hambre aquella noche en que me encontró jugando?... ¿No me dio la razón delante de ti, no me besaba llorando? Di, ¿no me besaba?

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