Nadie te encontrará (24 page)

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Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

Debería estar celebrando que la semana pasada no llegué a dormir dentro del armario ni una sola vez; esa charla que tuvimos sobre cómo reconocer cuándo me pongo paranoica pero no reaccionar al respecto tal vez tuviera algo que ver. A pesar de que no supe resistir la tentación de comprobar que todas las puertas estaban cerradas con llave anoche, conseguí reprimirme y no comprobar las ventanas, recordándome que nadie había abierto ninguna después de que las hubiera inspeccionado durante el día. Fue la primera noche desde que volví a casa que logré saltarme parte de mi ritual de antes de acostarme.

Lo de ir a orinar lo llevo cada vez mejor: las cintas de yoga que me dio me han sido de gran utilidad. La mayoría de los días puedo ir al baño cuando lo necesito y ni siquiera me hace falta ninguno de los ejercicios de respiración ni repetir mis mantras.

Como ya he dicho, debería estar orgullosa de mis progresos, y de hecho lo estoy, pero eso sólo añade una nueva capa de remordimiento. Superar todo esto se parece mucho a dejar atrás a mi hija, y eso ya lo hice una vez.

Sesión dieciséis

Bueno, he estado dándole vueltas a su sugerencia, doctora, y no me convence. Sé que, en realidad, nadie intenta hacerme daño, que todo está en mi cabeza, así que confeccionar una lista de las personas que podrían desearme algún mal me parece una soberana tontería. Pero le diré lo que voy a hacer: la próxima vez que me entre la paranoia, haré una lista mentalmente, y cuando no se me ocurra ni un solo nombre que incluir en esa enumeración, me sentiré como una idiota, que es mejor que estar paranoica.

El pañuelo azul que lleva hoy le sienta de fábula con sus ojos, por cierto. Es usted muy elegante para ser una mujer mayor, ¿sabe?, con sus jerséis negros de cuello vuelto y esas faldas largas y entalladas. El look de alguien que tiene mucha clase… no, que tiene mucho estilo. Como si no tuviera tiempo de andarse con tonterías, ni siquiera cuando se trata de su ropa. Yo siempre he tenido tendencia a vestir de forma conservadora —justo lo contrario del estilo de mamá, a quien le gusta lucir el más puro estilo hollywoodiense—, pero Christina, que era mi gurú personal en cuestiones de moda, había estado intentando persuadirme para que me recorriera todas las tiendas de ropa antes de mi secuestro.

Aunque la pobre no estaba teniendo demasiado suerte conmigo. Por lo general, evitaba tener que ir de compras, sobre todo en las tiendas de ropa cara que a ella le gustaban. Mi traje favorito fue el resultado de uno de esos momentos accidentales en los que pasas por delante de un escaparate y te juras que ese vestido tiene que ser tuyo cueste lo que cueste. Cada vez que tenía que acudir a algún sitio especial, me iba derecha a casa de Christina y, una vez allí, ella sacaba todo el contenido de su armario y me envolvía en pañuelos y collares, diciéndome lo guapa que estaba con tal vestido o con ese color. A ella le encantaba hacerlo, y a mí me encantaba dejar que alguien decidiera por mí.

También era muy generosa con las cosas de las que se desprendía —Christina se aburría de la ropa al cabo de una semana de comprarla— y buena parte de mi guardarropa estaba formada por la que ella desechaba. Por eso sigo sin entender por qué me cabreé tanto con ella cuando quiso regalarme ropa a mi regreso.

Cuando descubrí que mi madre se había desecho de toda mi ropa, me fui directa a una de esas tiendas donde venden ropa usada con fines benéficos. Bueno, pues debería haber visto la cara de mi madre cuando vio los pantalones y los jerséis de chándal dos tallas más grandes que me llevé a casa. No me importaba nada el color de las prendas, sólo tenían que ser suaves y de aspecto muy cómodo, cuanto más holgadas mejor.

Ir por ahí con esos vestiditos de niña que tanto le gustaban al Animal hacía que me sintiera completamente desnuda, vulnerable. Si hay algo que puede decirse sobre cómo visto ahora es que nadie puede sentir tentaciones de ver qué es lo que hay debajo.

Luke llamó el domingo por la mañana y me preguntó si quería quedar con él para sacar a pasear a los perros. La primera palabra que salió de mi boca fue: «¡No!». Antes de que pudiera mitigar la dureza de mi respuesta con una razón —fuese creíble o no— empezó a ponerme al corriente de cómo le iba el restaurante.

La idea de volver a verlo me aterrorizaba. ¿Y si intentaba tocarme y yo me apartaba de nuevo? No podía soportar ver esa expresión herida en sus ojos por tercera vez. ¿Y si no intentaba tocarme? ¿Significaría eso que ya no sentía nada por mí? Ahora que le había dicho que no, me preguntaba si volvería a proponerme salir a dar una vuelta; no estaba segura de si la próxima vez lograría reunir el valor necesario para salir con él, pero lo que sí sabía es que no quería que dejara de pedírmelo. Cuando al fin conseguí mover el culo hasta la puerta para sacar a
Emma
, no podía dejar de pensar en Luke y de preguntarme cómo habría sido el paseo si él me hubiese acompañado.

A la mañana siguiente, en vez de camuflarme con otro chándal amorfo, saqué del sótano la caja de ropa que Christina me había dejado en el umbral unos meses antes. Hasta que examiné los vaqueros desgastados y el suéter verde salvia en el espejo, no me di cuenta del tiempo que hacía que no me miraba en ninguno.

No es que me hubiese puesto un vestido ajustado, ni mucho menos, porque los vaqueros eran elásticos y el suéter no era ceñido, pero no recordaba cuándo había sido la última vez que había escogido algo porque me gustaba el color, o que me había puesto algo que insinuase unas curvas siquiera. Por un segundo, al mirar en el espejo a aquella extraña enfundada en la ropa de Christina, casi atisbé la sombra de la chica que yo había sido antes, y eso me asustó tanto que me dieron ganas de arrancármela y hacerla jirones. Sin embargo,
Emma
, ansiosa por dar su paseo matutino, se puso a aullarme en los talones, y me dejé la ropa puesta. A mí no me importa su aspecto, y a ella no le importa el mío.

Emma
estuvo viviendo en casa de mi madre durante mi secuestro; decididamente, no habría sido ésa mi primera opción, y desde luego, tampoco habría sido la de
Emma
. Más tarde descubrí que Luke y un par de amigas mías se habían ofrecido para quedársela, pero mi madre les dijo que no. Cuando le pregunté por qué se había hecho cargo de
Emma
, me contestó: «¿Y qué se suponía que iba a hacer con ella? ¿Te imaginas lo que habría dicho la gente si se la hubiese dado a alguien?».

La pobre perra se alegró tanto de volver a verme cuando regresé que se hizo pipí encima —nunca había hecho nada parecido, ni siquiera cuando era un cachorro— y empezó a temblar tan violentamente que creía que le iba a dar un ataque. Cuando me agaché para abrazarla, enterró la cabeza en mi pecho y estuvo aullando durante mucho tiempo, contándome todas sus penas. Y estaba en todo su derecho de quejarse: para empezar, estaba atada al arce japonés del patio trasero de mi madre, y
Emma
nunca había estado atada en toda su vida. Mamá me vino con que había estado escarbando en los macizos de plantas de su jardín, y que por eso la había atado. No me extrañó en absoluto: seguro que la perra creyó que había ido a parar al infierno canino y estaba tratando de excavar un túnel para escapar de ahí.

A juzgar por la longitud de las uñas de
Emma
, había pasado casi la mayor parte de ese año atada a aquel árbol. Tenía el pelaje mate y sus hermosos ojos brillantes estaban muy apagados. Encontré en el porche una bolsa de comida para perros —la más barata del mercado—, y olía a rancio.

Esa perra solía dormir conmigo todas las noches, y la sacaba a pasear dos y hasta tres veces al día. Tenía todos los juguetitos y todos los caprichos para perros habidos y por haber, una cama blandita por si tenía demasiado calor durmiendo a mi lado y yo planificaba mis jornadas de trabajo de modo que ella nunca tuviera que pasar demasiado tiempo sola.

Furiosa por cómo la habían tratado, quise recriminárselo a mi madre, pero acababa de volver, y si estar con gente ya se me hacía tan duro como subir una montaña con los pies llenos de barro, enfrentarme a mi madre era como subir esa misma montaña pero con una pesada mochila a la espalda. Además, ¿qué iba a decirle: «Mira, mamá, la próxima vez que me secuestren, tú no te quedarás con la perra»?

Cuando al fin volví a mi casa,
Emma
prefería estar fuera, pero no tardó ni dos días en acordarse de la buena vida y seguramente ahora mismo está repantigada en el sofá, babeando encima de todos los cojines. Su pelo vuelve a ser dorado brillante y sus ojos ya refulgen de vida otra vez. Aunque ya no es la misma perra que era: cuando salimos a pasear, se queda mucho más cerca de mí que antes, y si llega a adelantarse un poco, vuelve a mi lado cada dos por tres para ver dónde estoy.

No creo que mamá tuviese intención de hacerle daño a la perra, y si la acusase de crueldad, se quedaría de piedra. Nunca le puso la mano encima a
Emma
—bueno, no que yo sepa, aunque dudo que lo hiciera—, pero no le dio amor ni cariño en un año entero, y eso para mí es tan perjudicial como el daño físico. Mamá nunca entendería que la falta de afecto equivale a un maltrato.

Cuando murió mi hijita, bloqueé todo mi dolor concentrándome en el odio que sentía hacia el Animal mientras éste me obligaba a seguir con mis quehaceres diarios como si ella nunca hubiera existido.

Un día a media mañana, casi una semana después de aquello, salió a cortar leña como preparación para el invierno. Yo calculaba que debíamos de estar casi a finales de julio, pero no estaba segura. El tiempo sólo cuenta cuando tienes algún propósito. A veces se me olvidaba hacer la marca en la pared, pero no importaba; sabía que llevaba allí casi un año, porque cuando abría la puerta, me llegaba el olor a tierra encendida y a abetos cálidos, los mismos aromas que inundaban el aire el día que me había raptado.

Mientras él cortaba leña, yo estaba dentro de la cabaña cosiéndole unos botones de la camisa. No dejaba de mirar de soslayo a la cesta de la niña, pero entonces veía su mantita colgando por el costado, como él la había dejado, y me clavaba la aguja en el dedo en lugar de hacerlo en la tela.

Al cabo de unos veinte minutos, entró en la cabaña y me dijo:

—Tengo trabajo para ti.

La única vez, en otra ocasión anterior, que me había pedido ayuda había sido con el ciervo, y cuando me hizo señas para que lo siguiera fuera, los nervios hicieron que las piernas se me volvieran de mantequilla. Sujetando aún la camisa con una mano y con la aguja suspendida en el aire con la otra, lo miré fijamente. Su rostro enrojecido brillaba con una fina capa de sudor; no sabía si porque estaba enfadado o exhausto, pero su tono era inexpresivo cuando habló.

—Venga, que no tenemos todo el día. —Mientras lo seguía hacia una enorme pila de troncos de abeto, me dijo por encima del hombro—: Ahora, presta atención: tu tarea consiste en recoger los trozos mientras yo los voy astillando y apilarlos todos ahí. —Señaló un montón que llegaba hasta la mitad de la pared lateral de la cabaña.

Alguna que otra vez, cuando yo estaba dentro de la cabaña y él fuera, oía el ruido de una sierra mecánica en funcionamiento, pero no vi ningún tocón recién cortado en la orilla del claro donde estábamos ni ninguna marca de arrastre en el suelo. Había una carretilla apoyada en la pila de troncos que estaba astillando, así que supuse que debía de haber cortado un árbol en el bosque y transportado con la carretilla los trozos más grandes del tronco para dividirlos en pedazos más pequeños.

La pila sólo estaba a unos cuatro metros del montón que había junto a la casa. A mí me parecía que habría sido más fácil o bien cortar el árbol en trozos más pequeños en el mismo sitio donde lo había derribado o al menos trasladar con la carretilla aquellos más grandes justo al lado de donde estaba el montón donde había que apilarlos. Igual que en el caso del ciervo, algo me decía que aquella operación no era sino una excusa para hacer alarde de su fuerza y su poder.

No había pasado demasiado tiempo fuera desde que el bebé había muerto, y mientras llevaba la leña al montón principal, busqué con la mirada algún indicio de que el Animal hubiese cavado la tierra en algún lugar concreto. No vi ninguno, pero sólo conseguí echar un vistazo breve al río antes de que los recuerdos de mi hija envuelta en su manta al sol se me agolpasen en la mente.

Cuando llevábamos trabajando una hora aproximadamente, deposité una brazada de leña en el montón y regresé y me coloqué a medio metro de distancia por detrás de él, a esperar a que acabase de hacer oscilar el hacha y yo pudiese recoger más leña sin correr ningún peligro. Se había quitado la camisa y la espalda le relucía de sudor. Hizo una pausa para recobrar el aliento, dándome la espalda y con el hacha apoyada en el hombro.

—No podemos dejar que esto nos desvíe de nuestro objetivo principal —dijo—. La naturaleza tiene sus planes. —¿De qué diablos estaba hablando?—. Pero yo también. —La hoja del hacha se elevó en el aire, deslumbrante—. Ha sido lo mejor, que descubriéramos desde el principio que era débil.

Entonces lo comprendí, y mi corazón helado se rompió en mil pedazos en mi pecho. Él siguió cortando leña, emitiendo un leve gruñido cada vez que descargaba un golpe y hablando entre un hachazo y el siguiente.

—El próximo será más fuerte.

El próximo.

—No han transcurrido seis semanas todavía, pero ya estás recuperada, así que voy a dejarte preñada muy pronto. Empezaremos esta misma noche.

Me quedé inmóvil, pero en mi cabeza empezó a resonar un grito ensordecedor. Iba a haber más niños. Aquello no iba a acabar nunca.

El filo plateado del hacha relumbró bajo la radiante luz del sol mientras la levantaba por encima del hombro para descargar el siguiente golpe.

—¿No dices nada, Annie?

Me salvó tener que responder cuando su hacha se quedó atascada en mitad de un pedazo de leña, sin cortarlo del todo. Extrajo el hacha con ayuda del pie y a continuación la apoyó en el montón de leña que había ido acumulando a su derecha. Con el pie apoyado todavía en un costado del tronco, una postura que le hacía decantar el peso de su cuerpo ligeramente lejos del hacha, se inclinó hacia delante e intentó terminar de romper el trozo de leña con la mano.

Pisando con sumo cuidado, me acerqué a su espalda por la derecha, el lado contrario de por donde se había agachado. Podría haber extendido la mano y haberle limpiado una de las perlas de sudor de la espalda. Mascullaba entre dientes mientras sus manos batallaban con la leña.

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