—Gracias por venir, doctor. La primera noticia la tuve ayer por la noche. Entre los visitantes hay incluso un inspector de la Comisión Nacional de Control Atómico dispuesto a retirarnos la licencia de producción de energía si no nos portamos como buenos chicos.
No me preocupa, porque la CNCA juega más limpio que ninguna otra sección del Gobierno. Pero los demás, los periodistas de Guilden sobre todo, seguramente pretenderán crearnos problemas. Necesito tener aquí a los mejores miembros de nuestro equipo.
—Pero eso no tiene sentido —protestó el doctor—. No pueden parar las plantas ahora; todos los hospitales del país se volverían locos si se cortara la producción, y lo mismo sucedería con el resto de consumidores de nuestros productos. No se pueden trasladar las centrales a donde los obreros no puedan llegar.
Palmer suspiró audiblemente.
—Tampoco podían aprobar la Ley Seca y lo hicieron, doctor.
—¡Pero las centrales atómicas no son tan peligrosas!
—Por desgracia, hay algunas que sí pueden serlo —respondió Palmer. Parecía muerto de cansancio; sus ojos enrojecidos indicaban que posiblemente no había dormido en toda la noche—. Hace ya mucho que disponemos de energía de fisión. Eso significa que algunas de las primeras plantas, construidas antes de que supiéramos con qué estábamos tratando, yo colaboré en más de un proyecto, están probablemente en malas condiciones. Eso significa también que toda una generación de obreros, ingenieros e inspectores han venido dándolas por buenas y despreocupándose de ellas. Algunas centrales, construidas cuando la antigua Comisión de Energía Atómica era una orgía de construcción de reactores, estuvieron siempre un poco fuera del control adecuado. Desde el accidente de Croton, las inspecciones realizadas han mostrado la existencia de un grado de contaminación demasiado elevado en media docena de tales centrales. En general, todas ellas necesitan una gran cantidad de revisiones.
—Parece que estás casi de acuerdo con los editoriales de Guilden —protestó el doctor.
Palmer se encogió de hombros.
—Mira, doctor: si el traslado de las centrales pudiera resolver algo, votaría por ello. Pero no se puede estar seguro. Una vez se construye y se pone en marcha un reactor, ya está demasiado caliente para moverlo. Y seguirá estando demasiado caliente durante miles de años. Y si al final es abandonado y no se le proporciona el mantenimiento adecuado, se irá deteriorando cada vez con mayor rapidez, aumentando el peligro. Es un problema parecido al de los desechos radiactivos de los reactores de fisión. Desde que Fermi dividiera el átomo, nadie ha logrado encontrar una respuesta segura. Cualquier ingeniero o científico honrado que trabaje en la energía atómica lo sabe. Hasta que no consigamos plantas de fisión más eficaces, plantas que sean lo suficientemente reducidas para que no puedan escapar de nuestro control, seguiremos al borde del desastre.
El doctor frunció el ceño
En muy contadas ocasiones había hablado de este tema con Palmer, y algunas de las actitudes de aquel hombre le sorprendían.
—Pero si en la actualidad estamos utilizando equipamiento de fisión en algunos convertidores… Las instalaciones no me parecen tan masivas como pretendes dar a entender.
—En éstas tan modernas tienes razón —concedió Palmer—. Nos podernos permitir usar la fusión de un modo no eficaz. Por ejemplo, utilizamos el hidrógeno en fusión para conseguir un suministro mayor de neutrones con destino a la protección de los convertidores, no para producir energía.
Se dejó caer en el sofá, apartó de un manotazo montones de boletines del Gobierno y se acarició las sienes.
—Yo creo que aquí la seguridad es total, doctor. Pero tenemos la mala suerte de que el viejo Guilden recibió una ligerísima dosis de envenenamiento de uno de nuestros antiguos productos al usarlo erróneamente. Ahora nos quiere fusilar, utilizando ese arma como bandera, y se apoya en una gran fuerza. Maldita sea, no te he llamado porque me guste tu compañía. Quiero que averigües si se trata de un posible oportunista.
Durante los primeros tiempos de las centrales atómicas, las compañías habían sufrido una plaga de juicios por supuestas enfermedades debidas a envenenamientos por radiación. Unas cuantas habían resultado ser ciertas, pero en su mayor parte habían sido farsas con las que se pretendía chantajear a las compañías bajo la amenaza de darlas a la publicidad. A estos individuos se les llamaba oportunistas.
—¿Crees que haya sido un empleado de la central? —preguntó el doctor. Si era así, iba a ser muy difícil descubrirlo, pues casi todos los trabajadores podían mostrar ligeras trazas de contaminación.
—No. Es una empleada de una charcutería de Kimberly. Anoche hablé con ella en su trabajo y asegura que está contaminada. Pero lo cierto es que alguien la está utilizando.
Tiene un abogado muy caro y no nos quiere dar el nombre del médico que la atiende. Le pedí que me explicara sus síntomas, y parecen ser auténticos.
Le entregó una hoja de papel escrita con su letra, cuadrada y monótona. Ferrel la estudió, tratando de descubrir qué parte de todo aquello podía ser utilizado por el abogado como evidencia. Sin embargo, aquello no le iba a ser de mucha ayuda.
—Necesitaría algo más que esto —protestó—. Al menos, tendría que disponer de una muestra de sangre para empezar a investigar.
—La tengo. Me llevé a una de tus enfermeras, Dodd, como si fuera mi secretaria. Pudo convencer a la mujer de que nos cediera una muestra sanguínea mientras yo estaba fuera, con la excusa de una inexistente reunión con el abogado. Aquí está.
Le tendió una ampolla, y el doctor observó que Dodd había tenido cuidado de hacer una buena extracción. Era un buen trabajo, como lo había sido el convencer a la mujer de hacer algo importante sin consultar con su abogado.
—Espero que me des un informe exhaustivo una vez que haya pasado todo este lío de la inspección, pero, dime, ¿que te parece?
El doctor dio su opinión a regañadientes.
—Puede que sea radiación. No podemos esterilizar todo lo que utiliza nuestro personal, pero probablemente sea leucemia. Si encuentra algún médico poco escrupuloso con ganas de frenar el progreso y que se olvide de la ética profesional, puede creer que con esto se puede engañar a un jurado; aunque, por supuesto, no sea así.
—O no debería ser así. Pero en estos momentos no podemos llevar a los tribunales nada de esto. La publicidad nos arruinaría aunque más tarde resultáramos inocentes. Y tampoco podemos llegar a un acuerdo: tal cosa sólo nos haría aparecer como culpables.
Palmer se levantó y empezó a pasear por la sala.
—Y ése es el problema. Ha ocurrido un pequeño accidente, o puede que haya ocurrido.
Es suficiente para que haya una prueba de peligro. Lo malo es que no existe ningún modo de probar la ausencia de peligro en los reportajes espectaculares de tanto éxito en la prensa. Además, ni siquiera se puede jurar que no lo haya… Leucemia… Cáncer en la sangre.
—Algo así. Antes era mortal en un ciento por ciento de los casos. Y todavía puede serlo si esa chica la tiene y no se pone pronto en tratamiento.
Palmer exhaló un prolongado suspiro de alivio.
—¡Uf! Entonces, al menos existe alguna posibilidad. Si resulta ser verdad, podemos conseguir que un especialista la asuste con lo que se le puede venir encima. Seguro que despediría inmediatamente a su abogado si le prometiéramos tratamiento gratuito.
Gracias, doctor. Y hazme saber los resultados en cuanto llegues a una conclusión definitiva.
Ferrel se dirigió de nuevo a la enfermería con el gesto huraño. Si algún matasanos estaba intentando utilizar a aquella mujer quería saber quién era. Unos cuantos médicos así eran suficientes para echar por tierra la buena fama, cuidadosamente edificada, de toda la profesión. Estaba a punto de dar la vuelta al edificio cuando vio a Jenkins. El joven doctor estaba en el paseo y discutía con Jorgenson, uno de los directores de producción.
Jorgenson era un hombre enorme, de casi dos metros diez de estatura, con la complexión de un toro y casi tan fuerte como uno de ellos, según todo lo que se decía de él. Además, su inteligencia corría pareja a su apariencia física.
Jenkins acababa de decirle algo con gran rapidez, al tiempo que señalaba una cuartilla que llevaba en la mano, pero Jorgenson lo apartó con un rápido movimiento de la mano.
—¿Y sabes qué te digo, hijo?: que te vayas al infierno hasta que puedas demostrarlo.
Vete por ahí con tus cuentos.
El ingeniero dio media vuelta y se alejó con paso airado. Jenkins le siguió con la mirada excitada, y finalmente entró de nuevo en la enfermería.
El doctor no pudo saber de qué estaban discutiendo, pero el asunto no le gustó nada.
Si el muchacho era un buscalíos… Pero, por el momento, no tenía motivos para seguir con tal idea en la cabeza. Mientras no supiera algo más, no era asunto de su incumbencia.
Cuando Ferrel hizo su entrada, Jenkins parecía haber vuelto a su calma usual. Alzó la mirada hacia el doctor y le habló en tono normal.
—Les he dicho a las enfermeras que se preparen para un incremento de los accidentes de menor importancia, doctor Ferrel. Pensé que sería lo que usted querría después de entrevistarse con el señor Palmer.
Ferrel estudió detenidamente al joven.
—¿Cómo? ¿De qué se supone que he estado hablando con Palmer?
Jenkins controló con un esfuerzo su impaciencia ante la estupidez de Ferrel, pero su voz seguía manteniendo un tono de respeto.
—De la inspección, claro. El rumor corre por toda la planta. Me enteré al llegar esta mañana. Y no cuesta mucho deducir que se notará en algo la tasa de accidentes.
—Así es. —El doctor sonrió ante su propia estupidez. Realmente se había portado como un tonto—. Bien hecho, hijo. Tienes toda la razón.
Iba a haber accidentes, por supuesto. Los hombres, al sufrir aquella inspección completa en las condiciones de tensión en que se encontraban, iban a ser un caldo de cultivo ideal para que hubiera más accidentes. Con un poco de suerte, sólo se producirían contratiempos rutinarios, pero no había modo de asegurarse de que la buena suerte estuviera de su lado. Podía suceder casi cualquier cosa.
Palmer acababa de indicarle que cualquier accidente podría considerarse como prueba de falta de seguridad. Por supuesto, no podrían impedir que hubiera alguna anotación negativa en los libros del comité, pero casi se podía asegurar que, en una operación tan delicada y complicada como la creación de isótopos superpesados y con los hombres trabajando casi al borde de la crisis nerviosa, algo iba a ir mal.
¡Debiera haber enviado al infierno a Palmer y haberse quedado en casa!
Ferrel encontró a Meyers en el dispensario, en pleno trabajo, tratando los casos rutinarios con su habitual eficacia. En la sala de operaciones prefería a la huraña y seria Dodd, pero en el dispensario era mejor Meyers. Era una mujer de unos treinta años, que incluso hubiera sido bonita de no ser porque su cara era pálida como la cera. El cabello, la piel y los ojos de la enfermera eran tan apagados que no había maquillaje capaz de darles vida.
En el momento de entrar Ferrel estaba limpiándole el ojo a un empleado, y siguió con su trabajo hasta el final antes de volverse hacia el doctor.
—Se ha quemado el ojo con un cigarrillo cuando se iba a poner las gafas —le informó—.
No es nada grave. Ya llevo once casos en la última media hora. Ahí están los informes.
El doctor observó las tarjetas y vio contestada su pregunta. Jenkins había estado en lo cierto: el índice de accidentes era el triple de lo normal. A pesar de todo, ningún caso hasta aquel momento había revestido gravedad.
—Hasta ahora no ha habido nadie que fingiera estar enfermo —dijo la muchacha.
Por lo general, siempre había alguien que llegaba a la conclusión de que la mejor manera de tomarse un día libre era fingir alguna enfermedad. La enfermera dejó escapar una tímida risa.
—El doctor Jenkins se ha encargado de algunos, pero creo que no les ha hecho mucha gracia que les diera laxantes. Hoy ni siquiera ha venido la telefonista.
—Esta sólo viene con el cuento cuando se aburre. Hoy, en cambio, seguramente espera que haya fuegos artificiales —repuso Ferrel.
Durante años, se había habituado a conceder a la telefonista cada tres o cuatro meses, un día de baja para animarla a hacer funcionar su imaginación. Era la única en toda la planta que se las ingeniaba para presentarse con algún síntoma interesante cada vez que pretendía conseguir un día de descanso extra.
—Jenkins la trató ayer. Le diagnosticó una lethargica gravas galopante y le dio no sé qué y los labios de la chica comenzaron a ponerse azules y siguieron así durante varias horas —dijo Meyers.
La enfermera parecía admirar al muchacho. Era la primera prueba que tuvo el doctor de que Jenkins poseía un cierto sentido del humor.
Ferrel se dirigió de nuevo a la parte principal del edificio. Disponían del equipo y del personal más completo que había habido nunca en central alguna, con una riqueza de medios casi embarazosa. Además de Dodd y Meyers, había otras tres enfermeras, dos celadores masculinos, dos conductores para los pequeños triciclos que llevaban las camillas en las emergencias, una recepcionista y una secretaria para los médicos. La sala de operaciones tenía de todo y había incluso dos pequeñas habitaciones donde los pacientes podían esperar en caso de que surgiera la necesidad.
Dio una vuelta por el equipo de hipotermia y crioterapia y pasó revista a lo que había.
La mayor parte del instrumental de la sección médica era calificado como imprescindible por las leyes estatales, pero aquellos aparatos en concreto habían sido una idea del propio Palmer. Se utilizaban para disminuir la temperatura del cuerpo o de cualquiera de sus partes hasta que la respuesta al dolor fuera inexistente. Aquella era una antigua teoría de la medicina que había sido probada en gran número de enfermedades, incluso para intentar curar el cáncer, sin resultados. Al final, sin embargo, se había perfeccionado el sistema y se había desarrollado una técnica que lo hacía útil. En las operaciones urgentes resultaba muchísimo mejor que la anestesia habitual. En el vehículo de urgencias había incluso un accesorio que permitía empezar a helar el tejido durante el transporte al centro médico.
La inspección no preocupaba gran cosa al doctor. Las normas estatales sobre plantas atómicas se habían vuelto muy exigentes, hasta el punto de que eran mucho más severas que cualquiera de las normas que la Comisión Nacional de Control Atómico había sugerido, pero había pasado la inspección hacía menos de un mes.