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Authors: Inma Chacon

Tags: #prose_contemporary

Lo que Dafne no sabía era si tendría paciencia para escucharla cuando le dijese que ella no era quién él creía, que la chica de las fotos del blog no sabía nada de aquella farsa, y que mejor hubiera sido hacerle caso a Paula cuando le aconsejó tantas veces que terminase con todo aquello.

La paciencia es la virtud de los que se saben seguros. Ojalá Roberto no la perdiera nunca.

-oOo-

De esta manera discurrió la mayor parte del verano. Dafne haciéndose pasar por su hermana Cristina, engañando al que ella tomaba por Roberto, y
El que faltaba por aquí
permitiendo el equívoco que le convertía en otra persona a los ojos de Dafne.

Por las mañanas y por las tardes se enviaban decenas de sms, y por las noches, cuando Teresa se quedaba dormida en su habitación bajo los efectos del somnífero, mantenían largas conversaciones en el chat. De vez en cuando hablaban por el móvil, aunque Roberto dejó de mostrar interés por esta vía desde que hablaron la primera vez, porque decía que siempre andaba con dolor de garganta.

Hacía más de tres semanas que Paula se había ido de vacaciones con sus padres. Durante todo ese tiempo, Dafne no dejó de subir fotos de su hermana Cristina a su muro, y él no dejó de escribir comentarios sobre cuándo podría ver en persona aquellos ojos.

En cierta ocasión, en que se celebraban las fiestas de verano del barrio, Roberto la llamó y le dio a entender que volvería a la ciudad, e iría a las fiestas si ella le daba una esperanza de encontrarse con él. No se lo dijo claramente, pero sí le hizo ver que si ella pudiera escaparse, él estaría dispuesto a volver de la playa, aunque tuviera que hacerlo solo.

Dafne no le había dado tampoco una respuesta muy clara a la que atenerse. Si Paula hubiera estado allí, no lo habría dudado, habrían ido las dos juntas a la feria y se habrían escondido para verle, como siempre. Pero sola no se atrevía a escaparse de casa.

—No te prometo nada. Si puedo ir, voy, pero no puedo asegurarlo, aunque me encantaría ¿sabes?

—Entonces yo procuraré estar ahí todas las noches. Te esperaré en los coches de choque a las once.

—Pero yo no puedo salir de casa a las once.

—¿No dices que tu madre se toma una pastilla que la deja fuera de juego?

—Sí, pero una cosa es saltarme el castigo del ordenador cuando se duerme, y otra salir a esas horas.

—Bueno, tú verás, si quieres lo haces, y si no, esperaré a otra ocasión. Aunque no creo que las once sea muy tarde para una chica de tu edad ¿no? ¿O es que nunca sales por la noche?

—Sí, sí, claro que salgo. Si puedo, voy.

Durante los tres días siguientes, Roberto no se conectó por la noche a internet ni la llamó por teléfono. Por la mañana le enviaba un sms en que le decía que la había estado esperando en los coches de choque la noche anterior, y por la tarde le enviaba otro diciéndole que la esperaría aquella noche a partir de las once.

Al cuarto día, Dafne no pudo resistir más la tentación de ir a verle. Esperó a que se durmiera su madre, y salió de casa en dirección a las fiestas.

Por supuesto, no tenía ninguna intención de identificarse. Únicamente deseaba verle de lejos, sin riesgos de que pudiera reconocerla como una de las chicas del grupo de pequeños del Chino.

Cuando llegó a los coches de choque, vio a los gemelos que siempre andaban con él haciendo el bruto, junto a dos chicas del grupo de mayores. Parecían bebidos. Se reían por cualquier cosa y empujaban a los que se cruzaban con ellos a diestro y siniestro.

Dafne miró hacia todas partes, pero Roberto no estaba con ellos. Ni tampoco en los coches de choque, ni en ninguna de las otras atracciones de la feria.

Eran las dos menos cuarto cuando decidió volverse a casa. No había autobuses ya, y en el metro no habría viajado aunque hubiera estado abierto y fueran las seis de la tarde, le aterraba casi más que los ascensores. De manera que decidió coger un autobús nocturno que pasaba por su barrio. La parada se encontraba abarrotada de chicos y chicas que esperaban al búho.

Algunos fumaban canutos, mientras se reían y gritaban. A su alrededor comenzó a formarse un botellón con tanto estrépito, que un vecino les tiró un cubo de agua para que callasen, después de haberles amenazado varias veces con llamar a la policía. Había pasado casi media hora cuando apareció una pareja de municipales con su siempre inquietante «¡A ver! ¡Vamos sacando el carné!».

Dafne trató de escabullirse entre los demás jóvenes, pero uno de los policías, que se había fijado en ella desde que llegó, la sacó de la fila del búho y le gritó.

—¡Tú! ¡¿De qué te escondes?! ¡Enséñame el DNI!

Dafne se metió las manos en los bolsillos como si estuviese buscando algo.

—Es que... Se me ha olvidado en mi casa.

—¡Muy bien! ¿Cuántos años tienes? ¿Estás colocada tú también?

—No, yo no fumo.

—¿Tampoco bebes?

—No.

—¿Con quién estás?

—Con nadie.

El policía la sacó de la fila del búho y la obligó a entrar en el coche patrulla.

—¡Dirección de tus padres y número de teléfono! ¡Vamos!

—Si no hace falta..., de verdad..., yo me iba ya para casa.

Pero por mucho que le rogó que la dejara marcharse, el policía no le permitió salir del coche hasta que Teresa llegó a buscarla. Traía la cara desencajada. Se había puesto un vestido playero y había salido de casa sin peinarse, en chanclas, con los ojos empequeñecidos por el efecto del somnífero y la boca hinchada.

Apenas habló mientras volvían en el coche. Se secaba los lagrimones que le caían de vez en cuando con el dorso de la mano, y se lamentaba entre dientes con un qué habré hecho yo, Dios mío, para merecer tanto castigo, que Dafne conocía muy bien.

Cuando llegaron a casa, le pidió sus llaves de la puerta, la acompañó a su cuarto y le dio la bofetada de la que siempre había huido.

—¿Qué hacías en la calle a estas horas? ¿Te parece bonito que tenga que llamarme la policía para venir a recogerte? ¿En qué estás pensando, Dios mío? ¿Quieres matarme a disgustos?

Dafne no le contestó. Aquellas preguntas no exigían respuestas. Teresa se fue a su cuarto después de cerrar la puerta de la calle con llave y se acostó.

Al día siguiente, ninguna de las dos habló sobre lo que había sucedido. Dafne ni siquiera le dijo a Roberto que había ido a la feria y él no estaba allí. Era como si no hubiese ocurrido, como si el somnífero de su madre hubiese borrado por completo aquella noche, aquella angustia que la mantuvo muda desde que el policía le pidió el carné hasta que se encontró de nuevo en casa, a salvo, después de pagar como único precio el bofetón de su madre.

No obstante, a pesar de que Teresa no volvió a hablar del asunto, su mirada y la puerta cerrada con llave de día y de noche le decían que no lo había olvidado. Desde entonces, cada vez que salía a la calle, aunque sólo fuese a comprar el periódico al quiosco de la esquina, la obligaba a que bajase con ella.

Roberto continuó enviándole mensajes por la mañana y conectándose al chat del facebook por la noche, manteniendo un engaño en el que los dos actuaban de víctimas y de tramposos.

Curiosamente, pese a los cientos de sms que se enviaron, y a las horas muertas que pasaron conectados a internet, ninguno de los dos se dio cuenta de que el otro no era quien decía ser.

Paula se conectaba de vez en cuando desde la playa, igual que el resto de los amigos del colegio, pero Dafne apenas hacía caso a ninguno. Todos los minutos de internet se los dedicaba a Roberto.

Nunca llegó a pedirle a su madre que la dejase ir a la piscina municipal, la tensión entre ellas seguía siendo tan fuerte que habría supuesto algo muy parecido a una rendición, y no estaba dispuesta a mostrarle el menor signo de debilidad, a menos que admitiera que estaba siendo injusta con ella. Su madre se comportaba como una carcelera. En todo momento tenía las llaves encima, guardadas en el bolsillo de su pantalón. Seguramente esperaba que se las pidiera para volver a darle una bofetada, o para exigirle la explicación que todavía no le había dado. Pero andaba equivocada si pensaba que así se arreglaban las cosas con ella.

Además, ya no tenía ningún interés en la piscina; Roberto se había vuelto a la playa, cansado de sus plantones en la feria, y no regresaría hasta que ella accediera a encontrarse con él. Así es que no le importaba seguir encerrada. La sensación de que por las noches escapaba de aquella cárcel gracias al facebook superaba con creces la del encierro durante el día.

Desde que hablaba diariamente con Roberto, había conseguido tal grado de confianza con él que sólo podía comparar su relación con la que la unía a su prima Paula. Excepto de ella misma y de su padre, le habló de casi todas las cosas que le importaban en la vida: de las peleas con su madre y con sus hermanas, de su prima, de su tía, de su perro, de sus abuelos y de los suspensos. Eso sí, para evitar que pudiese averiguar su verdadera identidad, nunca le dio nombres ni de personas ni de ciudades.

Por su parte, él le contó su viaje por Europa con todo lujo de detalles. Cada catedral, cada palacio, cada museo, cada restaurante, cada parque, cada montaña. Todos los días un país. Un sueño que le prometió que repetirían juntos en cuanto Dafne lo quisiera.

Y sin embargo, a pesar del nivel de complicidad que habían alcanzado, después de casi un mes de llamadas telefónicas y de dos de comunicarse por el ordenador y por los sms, Roberto siempre la detenía cuando ella pretendía hablar de sentimientos.

—Te quiero mucho más de lo que tú puedas imaginar. Pero no vuelvas a preguntármelo si no vas a darme una cita. ¡En serio! No sabrás hasta qué punto te quiero hasta que nos veamos en persona.

-oOo-

Y así, en ese sí pero no, en el que se movía una historia que se escapaba de sus manos sin saberlo, llegó un día en que Roberto la sorprendió con una frase que la dejó paralizada en su silla. Faltaban unos días para el regreso de Paula de sus vacaciones.

—He visto a tu hermana Lliure.

Dafne creyó morir en ese momento.

—¿A mi hermana Lliure? ¿Qué dices? ¿De qué hablas?

—Digo que he visto a Lliure. Estoy en el pueblo de tu madre. ¿Era ésta la playa a la que te referías?

—¿Qué pueblo? Yo nunca te he dicho el nombre del pueblo.

—Ya lo sé, pero fíjate qué casualidades tiene la vida. Ahora resulta que vamos a estar todos en la misma playa. Así es que ya no te vas a poder escapar. ¿Dónde nos vemos?

—¿Y tú cómo sabes que es mi hermana?

—No es nada difícil, se parece muchísimo a ti. Además, tú misma has colgado fotos en el muro de cuando erais pequeñas y, la verdad, la cara no le ha cambiado apenas. Es fácil reconocerla. En cuanto la vi, supe que era ella.

Dafne no sabía qué decir. Se retiró el móvil de la oreja y respiró profundo mientras trataba de entender la situación. Todo aquello le resultaba tan extraño.

Al otro lado del teléfono, Roberto continuaba hablando.

—Bueno ¿qué? Ahora que estamos los dos en el mismo sitio, ya no hay excusas que valgan para que quedemos. ¿No te irás a inventar otra cosa ahora, verdad?

Dafne le contestó después de unos segundos.

—No, no hay excusas, nunca las ha habido. Yo nunca te he dicho que estuviera con mis hermanas en la playa. Te dije que estaba con mi prima. Por cierto, tampoco te he dicho nunca el nombre de mi hermana.

—Tienes razón, pero alguien la llamó Lliure en el paseo Marítimo y se volvió. No es un nombre muy común, por eso me fijé en ella. ¿A que es una casualidad increíble?

—Sí, es mucha casualidad.

Y, realmente, resultaba increíble. ¿Cómo iba a veranear Roberto en el pueblo de sus abuelos? Era verdad que en los últimos años muchos veraneantes elegían la costa norte para huir del calor y de las aglomeraciones del sur y del levante, pero aquel pueblecito de pescadores todavía no se había convertido en un destino turístico. No podía ser casualidad.

A Dafne se le quitaron las ganas de seguir con la conversación. Le dijo que no se encontraba bien y colgó el teléfono.

Necesitaba pensar.

Capítulo 31

Las redes más peligrosas son las invisibles. Dafne lo sabe. Pero más peligrosas aún son las que se tejen alrededor de uno mismo, porque ésas no sólo no las aprecia la vista, sino que apenas se sienten.

Mientras Dafne comenzaba a darse cuenta de que había caído en su propia trampa, el auténtico Roberto continuaba en el hospital, tratando de recuperarse del accidente sin el que no hubiera sido posible aquel doble engaño.

Había salido y entrado varias veces de la UVI. Cuando no estaba narcotizado le dolían tanto las piernas que no era capaz de pensar en nada, aparte de desear, con las pocas fuerzas de que disponía, que desapareciera aquella sensación de que le abrasaba la pierna derecha.

El autoinjerto no acababa de arraigar por completo, y los médicos no podían asegurar que los dolores de los que se quejaba el enfermo no se debieran a que alguna de las terminaciones nerviosas de la zona injertada hubiera quedado libre, por lo que barajaban la posibilidad de una nueva intervención que solucionara el problema. Por este motivo, hasta que no estuvieron seguros de que la piel había prendido correctamente, y no había riesgo de rechazo, le mantuvieron prácticamente sedado, entrando y saliendo de la UVI al menor signo de empeoramiento.

-oOo-

El día del atropello, los gemelos se encargaron de recoger todas las cosas del Rata y de meterlas en una bolsa de plástico. El móvil, las gafas de sol, el abono de transporte, los auriculares del mp3, las llaves y unas cuantas monedas que habían quedado desparramadas por el suelo. Esa misma noche, antes de abandonar el hospital para irse a su casa, le entregaron las cosas a los padres de Roberto. Kiko se marchaba también en ese momento, y su madre le dio la bolsa con el ruego de que la dejara sobre la mesa de la habitación de su hermano.

Aquella bolsa de plástico aún permanecía en el escritorio del Rata, en la misma posición en la que Kiko la había dejado, cerrada, con un nudo que había hecho su madre utilizando las asas.

-oOo-

Kiko y los gemelos congeniaron muy bien en el hospital. Antes del accidente sólo se veían cuando acompañaban a Roberto a su casa o cuando coincidían en el Chino con sus respectivos grupos de amigos. Para los gemelos, Kiko era un pipa más del grupo intermedio entre el de los pequeños y el suyo. Pero desde que compartían la sala de espera de la UCI, surgió entre ellos una amistad bastante profunda, alimentada sobre todo por la preocupación que sentían por el Rata.

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