Nivel 5 (15 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Trhiller, Biotecnología, Guerra biológica

Singer señaló hacia una oxidada viga, que aparecía retorcida a pocos metros de distancia sobre el suelo.

—Eso es lo que queda de la torre donde se colocó la primera bomba. Si observa cuidadosamente, se dará cuenta de que nos encontramos en una depresión producida por la explosión. Allí estaba uno de los puestos de instrumental de observación —añadió Singer, señalando un montículo y unos búnkers en ruinas.

—¿Y es aquí donde haremos el picnic? — preguntó Carson con incertidumbre.

—No —contestó Singer—. Continuaremos un kilómetro más. El paisaje es más bonito allí. Bueno, un poco más agradable.

Los Hummers se detuvieron en una llanura arenosa desprovista de matorrales o cactus. Sólo una duna, sujetada por un grupo de yucas, se elevaba por encima de la extensión plana del desierto. Mientras los trabajadores bajaban el tanque de ganado de la camioneta, los científicos empezaron a tomar posiciones en la arena, a instalar sillas, sombrillas y neveras portátiles. A uno de los lados se instaló la red para jugar al voleibol. Se colocó una escalera de madera apoyada en el tanque y el camión-tanque maniobró hasta situarse junto al depósito, que empezó a llenar con agua fresca. Desde un estéreo portátil surgieron las melodías de los Beach Boys.

Carson permaneció a un lado, observando toda la actividad. Había pasado la mayor parte de sus horas de vigilia en el laboratorio C, y aún no conocía a la mayoría de la gente por su nombre. La mayoría de los científicos llevaban allí bastante tiempo y habían trabajado juntos casi los seis meses. Al mirar alrededor comprobó casi con alivio que Brandon-Smith había decidido quedarse en el complejo de aire acondicionado. La tarde anterior había pasado por su despacho para informarse sobre el estado de los chimpancés, y aquella mujer había parecido dispuesta a matarle sólo porque perturbó accidentalmente la disposición de los pequeños aperitivos que dejaba obsesivamente ordenados sobre el borde de su mesa. Mejor así, pensó ahora cuando en su imaginación apareció la poco agraciada imagen de la científica en bañador.

Singer lo vio y le hizo señas de que se acercara. A su lado estaban sentados dos de los científicos más antiguos, a los que Carson apenas conocía.

—¿Conoce ya a George Harper? — le preguntó Singer.

Harper le sonrió y le tendió la mano.

—Nos tropezamos a veces en el Tanque de la Fiebre —dijo—. Literalmente. Como dos biotrajes que pasan el uno junto al otro en medio de la noche. Naturalmente, escuché la atractiva descripción que hizo usted de la doctora Brandon-Smith.

Harper era un hombre larguirucho, con una larga melena castaña y una prominente nariz ganchuda. Se repantigó en su tumbona. Carson sonrió con una mueca.

—Sólo estaba comprobando la función general de mi intercomunicador.

Harper se echó a reír.

—Todo el trabajo se detuvo durante cinco minutos, mientras todos apagábamos nuestros intercomunicadores para… —Se volvió hacia Singer—. Para toser.

—Vamos, George —dijo Singer con una sonrisa. Señaló entonces al otro científico que le acompañaba—. Éste es Andrew Vanderwagon.

Vanderwagon llevaba un bañador muy conservador, y su pecho cetrino y hundido parecía peligrosamente expuesto al sol. Se levantó y se quitó las gafas de sol.

—¿Cómo está? — dijo y le estrechó la mano a Carson.

Era bajo de estatura, delgado, erguido y delicado, con unos ojos azules blanqueados por la luz del sol hasta adquirir un tono de dril desvaído. Carson lo había visto por Monte Dragón, con chaqueta, corbata y zapatos de punteras.

—Soy de Texas —dijo Harper con un marcado acento—, así que no tengo que levantarme. Por aquí no nos andamos con muchas ceremonias. Andrew, en cambio, es de Connecticut.

Vanderwagon asintió y comentó:

—Harper sólo se levanta cuando un buey deposita una buena carga a sus pies.

—Diablos, no —dijo Harper—. En un caso así nos limitamos a apartarlo con la bota.

Carson se acomodó en una tumbona que le ofreció Singer. El sol era brutal. Oyó varios gritos y luego un chapoteo; la gente subía por la escalera y saltaba al agua. Al mirar alrededor distinguió a Nye, el jefe de seguridad, sentado en un lugar apartado, leyendo el
New York Times
bajo una sombrilla de golf.

—Ese es un tipo tan extraño como un novillo castrado —dijo Harper al observar la dirección de la mirada de Carson—. Mírelo ahí sentado, con su condenado traje de Savile Row, y ya debemos estar por lo menos a treinta y ocho grados.

—¿Por qué ha venido? — preguntó Carson.

—Para vigilarnos —contestó Vanderwagon.

—¿Qué podemos hacer que sea tan peligroso? —quiso saber Carson.

—Vamos, Guy, ¿no lo sabe? — preguntó Harper echándose a reír—. Uno de nosotros podría robar un Hummer, conducir hasta Radium Springs y diseminar un poco de gripe X en río Grande, sólo para desatar un poco el infierno por ahí.

—Esa clase de comentarios no son graciosos, George —intervino Singer con ceño.

—Ése es como un hombre del KGB. Siempre está en todas partes —dijo Vanderwagon—. No ha salido de aquí desde el ochenta y seis, y creo que eso le ha puesto enfermo. No me sorprendería si se dedicara a registrar nuestras habitaciones.

—¿No tiene amigos aquí? — preguntó Carson.

—¿Amigos? —dijo Vanderwagon enarcando las cejas—. No que yo sepa. A menos que se cuente a Mike Marr, que tampoco tiene familia.

—¿Qué hace durante el día?

—Anda por ahí dando vueltas, con ese sombrero y esa coleta —contestó Harper—. Debería fijarse en el personal de seguridad cuando Nye anda cerca; todos se inclinan como sumisos vasallos.

Vanderwagon y Singer rieron. A Carson le sorprendió un poco que el director de Monte Dragón se uniera a las burlas sobre su propio jefe de seguridad. Harper se reclinó en la tumbona, colocó las manos por detrás de la cabeza y suspiró.

—De modo que usted es de por aquí —dijo con los ojos semicerrados y un gesto de la cabeza hacia Carson—. Quizá pueda decirnos algo más sobre el oro de Mondragón.

Vanderwagon emitió un gemido.

—¿El qué? — preguntó Carson.

Los tres se volvieron a mirarle, sorprendidos.

—¿No conoce la historia? — preguntó Singer—. ¿Y usted es de Nuevo México? — Metió ambas manos en la nevera portátil y sacó un puñado de cervezas—. Eso se merece tomar algo fresco —dijo antes de repartirlas.

—Oh, no. No vamos a escuchar de nuevo esa leyenda —dijo Vanderwagon.

—Carson no la conoce —protestó Harper.

—Según dice la leyenda —empezó Singer dirigiéndole una mirada llena de humor a Vanderwagon—, un rico comerciante llamado Mondragón vivía en las afueras de la vieja Santa Fe, a finales del siglo diecisiete. Fue acusado de brujería por la Inquisición y encarcelado. Mondragón sabía que el castigo sería la muerte y se las arregló para escapar, con la ayuda de su sirviente, Estebanico. Ese tal Mondragón había sido propietario de unas minas en las montañas Sangre de Cristo, en las que trabajaban esclavos indios. Minas muy ricas, según dicen, probablemente de oro. Así que, cuando escapó de las garras de la Inquisición, regresó a escondidas a su hacienda, tomó el oro, lo cargó en una mula y huyó con su sirviente por el Camino Real. Llevaba casi cien kilos de oro, todo lo que podía transportar con seguridad a lomos de la mula. Cuando llevaban varios días tratando de cruzar el desierto de Jornada, se quedaron sin agua. Así que Mondragón envió por delante a Estebanico, con las calabazas de agua vacías, para que las rellenara, mientras que él se quedaba atrás con un caballo y la mula. El criado encontró agua en una fuente situada a un día de camino, y luego cabalgó de regreso. Pero cuando llegó al lugar donde había dejado a Mondragón, éste había desaparecido.

Harper tomó el relevo de la narración.

—Cuando la Inquisición se enteró de lo ocurrido, empezaron a seguirle la pista por el Camino Real. Cinco semanas más tarde, justo en la base del Monte Dragón, encontraron un caballo atado a una estaca. Estaba muerto, y era el caballo de Mondragón.

—¿En Monte Dragón? — preguntó Carson.

—El Camino Real —dijo Singer asintiendo con un gesto— pasaba justo por los terrenos donde ahora está el laboratorio y rodeaba la base de Monte Dragón.

—En cualquier caso —continuó Harper—, buscaron señales de Mondragón por todas partes. A unos cincuenta metros del caballo muerto encontraron su caro jubón. Pero por mucho que buscaron, nunca encontraron el cadáver de Mondragón, ni la mula cargada con el oro. Un sacerdote roció con agua bendita la base de Monte Dragón, para limpiar el lugar de la presencia del malvado Mondragón, y erigieron una cruz en lo alto de la montaña. El lugar fue conocido como Cruz de Mondragón. Más tarde, cuando los comerciantes estadounidenses recorrieron el Camino Real, simplificaron y variaron ligeramente el nombre, que se convirtió así en Monte Dragón.

Terminó de beberse la cerveza y exhaló un suspiro de satisfacción.

—Cuando era pequeño oí contar muchas historias sobre tesoros enterrados —dijo Carson—. Eran tan habituales como las garrapatas en un talonero rojo. Y tan falsas como uno de ellos.

Harper se echó a reír.

—¡Garrapatas en un talonero rojo! Por lo visto, alguien más tiene aquí sentido del humor.

—¿Qué es un talonero rojo? — preguntó Vanderwagon.

La risa de Harper se hizo más fuerte.

—Vamos, Andrew, pobre ignorante yanqui, es una especie de perro que se usa para arrear el ganado. Lo persigue pegado a sus talones, así que lo llaman talonero. Como cuando se persigue a un ternero con un lazo. — Imitó el gesto de hacer girar el lazo en el aire y miró a Carson—. Me alegra tener por aquí a alguien que no sea un bisoño.

Carson le sonrió.

—Cuando era un muchacho, solíamos salir a buscar el tesoro perdido de Adam. Supuestamente, si se creen todas las historias que se cuentan, este estado contiene más oro enterrado del que hay en Fort Knox.

—Esa es la clave —bufó Vanderwagon—. Si se cree en todas esas historias. Harper es de Texas, cuya principal industria es la fabricación y distribución de mierda de vaca. Bien, creo que ha llegado el momento de darse un buen chapuzón.

Retorció la botella de cerveza sobre la arena, para introducirla un poco y dejarla de pie, y se levantó.

—Yo también voy —dijo Harper.

—¿Viene usted, Guy? — preguntó Singer, que también se levantó para seguir a los científicos hacia el tanque, quitándose la camisa.

—Dentro de un momento —comentó Carson.

Los vio subir por la escalera y lanzarse al agua, bromeando entre ellos. Terminó de beberse la cerveza y la dejó a un lado. Parecía surrealista encontrarse sentado en medio del desierto Jornada del Muerto, a un kilómetro del lugar donde se había hecho detonar la primera bomba atómica, viendo cómo varios de los más brillantes biólogos del mundo chapoteaban en el agua de un tanque de ganado y se divertían como niños. Pero la misma irrealidad del lugar era como una droga. Le pareció que así era como debió de sentirse la gente que trabajó en el proyecto Manhattan. Se quitó los pantalones y la camisa y se quedó en bañador, cerró los ojos y se sintió relajado por primera vez desde hacía una semana.

Al cabo de varios minutos, el implacable sol lo incomodó; se enderezó y metió la mano en la nevera portátil en busca de otra cerveza fresca. Al abrirla, escuchó la risa de Susana, que se elevaba sobre el rumor de las conversaciones. Ella estaba de pie, al lado del extremo más alejado del tanque; se apartaba el largo cabello de la cara y hablaba con algunos de los técnicos; su biquini blanco contrastaba con su bronceada piel. Si vio a Carson, no le dio la menor muestra de ello.

Mientras la observaba, Carson vio a otra persona unirse al grupo de Susana. La extraña cojera de su caminar le resultó familiar: Mike Marr, el segundo jefe de seguridad. Marr empezó a hablar con Susana, con su lánguida y amplia sonrisa claramente visible. De repente, se acercó más a ella y le susurró algo al oído. La expresión de la mujer se oscureció y se apartó de él bruscamente. Marr volvió a decirle algo y un instante después ella le propinó un bofetón. El seco sonido llegó hasta Carson. Marr retrocedió casi de un salto, y el sombrero negro de vaquero se le cayó en la arena. Al agacharse para recogerlo, Susana le dijo algo rápidamente, con una mueca despectiva. Aunque Carson no pudo escucharlo, el grupo de técnicos estalló en carcajadas.

La expresión que apareció en el rostro de Marr, sin embargo, fue preocupante. Estrechó los ojos, y la expresión que poco antes había sido afable y simpática desapareció. Con movimientos exagerados, se volvió a colocar el sombrero negro sobre la cabeza, sin apartar la mirada de la mujer. Luego, giró sobre sus talones y se alejó del grupo.

—Esa mujer es como una traca, ¿verdad? — dijo Singer entre risitas cuando regresó con los demás y observó la dirección de la mirada de Carson, quien se dio cuenta de que Singer no había observado el pequeño incidente—. ¿Sabe? Llegó aquí para trabajar en el departamento médico apenas una semana antes de que llegara usted. Pero entonces se marchó Myra Resnick, que había sido ayudante de Burt. Teniendo en cuenta el excelente historial de Susana, me pareció que sería una ayudante perfecta. Espero no haberme equivocado.

Arrojó un pequeño guijarro sobre el regazo de Carson.

—¿Qué es esto?

El guijarro era verde y ligeramente transparente.

—Cristal atómico —contestó Singer—. La bomba Trinity fusionó la arena cercana al punto de explosión, y dejó una costra de este material. La mayor parte ya ha desaparecido, pero de vez en cuando aún se encuentra alguna que otra pieza.

—¿Es radiactivo? — preguntó Carson, que sostuvo el cristal con recelo.

—En realidad, no.

—En realidad, no —repitió Harper con una risotada, limpiándose el agua de una oreja con el dedo meñique—. Si tiene la intención de tener hijos, Carson, yo en su lugar apartaría eso de sus gónadas.

—Es usted un bruto vulgar, Harper —dijo Vanderwagon, que sacudió la cabeza.

Singer se volvió hacia Carson.

—De hecho son buenos amigos, aunque no lo parezca.

—¿Cómo empezó usted a trabajar para la GeneDyne? — le preguntó Carson devolviéndole el cristal a Singer.

—Tenía la cátedra honorífica de biología, instituida por Bridges en el CalTech. Creía haber llegado a lo más alto de la profesión. Y fue entonces cuando apareció Brent Scopes y me hizo una oferta. — Singer sacudió la cabeza, al recordar—. Monte Dragón se iba a convertir en una instalación civil, y Brent quería que me hiciera cargo de ella.

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