...O llevarás luto por mi (53 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

Manuel Rodríguez
Manolete
cumplió treinta y un años el 4 de julio de 1947. Había estado toreando continuamente, salvo unas cuantas pausas para recuperarse de sus cornadas, desde 1939. Durante estos ocho años había ganado casi doscientos cuarenta millones de pesetas. Era una suma fabulosa, sobre todo teniendo en cuenta la circunstancia de que había sido ganada en su mayor parte durante los años de aislamiento de España, cuando, apartada de la Europa beligerante, vivía de los recursos marginales de su maltrecha economía. Era, según confesaba el diestro, más dinero del que habían ganado entre todos los miembros varones de su pobre familia cordobesa en cinco generaciones. Y pensaba también que había llegado ya el momento de gastarlo en paz. La tensión de ocho años de lucha con los toros habían dejado huella en él. Bebía demasiado y dormía demasiado poco. Al regreso a España de su gira triunfal por Sudamérica anunció su inminente retirada.

Pero su novia le había advertido que España no renunciaría a él. Su «lindo traje de oro», profetizó, significaba «diversión y dinero para demasiada gente para que le permitieran quitárselo. Antes lo matarán»
[12]
.

Y estuvo en lo cierto. Un coro de irritada repulsa siguió al anuncio de retirada. Manolete significaba demasiado para España. Era más que un torero; era, para su nación, un símbolo, un recordatorio de su pasado, una esperanza para el futuro y un solaz necesario para el triste presente. El rencoroso público que le había convertido en un ídolo se volvió contra él con salvaje encono. Le daba «miedo un ratón en un cuarto de baño», decía una canción popular. Sólo lidiaba toros pequeños. Tenía miedo del prometedor talento del joven de veintiún años Luis Miguel Dominguín.

Estas acusaciones hirieron lo más vulnerable del torero español: su orgullo. Manolete se empeñó en hacer que el público vocinglero se tragase sus burlas mediante una temporada triunfal. Toreó más y mejor y con toros más peligrosos que nunca. Y el público que lo había adorado permaneció indiferente. Le exigía más y más.

De la misma manera que habían abucheado a Joselito treinta años antes, le abuchearon a él de plaza en plaza, condenándole, hiciera lo que hiciera, a sufrir la pública vergüenza de su rechifla.

«El público me exige más y más en cada corrida —le dijo a un periodista en San Sebastián—, y esto es imposible. No puedo darle más».

Más tarde, en esta misma plaza y después de agotarse inútilmente ante un público indiferente, le dijo a su gran amigo y rival Carlos Arruza: «Sé lo que quieren, y una de esas tardes se lo voy a dar para que esos bastardos estén contentos».

El 16 de julio, sufrió en Madrid una grave cogida. El 4 de agosto, desoyendo los ruegos de su médico, volvió al ruedo, débil y físicamente agotado. Temblando de fatiga, debilitado por la reciente herida y por la tensión nerviosa producida por los continuos insultos, fue de fracaso en fracaso.

El 28 de agosto, toreó en la ciudad minera de Linares, en la provincia de Jaén, distante una hora y media de Córdoba. Sus compañeros de terna eran Luis Miguel Dominguín y Gitanillo de Triana, y las reses procedían de la ganadería de don Eduardo Miura, de esa casta llamada «toros de la muerte» porque había causado más muertes de toreros que cualquier otra ganadería española.

El segundo toro de Manolete, quinto de la tarde, era negro y terciado. Llevaba marcado el número 21 en el costillar y era el que hacía el número 1.004 en la carrera del famoso diestro. Se llamaba
Islero
. Tenía un defecto muy acusado: derrotaba por la derecha.

A pesar de este defecto, Manolete consiguió ligar una serie de bellos y emocionantes pases que le valieron una ovación entusiasta del público. Pero su apoderado le pidió que matase pronto y aliviándose, porque el defecto del toro lo hacía aún más peligroso en la suerte suprema.

Con ademán desdeñoso, Manolete rechazó el consejo de su apoderado. Y jactanciosamente, asignando a cada uno de sus movimientos un estoicismo supremo, desplegó ante el público de Linares toda la gama de su genio y de su valor, como si quisiera vengarse de todos los insultos que había oído aquel verano.

Por último, se dobló sobre el pitón derecho y, consciente, muy lentamente, empujó el estoque, hundiéndolo hasta los gavilanes; tan despacio lo hizo que su mozo de estoques tuvo la impresión de que lo introducía centímetro a centímetro.

Pero fue una lentitud excesivamente confiada. El animal lanzó un seco derrote y hundió el pitón derecho en el muslo del torero. Mientras sus banderilleros lo llevaban a la enfermería, el público, aturdido, se puso en pie para aplaudir.

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ELATO DE
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Mi único remordimiento en la vida es no haber estado con mi amigo en aquella su última corrida. En cuanto supe la noticia, pedí prestado un Hispano-Suiza y fui en busca del doctor Jiménez Guinea, a la sazón gran especialista en heridas por asta de toro. Partimos de noche en dirección a Linares. A mitad del trayecto, nos detuvimos en una posada, donde pedimos un poco de hielo para la penicilina que llevábamos.

La penicilina era entonces un artículo precioso en España. Allí estaba Gitanillo de Triana, que había venido a nuestro encuentro desde Linares, en el Buick descapotable de Manolo. Un rico aficionado se lo había dado en México a cambio de dos barreras de sombra para una de sus corridas.

Pasamos al Buick y nos dirigimos a Linares a una velocidad infernal. Mi amigo estaba en una habitación del pequeño hospital. Circunstancia curiosa, puesto que, el año anterior, Manolo había llevado a aquel mismo hospital a un muchacho al cual había atropellado con el Buick.

Estaba medio inconsciente. Todos se agrupaban a su alrededor.

—Gracias a Dios que está usted aquí, don Luis —dijo al cirujano.

El doctor le dijo que se tranquilizase. Minutos más tarde, Manolo le dijo que no sentía nada en la pierna izquierda. El doctor Jiménez Guinea empezó a darle masaje.

—Calma, Manolo —le dijo—, y cierra los ojos.

—Los tengo cerrados —murmuró Manolo.

Pero los tenía abiertos de par en par. Entonces comprendí. Minutos después, agarró la sábana con los dedos y gritó:

—¡Ay, madre!

Se quedó rígido y todo terminó. Mi amigo había muerto.

Manuel Rodríguez
Manolete
le había dado al fin a la multitud lo que pensaba que ésta quería. Agradecidos, fueron centenares y millares los que. acudieron a su entierro en Córdoba. Como habían hecho con Joselito, las turbas que le habían denostado durante las últimas semanas de su vida, tranquilizaban su conciencia haciendo un mártir de aquel hombre, y una leyenda de su muerte.

Rafael Sánchez
El Pipo
, arruinado una vez más, escogió el malhadado momento para hacer su propia entrada en el mundo de la fiesta brava como apoderado de toreros. Su primer pupilo fue un primo de Manolete llamado. Rafael Molina. Éste tenía muy poco de la habilidad de su primo y nada de su valor. El Pipo lo dejó por un mexicano apodado Capetillo. Capetillo no resultó mejor que Molina, y El Pipo lo abandonó también por un paisano suyo llamado José Ramón Tirado.

Con Tirado, la fluctuante fortuna de El Pipo volvió a ascender una vez más, no tanto por las dotes del torero como por su mejor conocimiento de su nueva profesión.

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Lo que se necesita para este negocio es corazón resuelto e inteligencia pronta. Lo demás no cuenta. Me costó un poco comprender esto; pero, una vez lo hube comprendido, nunca volví la vista atrás.

Mi primera idea en lo tocante a Tirado fue hacerle famoso en España. Tenía que dar un buen golpe, y sin tardar. Un día me enteré de que Franco llegaría al aeropuerto de Barajas. Llamé a México y le dije a José Ramón que tomase un avión que llegaría al aeropuerto a la misma hora. Sabía que la prensa, la Televisión y los fotógrafos estarían allá, esperando la llegada de Franco. Pensé que de este modo, gracias al Caudillo, haría una publicidad gratuita a José Ramón.

Después tuve una idea mejor. Cablegrafié a Ramón diciéndole que tomara su billete y todo lo demás, pero que «no» subiese al avión. Por mi parte, para asegurarme el éxito de mi truco, soborné a un par de fotógrafos y me dirigí al aeropuerto. Tal como esperaba, el nombre de Ramón figuraba en la lista de pasajeros. El avión llegaba un poco antes que el de Franco. Dispuse a mis fotógrafos para que impresionasen la llegada triunfal de Ramón.

Naturalmente, Ramón brilló por su ausencia. Entonces, por medio de uno de mis fotógrafos, hice circular el rumor de que el torero se había lanzado del avión desde siete mil metros de altura. El bulo corrió por el aeropuerto con la velocidad del rayo. Al cabo de tres minutos, todos los periodistas que esperaban a Franco estaban a mi alrededor. Fotógrafos, locutores de la televisión, todo el mundo rodeaba a Rafael Sánchez
El Pipo
. Adopté un aire compungido por la pérdida del torero. Conté la historia de su carrera, inventándola a medida que hablaba. Puedo asegurarles que esta historia apareció en todos los periódicos de España. Al día siguiente, treinta millones de españoles sabían quién era Ramón Tirado.

Tres semanas más tarde, hice que lo salvara un buque mercante en mitad del océano. Era un milagro, la mano de Dios. Los periódicos se habían aferrado de tal modo a la historia, que cuando vieron a Tirado vivito y coleando no se atrevieron a desmentirla. Aquel año, todos los españoles quisieron verlo torear. Ganamos el dinero a espuertas. Lo malo fue que Tirado era mucho peor como torero que yo como publicitario. Y la gente se dio cuenta. Al terminar la temporada, era un hombre acabado y tuve que dejarlo.

Entonces resolví marchar a México y montar allí un negocio de mariscos. Pero aquello era la jungla. Una cueva de ladrones. Un lugar imposible para un honrado comerciante. Traté de organizar un par de corridas para hacerme con unos cuantos pesos. Pero tampoco en esto me acompañó la suerte, y regresé a España más pobre que Job.

El año 1959 fue muy malo para mí. Apoderé un par de toreros, pero no eran buenos y los dejé. El único dinero que gané aquel año fue en una corrida que organicé en Albacete y que estuvo a punto de costarme un ataque cardíaco.

Mi primer espada, Pedrés, era oriundo de Albacete; por consiguiente, pensaba llenar la plaza. Anuncié que le compraría los mejores toros de España, un lote de reses de la ganadería de Antonio Urquijo.

Esto, naturalmente, era una broma. No tenía dinero para adquirir un solo toro. Por último, logré que un amigo se asociara conmigo. Él me ayudaría a pagar los toros a cambio de una participación en los beneficios. El problema radicaba en que teníamos que pagar los toros en dinero efectivo el jueves por la mañana, antes de enviarlos a la plaza, y Pedrés tenía que torear aquella tarde. Si resultaba cogido durante la lidia, nuestra corrida sería un fiasco. No estaba dispuesto a pagar el importe de los toros si no contaba con Pedrés; por consiguiente, hice un trato especial con don Antonio Urquijo para pagar los toros el jueves por la tarde. Aposté a mi amigo, con el dinero, junto a un teléfono próximo al cortijo. Después me fui a la plaza a contemplar la lidia de Pedrés.

El quinto toro era el segundo que le correspondía; en cuanto lo hubo despachado, corrí al teléfono. Hablé con mi amigo y le dije que podía seguir adelante y comprar los toros. Acababa de regresar a la plaza, muy satisfecho, cuando oí gritar a la multitud. Pedrés había resultado cogido al hacer un quite al último toro. Creí que iba a desmayarme. Corrí al callejón y vi cómo se lo llevaban a la enfermería, blanco como la cera. La Policía no me dejó entrar a ver cómo estaba. Me temblaban las piernas de angustia. Todas mis esperanzas se habían ido al traste. Había comprado y pagado los toros y ahora me faltaba el torero. La corrida del domingo me costaría hasta la última peseta que tenía y unas cuantas más que no tenía.

Entonces se abrió la puerta de la enfermería. Me froté los ojos. Era Pedrés, y me pareció Lázaro saliendo de su tumba.

—Sólo un rasguño, don Rafael —me dijo.

Casi me desmayé de la emoción. Aquel domingo ganamos trescientas cincuenta mil pesetas.

Esto es cuanto hice aquel año; por tanto, no estaba precisamente en la gloria cuando llegó el invierno.

Lo malo de este país es que cualquier patán con dinero para comprar una barrera de sombra se imagina ser un técnico de la lidia. Por esto, cuando uno está un poco metido en la fiesta le están incordiando continuamente por una u otra cosa. Siempre le quieren endilgar algún muchacho que habrá de ser un nuevo Manolete. Cualquiera diría que los Manolete se fabrican en las tertulias de café. Ese primo mío del jerez es un ejemplo de ello. Yo entiendo más de jerez que él de toros. Además, cuando me pidió que viese a aquel chico conocido suyo, yo tenía ya un nuevo torero para 1960.

Sólo para hacerle callar y para que no me molestase más accedí a tomar una taza de café con el muchacho.

En cuanto entré en el establecimiento, sentí sus ojos clavados en los míos. Vino a mi encuentro y dijo:

—Sea usted mi apoderado y le compraré un Mercedes.

—¡Calma! —le dije—. ¿Sabes lo que cuesta un Mercedes?

—Claro que sí —dijo con su voz ronca—. Un millón de pesetas.

Su aspecto era lamentable. Iba vestido con harapos y calzaba alpargatas. Llevaba el pelo demasiado largo. Le dije que se volviese, y así lo hizo. Siempre les pido a los chicos que hagan esto. Y lo primero que miro son los brazos. Éste los tenía largos. Es una buena cualidad. Teniendo los brazos largos, se maneja más fácilmente la muleta. Le pregunté por qué quería ser torero.

—Para comer —me dijo—, para salir de mi miseria.

—¿Te gusta el dinero? —le pregunté.

—Más que a usted —me respondió—, más que a nadie.

Le pregunté qué edad tenía y me contestó que veinticuatro años. Le dije que era demasiado mayor, que tenía el caparazón demasiado duro.

—La edad no importa —me dijo—. Lo que cuenta es el valor.

Entonces le pregunté si había toreado alguna vez.

—Naturalmente —me dijo—. Muchísimas veces. En los campos, de noche. ¿En qué otro sitio puede torear un chico como yo?

—Escucha, muchacho —le dije—, ¿sabes de qué color tienes la sangre?

Se remangó el pantalón. Tenía en la pantorrilla una larga herida, todavía no cicatrizada del todo.

—De este color —me dijo. Y añadió—: Deme una oportunidad, don Rafael. Le prometo que no se arrepentirá.

Bueno, esos chicos son todos iguales la primera vez que uno los ve. Las mismas respuestas. Las mismas promesas. Tenía buena apariencia, pero era demasiado viejo. Conviene descubrirlos cuando tienen dieciséis o diecisiete años. Le dije que lo sentía mucho, que tenía ya demasiadas cosas en que ocuparme. En realidad, lo sentía porque veía algo en él. Aquel chico tenía algo.

El muchacho se inclinó encima de mí y me lanzó a la cara su agrio aliento.

—Escuche, don Rafael —me dijo—, no entiende usted de nada. Ni de toros ni de hombres.

Dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Entonces oí una voz interior que me decía: «Rafael Sánchez, has cometido una lamentable equivocación». Él empujaba ya la puerta cuando le grité:

—¡Eh, muchacho! ¡Vuelve acá!

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