Read Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (3 page)

Los temores que pudiera albergar respecto a que Beatriz de Bodadilla ya no le tuviera en alta estima desaparecieron de inmediato. Cuando fue anunciado, ella despidió al momento a los otros caballeros que tanto habían molestado a Colón la semana anterior.

—¡Cristóbal, mi hermano, mi amigo! —exclamó. Cuando él le besó la mano, le condujo del palacio al jardín, donde se sentaron a la sombra de un árbol y el marino le contó todo lo que había sucedido desde que se encontraron por última vez en Santa Fe.

Ella escuchaba, embelesada, hacía inteligentes preguntas y se reía cuando Colón relataba la molesta interferencia con la que el rey le había acosado desde que firmó las capitulaciones.

—En vez de pagar las tres carabelas, sacó a la luz alguna antigua ofensa que la ciudad de Palos había cometido... contrabando, sin duda...

—La principal industria de Palos durante muchos años, según tengo entendido —dijo Beatriz.

—Y como castigo, requirió que pagaran un tributo equivalente al valor de dos carabelas.

—Me sorprende que no hiciera que pagaran las tres —dijo Beatriz—. El viejo Fernando es un hueso duro de roer. Pero sufragó una guerra sin arruinarse. Y acaba de expulsar a los judíos, así que no puede decirse que no tuviera a nadie a quien pedir dinero.

—La ironía es que hace siete años el duque de Sidonia me habría comprado las tres carabelas de Palos con su propio tesoro, si la corona no le hubiera negado el permiso.

—El querido Enrique... siempre ha tenido mucho más dinero que la corona, y no puede comprender por qué eso no lo convierte en más poderoso que los reyes.

—De todas formas, podéis imaginar cuánto se alegraron de verme en Palos. Y entonces, para asegurarme de que ambas mejillas fueran bien abofeteadas, promulgó un edicto para que todo hombre que accediera a unirse a mi expedición ganaría una suspensión de cualquier acción civil y penal que tuviera pendiente.

—Oh, no...

—Oh, sí. Ya podéis imaginar cómo les sentó eso a los verdaderos marinos de Palos. No estaban dispuestos a navegar con un puñado de delincuentes y morosos... ni a correr el riesgo de que la gente pensara que habían necesitado de tal perdón.

—Su Majestad sin duda imaginó que haría falta un incentivo semejante para persuadir a los hombres a navegar con vos en vuestra loca aventura.

—Sí, bueno, su «ayuda» casi acabó con la expedición antes de zarpar.

—Entonces... ¿cuántos felones y menesterosos hay en vuestra tripulación?

—Ninguno, al menos que sepamos. Gracias sean dadas a Dios por Martín Pinzón.

—Oh, sí, un hombre legendario.

—¿Habéis oído hablar de él?

—Todas las leyendas de marineros llegan también a las Canarias. Vivimos junto al mar.

—Pinzón lo comprendió bien. En cuanto se corrió la voz de que él iba, empezamos a reclutar marinos. Y fueron sus amigos quienes se arriesgaron a poner las carabelas para el viaje.

—No de forma gratuita, por supuesto.

—Esperan hacerse ricos, al menos según sus expectativas.

—Como vos esperáis serlo según las vuestras.

—No, mi señora. Espero ser rico según vuestras expectativas.

Ella se echó a reír y le tocó el brazo.

—Cristóbal, cuánto me alegro de veros de nuevo. Cuánto me alegro de que Dios os eligiera para ser Su paladín en esta guerra contra la Mar Océano y la corte de España.

Su observación fue ligera, pero tocaba un asunto bastante delicado: era la única persona que sabía que Colón había emprendido este viaje siguiendo órdenes divinas. Los sacerdotes de Salamanca lo tomaban por loco, pero si hubiera musitado una sola palabra de su creencia en que Dios le había hablado, le habrían marcado como hereje y eso habría puesto fin a su plan de llevar una expedición a las Indias. Tampoco había tenido intención de contárselo a ella; no pretendía contárselo a nadie, ni siquiera a su hermano Bartolomé, ni a su esposa Felipa antes de que muriera, ni al padre Pérez de La Rábida. Sin embargo, después de sólo una hora en compañía de Doña Beatriz, se lo había contado. No todo, por supuesto. Pero sí que Dios le había elegido, le había ordenado que hiciera ese viaje.

¿Por qué se lo había dicho? Quizá porque sabía implícitamente que podía confiarle su vida. O quizá porque le miraba con una inteligencia tan penetrante que supo que ninguna otra explicación que no fuera la verdad lograría convencerla. Incluso así, no le había dicho ni la mitad, pues hasta ella lo habría tomado por loco.

Y no lo tomaba por tal o, si lo hacía, debía sentir un amor especial hacia los locos. Un amor que continuaba incluso entonces, hasta un grado superior a sus esperanzas.

—Quedaos esta noche conmigo, mi Cristóbal —dijo ella.

—Mi señora —respondió él, inseguro de haber oído bien.

—Vivisteis con una villana llamada Beatriz en Córdoba. Tuvo vuestro hijo. No podéis pretender hacer vida monacal.

—Parezco condenado a caer bajo el hechizo de damas llamadas Beatriz. Y ninguna de ellas ha sido, ni por asomo, una villana.

Doña Beatriz dejó escapar una risita.

—Conseguís hacer un cumplido a vuestra antigua amante y a la vez a quien podría ser una nueva. No me extraña que lograrais abriros paso entre sacerdotes y eruditos. Me atrevo a decir que la reina Isabel se enamoró de vuestro pelo rojo y del fuego de vuestros ojos, igual que yo.

—Me temo que hay más gris que rojo en el pelo.

—Casi ninguno.

—Mi señora, recé por vuestra amistad cuando recalé en Gomera. No me atreví a soñar más.

—¿Vais a iniciar un largo y retorcido discurso que al final acabará rechazando mi invitación carnal?

—Ah, Doña Beatriz, no rechazar... ¿pero quizá posponer?

Ella extendió la mano y le acarició la mejilla.

—No sois un hombre muy guapo, lo sabéis, Cristóbal.

—Ésa ha sido siempre mi opinión.

—Y, sin embargo, no se puede apartar los ojos de vos. Ni se os puede apartar de la mente cuando habéis partido. Soy viuda y vos sois viudo. Dios vio adecuado librar a nuestros cónyuges de los tormentos de este mundo. ¿Debemos también nosotros dejarnos atormentar por deseos no satisfechos?

—Mi señora, sería un escándalo... si me quedara esta noche.

—Oh, ¿es eso? Entonces partid antes de medianoche. Os ayudaré a bajar por el parapeto por medio de una cuerda de seda.

—Dios ha respondido a mis plegarias.

—Bien debería, ya que cumplís Su misión.

—No me atrevo a pecar y perder ahora Su favor.

—Sabía que debía haberos seducido allá en Santa Fe.

—Así es, mi señora. Cuando regrese con éxito de esta gran empresa, no seré un plebeyo cuyo único atisbo de nobleza es por su matrimonio con una familia secundona de Madeira. Seré Virrey. Seré Almirante de la Mar Océano. —Sonrió—. Ya veis, seguí vuestro consejo y lo hice poner todo por escrito en previsión.

—¡Bien, Virrey nada menos! Dudo que entonces malgastéis una sola mirada en una mera gobernadora de una isla remota.

—Ah, no, señora. Seré Almirante de la Mar Océano, y cuando contemple mi reino...

—Como Poseidón, gobernador de todas las costas que son bañadas por las olas del mar...

—... No encontraré corona más valiosa que esta isla de Gomera, ni joya más hermosa en esa corona que la bella Beatriz.

—Habéis pasado demasiado tiempo en la corte. Hacéis que vuestros cumplidos parezcan ensayados.

—Claro que los he ensayado, una y otra vez, toda la semana que esperé atormentado vuestro regreso.

—El regreso de la
Pinta,
queréis decir.

—Ambas llegasteis tarde. Vuestro timón, sin embargo, estaba intacto.

El rostro de ella se ruborizó, y entonces se echó a reír.

—Os quejabais de que mis cumplidos eran demasiado cortesanos. Pensé que podríais apreciar un cumplido de taberna.

—¿Eso es lo que era? ¿Acaso las busconas se acuestan gratis con los hombres que les dicen cosas bonitas?

—Nada de busconas, señora. Esa poesía no es para aquellas que pueden ser poseídas con simple dinero.

—¿Poesía?

—Vos sois mi carabela, con velas hinchadas...

—Cuidado con vuestras referencias náuticas, amigo mío.

—Velas hinchadas, y los brillantes estandartes rojos de vuestros labios danzando mientras habláis.

—Sois muy ingenioso. ¿O no vais improvisando sobre la marcha?

Lo improviso. Ah, vuestro aliento es el bendito viento por el que rezan todos los marineros, y la vista de vuestro timón deja a este pobre marinero con el mástil tenso...

Ella le abofeteó en la cara, pero sin intención de hacerle daño.

Comprendo que mi poesía es mala.

—Besadme, Cristóbal. Creo en vuestra misión, pero si nunca regresáis quiero al menos un beso para poder recordaros.

Así que él la besó, dos veces. Pero entonces se despidió de ella, y regresó para ultimar los preparativos de su viaje. Todo estaba en manos de Dios; cuando estuviera terminado, sería el momento de recolectar las recompensas terrenales. ¿Aunque quién podría decir, después de todo, que ella no suponía una recompensa del cielo? Era Dios, al fin y al cabo, quien la había convertido en viuda, y quizá Dios también quien, contra toda probabilidad, la había hecho amar a este hijo de un tejedor genovés.

La vio, o le pareció verla (¿quién más podría haber sido?), agitando un pañuelo escarlata como si fuera un estandarte desde el parapeto del castillo cuando sus carabelas zarparon por fin. Alzó la mano para saludarla y entonces volvió el rostro hacia el oeste. No miraría de nuevo hacia el este, hacia Europa, hacia el hogar, no hasta que hubiera conseguido lo que Dios le había enviado a hacer. El último de los obstáculos, sin duda, ya había quedado atrás. Diez días de navegación y desembarcaría en Catay o en la India, en las Islas de las Especias o en Cipango. Nada lo detendría ahora, pues Dios estaba con él, como lo había estado desde aquel día en la playa cuando se le apareció y le dijo que olvidara sus sueños de una cruzada.

—Tengo un trabajo más importante para ti —dijo Dios entonces, y por fin Colón estaba cerca de la culminación de ese trabajo. Le llenaba como un vino, le llenaba como la luz, le llenaba como el viento hinchaba las velas sobre su cabeza.

2. ESCLAVOS

2

ESCLAVOS

A
unque Tagiri no retrocedió personalmente en el tiempo, sí es cierto que fue ella quien dejó aislado a Cristóbal Colón en la isla de La Española y cambió para siempre el rostro de la historia. Pese a que nació siete siglos después del viaje de Colón y nunca salió de su continente natal de África, encontró un medio de volver atrás y sabotear la conquista europea de América. No fue un acto de malicia. Algunos dijeron que fue como corregir una dolorosa hernia en un niño con lesión cerebral: en el fondo, el niño seguiría estando severamente limitado, pero no sufriría tanto. Pero Tagiri lo veía de otra manera.

—La historia no es preludio —dijo en una ocasión—. El sufrimiento de la gente en el pasado no se justifica porque todo hubiera acabado lo suficientemente bien cuando nosotros aparecimos. Su sufrimiento cuenta tanto como nuestra paz y felicidad. Nos asomamos a nuestras ventanas doradas y sentimos pena por las escenas de sangre y muerte, de plagas y hambrunas que se desarrollan en las inmediaciones. Cuando creíamos que era imposible retroceder en el tiempo y hacer cambios podíamos tener excusas para derramar una lágrima por ellos y continuar con nuestras felices vidas. Pero ahora que sabemos que está en nuestro poder ayudarlos, si nos darnos la vuelta y dejamos que su sufrimiento continúe, nuestra época no será una edad dorada, y nuestra felicidad quedará envenenada. La buena gente no deja que los demás sufran sin necesidad.

Lo que pedía era difícil, pero algunos estaban de acuerdo con ella. No muchos, pero los suficientes.

Nada en su familia, sus raíces o su educación indicaba que, un día, al deshacer un mundo, crearía otro. Como la mayor parte de los jóvenes que se unían a Vigilancia del Pasado, el primer uso que Tagiri dio al tempovisor fue seguir a su propia familia hacia atrás, generación a generación. Era vagamente consciente de que, como novicia, sería observada durante su primer año. ¿Pero no le habían dicho que mientras aprendía a controlar y sintonizar la máquina («es un arte, no una ciencia») podría explorar todo lo que quisiera? No le habría molestado saber que sus superiores menearon afirmativamente la cabeza cuando quedó claro que estaba siguiendo su línea materna hacia atrás, hacia la aldea Dongotona a orillas del río Koss. Aunque era de razas mezcladas, como cualquier otra persona en el mundo de su época, había escogido el linaje que más le importaba, del que derivaba su identidad. Dongotona era el nombre de su tribu y el del país montañoso donde vivía, y la aldea de Ikoto era el antiguo hogar de sus antepasados.

Era difícil aprender a usar el tempovisor. Aunque la ayuda por ordenador era extraordinaria, de forma que llegar al lugar y tiempo exacto deseados era preciso y se producía en cuestión de minutos, no había aún ninguna máquina capaz de superar lo que los vigilantes del pasado llamaban «problema significante». Tagiri escogía un punto de observación en la aldea, cerca del camino principal que serpenteaba entre las casas, y establecía un marco temporal, por ejemplo una semana. El ordenador escrutaba el paso humano y grababa todo lo que sucedía dentro de la cobertura del punto de observación.

Todo esto requería solamente minutos... y enormes cantidades de electricidad, pero se hallaban en los albores del siglo veintitrés y la energía solar era barata. Lo que consumió las primeras semanas de Tagiri fue sortear las conversaciones vacías, los acontecimientos sin significado. No es que parecieran vacíos o carentes de importancia al principio. Cuando empezó, Tagiri escuchaba cualquier conversación y se quedaba embelesada. ¡Eran personas reales, de su propio pasado!

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