Observe a su perro (12 page)

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Authors: Desmond Morris

Tags: #GusiX, Ensayo, Ciencia

En tercer lugar, en la vida de un cachorro que se va haciendo mayor, existe la fase de la «precaza», el momento en que es ya lo suficientemente grande para estar interesado por las presas, pero que no está aún capacitado para capturarlas. Durante ese tiempo, cuando es tan importante una buena nutrición para el crecimiento, los adultos (en un contexto salvaje) traerán trozos de carne al hogar para los más jóvenes. Por ello, el estadio «de la edad avanzada de cachorro» se caracteriza por una época en que los perros grandes (los dueños humanos) van dejando cosas en el suelo para que se las coman los perritos. Por lo tanto, resulta perfectamente natural, y en modo alguno perverso, para un perro joven, fijar la atención en una zapatilla encima de la alfombra o en un paquete en el felpudo y considerarlo un muy bienvenido regalo por parte de los miembros crecidos del grupo. Para un cachorrillo animoso, es a un tiempo intrigante y doloroso que le regañen por mordisquear tales objetos, puesto que hace todo lo que puede para integrarse a la «manada» humana.

¿Cómo deben llevar a cabo su noviazgo los perros?

Entre los canes, existe una forma especial de desigualdad sexual. En los humanos, tanto la hembra como el varón son sexualmente activos durante todo el año. En otros muchos animales, machos y hembras pueden llegar a la situación de reproducirse durante un breve período de intensa actividad sexual. Pero, en los perros, el macho se encuentra sexualmente dispuesto durante todo el año, mientras que la hembra tiene sólo dos períodos limitados de celo. Esto significa que los infortunados machos perrunos se pasan la mayor parte del año en estado de frustración sexual.

Y eso no es todo. Cuando llega el tan largamente esperado período de celo de la hembra, la perra pasa la primera fase de éste haciendo honor a su nombre. En realidad, sólo hay unos cuantos días, a principio de la primavera y de nuevo en otoño, en los que aceptará los avances del macho. Por lo tanto, para el afortunado perro macho doméstico que no haya sido castrado por sus dueños, que su amo no le haya vigilado para que no se encuentre con una perra, que no le hayan encerrado cuando una perra del barrio se encuentra en celo, que no haya sido atacado y alejado por los perros rivales, y que no haya sido rechazado por la típicamente veleidosa chucha…, sólo existirán cincuenta semanas al año de frustración sexual. Para los demás habrá cincuenta y dos semanas.

Las hembras también sufren. Si no les han extirpado los ovarios, sus breves celos los puede pasar encerrada, impregnada de productos químicos antisexuales, o forzada a llevar el equivalente canino del cinturón de castidad. Las afortunadas, que tengan por compañero a un buen perro garañón, frecuentemente ven sus amores reducidos al equivalente de «un ratito» en el barrio chino de una ciudad.

Naturalmente, no cabe echar la culpa a los dueños. Si se permitiese que siguiera su curso la sexualidad canina, el mundo estaría infestado de cachorrillos. Y la mayoría de las casas de perros tendrían que matar miles de excedentes de canes cada año. Pero esto no justifica que los detalles del cortejo canino sean menos observados de lo que deberían ser. En el raro caso de que machos y hembras tengan permiso pleno para expresarse sexualmente, esto es lo que sucede:

En el primer estadio del celo, llamado proestro, que significa, literalmente, el prefrenesí, la perra empieza a mostrarse inquieta y errabunda. Bebe más que de costumbre y orina mucho mientras pasea. El olor de su orina produce una gran impresión a los machos. La huelen con ansiedad, alzan la cabeza y se quedan mirando a la distancia en silenciosa concentración, como los catavinos profesionales saboreando una rara cosecha. Muy excitados por esta señal química, empiezan a buscar a la hembra, respondiendo en especial a sus secreciones vaginales, que detectan a gran distancia. Estas secreciones las origina una descarga de sus cada vez más hinchados órganos genitales, y se vuelve sanguinolenta hacia el final del período proestral. Algunas personas se refieren a ella como «menstruación» de la perra, por razones obvias. No obstante, esto es incorrecto. La menstruación es causada por la rotura del revestimiento del útero tras una ovulación fracasada. En el caso de la perra, la pérdida de sangre se lleva a cabo antes de la ovulación y la originan los cambios en las paredes de la vagina como preparación para la cópula.

Durante este período proestral, que dura unos nueve días, la hembra es tan atractiva al macho a causa de sus olores, que puede ser seguida incansablemente por esperanzados pretendientes. Como aún no ha ovulado, rechaza todos los avances. En esos momentos es cuando se muestra más «perra». Incluso llega a atacar al macho amoroso, lo persigue, le gruñe, le muerde y, en general, le amenaza. En el caso de que sea menos agresiva, huirá de él, o comenzará a girar en círculo cuando el novio intente montarla. Otra estrategia que emplea es la de sentarse en el mismo momento en que el perro muestra un excitado interés por su trasero.

Esto hasta parece un frívolo período de burla del macho. Si la perra no lo acepta, ¿por qué le manda todas esas encantadoras señales de humor? Lo que cuenta para ella es asegurarse de que todos los compañeros potenciales se han enterado de su estado, para no correr el riesgo de que cuando llegue el momento crucial, se encuentre sin ninguno. La ovulación se presenta con toda exactitud el segundo día del período estral. Uno o dos después, la perra estará dispuesta para ser fertilizada. Si los machos se hallaran ausentes, tendría que aguardar otros seis meses para tener su próxima oportunidad.

El período estral propiamente dicho dura unos nueve días. Las pérdidas de la hembra comienzan a aclararse y ser más aguadas, indicando que la vagina está preparada para el apareamiento. Ahora comienza el apropiado cortejo. La primera conducta de la perra desaparece y se crea una nueva pauta en que corre hacia el macho. Luego, se retira, corre de nuevo hacia él y se aleja… En el caso improbable de que el perro ignore esta invitación, la perra hace cabriolas a su alrededor, le da golpes con las patas delanteras e incluso puede llegar a montarlo. Por lo general, no necesita hacerlo porque el perro la persigue y, por lo general, la correteante pareja se junta y empiezan a examinarse mutuamente el cuerpo. En primer lugar se produce un intenso olisqueo nariz contra nariz y tal vez algún lametón de orejas. Después viene el mutuo olfateo del trasero, con el macho desempeñando el papel principal, mientras efectúa una comprobación final de su estado sexual y de su llamativo olor. Tras esto, el perro suele ponerse al lado de la perra y descansa el mentón en su lomo. Si la perra se queda inmóvil y no se aleja, el perro se da la vuelta y la monta, a partir de lo cual da comienzo la cópula.

En este procedimiento, la hembra está muy lejos de mostrarse pasiva. Si se encuentra en el punto culminante de su celo, y el macho es un perro que le gusta (e incluso en este estadio puede seguir pensándoselo), hará todo lo posible por ayudarle a conseguir su objetivo. Tras «inmovilizarse» para él, le puede dar una señal de invitación específica para que la monte, que consiste en mover la cola hacia un lado para exponer sus genitales. Si el macho reacciona y la monta, puede tener dificultades para encontrar su objetivo. Comienza a realizar impulsos pélvicos sobre una base de acierto y error, un poco hacia arriba, un poco hacia abajo, un poco a la izquierda, hasta que la perra mueve cuidadosamente su trasero, un poco arriba, un poco abajo, un poco a la derecha, y, hábilmente, corrige la puntería del compañero. Si, mientras el macho copula, le coge a la perra el cogote con las mandíbulas (lo cual no ocurre siempre, pero sucede de cuando en cuando), la perra no presenta ninguna objeción.

En casi todos los aspectos, esta conducta del cortejo, si se permite que se desarrolle, es el mismo que el del antepasado salvaje del perro, el lobo. La domesticación ha cambiado muy poco en la secuencia sexual. No obstante, la extensión del cortejo ha quedado drásticamente reducida en relación a la cópula, especialmente en el mundo de los perros garañones de pedigrí y de las perras de concurso. En una manada de lobos, por ejemplo, se ha observado que, de un total de mil doscientos noventa y seis cortejos, sólo se producían treinta y una cópulas completas. En los apareamientos de pedigrí pueden existir ocasionales rechazos; pero la mayoría de los encuentros están tan bien organizados, y los perros interesados tienen tanta experiencia, que casi siempre llevan a una feliz conclusión.

La razón de esta baja probabilidad de éxito (2,4 %) en el cortejo del lobo radica en que, en estado salvaje, las preferencias por la pareja son mucho más fuertes. Machos y hembras tal vez no formen parejas monogámicas de por vida, pero existen intensos agrados y desagrados sexuales, lo cual significa que los pretendientes desafortunados pueden llevar a cabo una exhibición de cortejo sin esperanzas y por completo inútil. Resulta difícil saber si se desarrollarían unas preferencias similares en un grupo de perros domésticos que se asilvestrara y formasen una manada independiente. Es muy probable, puesto que la domesticación, al parecer, ha alterado poquísimas cosas en este aspecto.

Los únicos cambios importantes que parecen haber ocurrido durante el proceso de domesticación son los referentes a la duración de las temporadas. Las lobas jóvenes entran en celo por primera vez hacia los veintidós meses, un año más que la típica perra doméstica. Disfrutan sólo de una época al año, por lo general en marzo, mientras que la perrita tiene otra en otoño. Y esos dos períodos anuales son mucho más irregulares en su presentación.

¿Por qué la perra y el perro se «pelean» durante el acto del apareamiento?

Uno de los rasgos más extraños de la sexualidad canina es «el quedarse enganchados». Después de que el macho ha montado a la hembra y llevado a cabo algunos impulsos pelvianos, se percata de que le es imposible retirarse de la perra. La pareja perruna parece haberse quedado pegada. Aunque forcejeen por separarse, no pueden conseguirlo. Deben quedarse desesperadamente «unidos» de esta forma durante algún tiempo, con un aspecto muy vulnerable, antes de que, al fin, logren individualizarse. Entonces, se lamen los genitales y se quedan relajados.

Durante muchos años, los expertos en canes han estado intrigados respecto a la función de este elemento peculiar en la conducta de apareamiento de los perros. Algunos han admitido con franqueza que no veían en esto la menor utilidad. Otros han efectuado locas conjeturas, en lugar de admitir su derrota. Antes de considerar sus explicaciones, conviene examinar más de cerca lo que sucede cuando el macho se empareja con la hembra.

Una vez la hembra ha señalado al macho que la monte, éste la sujeta con las patas delanteras e intenta insertar su pene. En esta fase, el pene se encuentra sólo en un estado de semierección. El perro realiza unos cuantos impulsos pélvicos vigorosos y logra la introducción. Mientras sujeta el cuerpo de la hembra con sus patas delanteras, aprieta el pecho, y algunas veces también el mentón, contra el lomo de la perra. Ésta se queda inmóvil, con la cola echada hacia un lado, facilitando la entrada del pene del can.

El macho lleva entonces a cabo, con las patas traseras, un muy característico movimiento de pisoteo, balanceando su parte posterior de un lado a otro. Con esos impulsos balanceantes, su pene se hunde cada vez más en la hembra. En la base de su pene existe una hinchazón llamada el
bulbus glandis
que, una vez ha entrado en la hembra comienza a hincharse. Ahora está erecto todo el pene. Al mismo tiempo, la vagina de la hembra queda fuertemente constreñida. Unida la hinchazón del macho y la compresión de la hembra, se crea el poderoso bloqueo o «atadura». Una vez se ha producido, hay unos cuantos movimientos pelvianos más y el macho eyacula.

En este momento, por lo general, descabalga, colocando sus patas delanteras en el suelo a lo largo del cuerpo de la hembra. Como sus genitales continúan trabados, se queda en una extraña y retorcida postura. La corrige levantando una de las patas traseras por encima del lomo de la hembra. Se da la vuelta y la pareja queda de pie, unida, pero cada uno en una dirección. Pueden permanecer quietos de esta forma durante el resto de la trabazón, o bien comienzan a forcejear. Tal vez la hembra decida alejarse, en cuyo caso el macho se resistirá y se producen gemidos y lloriqueos. Si la pareja es molestada o acosada, pueden dar vueltas e incluso caerse en sus intentos de separarse, pero la ligazón sigue por lo general firme. A pesar del hecho de que pueden causarse mucho dolor durante esos forcejeos, no existen pruebas de que queden lesiones permanentes en sus genitales.

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