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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia ficción

Oceánico (2 page)

—Pero… ¿qué pasa con mamá y papá? —estaba preocupado por ellos porque sabía que nunca saltarían al agua cargados con piedras ante la insistencia de Daniel.

—Tomará su tiempo —dijo suavemente.

Vacilé. Hablaba muy en serio.

Lo escuché ponerse de pie y subir por la escalerilla. Subió unos pocos peldaños
y
abrió la escotilla. Ingresó suficiente luz estelar como para que sus brazos y hombros adquirieran forma, pero cuando se volvió hacia mí aún no podía distinguir su cara.

—¡Vamos, Martín! —susurró—. Cuanto más lo demores será más difícil. —La silenciosa urgencia de su voz era familiar: generosa y conspiradora, nada parecida a la impaciencia de los adultos. Casi se podría decir que estaba azuzándome para que me uniera a él en una incursión de medianoche hasta la despensa: no porque necesitara un colaborador, sino porque no quería que yo me perdiera la excitación o el botín.

Supongo que temía más a la condena que a ahogarme, y siempre confiaba en que Daniel me cuidaría de los peligros que afrontaba. Pero esta vez no estaba completamente convencido de que él estuviera en lo correcto, así que me debe haber impulsado algo más que el miedo y la confianza ciega.

Tal vez fuera el hecho de que me estaba ofreciendo convertir en su igual en esto. Yo tenía diez años y ansiaba llegar a ser algo más de lo que era; quería alcanzar, no la agobiante adultez de mis padres, sino un punto a mitad de camino, pleno de libertad y secretos, ese lugar al que había llegado Daniel. Quería ser tan fuerte, tan rápido, tan listo y tener tantas lecturas como él. Llegar a tener certeza de la Diosa no hubiese sido mi primera elección, pero no había mucho que discutir ante la esperanza de que la intervención divina me concediera algo más.

Lo seguí a la cubierta.

Tomó una cuerda y un cuchillo, y de la caja de herramientas sacó cuatro pesas de las que usábamos en las redes. Enlazó las pesas con la cuerda, luego me saqué los pantalones cortos y me senté, desnudo, sobre la cubierta mientras él hacía un nudo cruzado simple en torno a mis tobillos. Levanté un pie para probar, las piezas no parecían tan pesadas. Pero en el agua, sabía, serían más que suficiente para contrarrestar la lingera tendencia a flotar de mi cuerpo.

—¿Martín? Extiende tus manos.

De pronto me puse a llorar. Con mis brazos libres al menos podría nadar para contrarrestar las pesas. Pero si mis manos estaban atadas quedaba indefenso.

Daniel se inclinó y me miró a los ojos.

—Shh. Está todo bien.

Me odié. Pude sentir como mi rostro se transfiguraba en la máscara de un niño que lloriqueaba.

—¿Tienes miedo?

Asentí.

Daniel sonrió tranquilizador.

—¿Sabes por qué? ¿Sabes quién hace eso? La Muerte no quiere que Beatriz te tenga. Te quiere para sí misma. Está aquí en esta embarcación, metiendo miedo en tu corazón porque
sabe
que casi te ha perdido.

Vi que algo se movía entre las sombras detrás de la caja de herramientas, algo que se escurría hacia la oscuridad. Si regresábamos a la cabina ahora, ¿nos seguiría la Muerte? ¿Esperaría que Daniel se durmiera? Si le daba la espalda a Beatriz, ¿podría pedirle a la Muerte que se aleje?

Clavé la mirada en la cubierta, lágrimas de vergüenza caían por mis mejillas. Extendí mis brazos con los puños juntos.

Cuando mis manos estuvieron atadas —no palma contra palma como había esperado, sino en nudos distintos que estaban unidos por un puente corto— Daniel desenrolló una larga extensión de soga del malacate que estaba en la parte de atrás de la embarcación y la enrolló sobre la cubierta. No quise pensar en lo larga que era, pero sabía que nunca me había sumergido hasta esa profundidad. Tomó el gancho sin filo del final de la soga, lo pasó sobre mis brazos, luego lo ajustó bien fuerte hasta que formó un anillo sin interrupciones. Entonces revisó otra vez que la cuerda en tomo a mis puños no estuviera tan tensa como para lastimarme ni tan floja como para que se pudiera deslizar. Mientras hacía esto vi una expresión que pasaba rápidamente por su rostro: algún tipo de duda o temor de sí mismo.

—No te sueltes del gancho —dijo—. Por si acaso. No lo sueltes, no importa por qué. ¿Está bien? —susurró algo a Beatriz, luego levantó la vista hacia mí, otra vez confiado.

Me ayudó a caminar arrastrando los pies hasta la barandilla, a un lado del malacate. Entonces me tomó por debajo de los brazos y me levantó por encima de la barandilla, poniendo mis pies sobre el lado exterior del casco. La cubierta era inerte, endocaparazón mineralizado, pero detrás de la barandilla el casco estaba palpablemente vivo: aceitoso por las secreciones protectoras, resplandecía con suavidad. Los dedos de mis pies se curvaron inútilmente contra la piel lubricada; no había donde apoyarse. El casco soportaba una parte de mi peso, pero los brazos de
Daniel
se cansarían. Si me iba a arrepentir tenía que hacerlo pronto.

Estaba soplando una brisa cálida. Miré alrededor, hacia el horizonte plano, hacia el resplandor de las estrellas, hacia la débil luz plateada que iluminaba el agua.

—Bendita Beatriz —recitó Daniel—, estoy listo para morir en este mundo. Permíteme sumirme en Tu sangre, ser redimido y contemplar el rostro de Tu Madre.

Repetí las palabras tratando de darles sentido.

—Bendita Beatriz, Te ofrezco mi vida. Todo lo que hago ahora lo hago por Ti. Entra en mi corazón y concédeme el don de la fe. Entra en mi corazón y concédeme el don de la esperanza. Entra en mi corazón y concédeme el don del amor.

—Y concédeme el don del amor.

Daniel me soltó. Al principio mis pies parecieron quedar mágicamente adheridos al casco y me incliné hacia atrás sin caer. Me aferré fuertemente al gancho, presionando el metal frío contra mi vientre, y desee que la cuerda del malacate se tensara, haciéndome pender en el aire. Incluso me preparé para el impacto. Una parte de mí creía que podía cambiar de opinión aún ahora.

Entonces mis pies se deslizaron y caí en el océano, hundiéndome.

No fue como una zambullida, ni siquiera como una zambullida desde una altura que nunca había alcanzado; cuando el agua apenas detuvo mi caída empecé a asustarme. Atravesaba el agua muy rápido, como si fuera aire. La visión que tuve de la soga sosteniéndome por sobre el agua giró hacia el extremo opuesto: mi aceleración parecía demostrar que la soga sobre la cubierta no estaba atada a nada, que su terminación deshilachada ya estaba bajo la superficie. Eso es lo que hicieron los seguidores, ¿no? Se dejaron arrojar sin ninguna posibilidad de salvarse. Así que Daniel había cortado la soga y yo estaba abriéndome camino hacia el fondo del océano.

Entonces el gancho jaló las manos hacia arriba sobre mi cabeza, sacudiendo mis puños y mis hombros, y quedé suspendido.

Volví mi cara hacia la superficie, pero ni la luz de las estrellas ni la débil fosforescencia del casco llegaban a esa profundidad. Dejé que algunas burbujas salieran de mi boca; sentí cómo se deslizaban sobre mi labio superior, pero no dejaron rastro en la oscuridad.

Con cautela moví las manos sobre el gancho. Todavía podía sentir la cuerda firme en torno a mis puños, pero Daniel me había advertido que no me confiara. Recogí las rodillas hasta el pecho, midiendo el efecto de las pesas. Si la cuerda se rompía, al menos mis manos estarían libres, pero incluso así no estaba seguro de poder ascender. Me llenó de horror el pensamiento de tratar de desatar los nudos en torno a mis tobillos mientras me hundía en lo profundo.

Me dolían los hombros pero no estaba lastimado. No me tomó mucho esfuerzo alzarme hasta que mi mentón estuvo a la altura de la parte inferior del gancho. Ir más allá era muy difícil —mis manos no estaban juntas y no podía aferrarme— pero en el tercer intento me las arreglé pata conseguir que se enlazaran mis brazos señalando directamente hacia abajo.

Hice esto sin un auténtico plan, pero entonces me sorprendí al descubrir que, aún con mis manos y pies atados, podía tratar de trepar por la soga. Era sólo cuestión de intentarlo. Tenía que darme vuelta, asir la soga entre mis rodillas, luego encogerme —arrastrando el gancho— y aferrarme con las manos en el punto más alto.

¿Y si no pudiera subir lo suficiente?

Subí los pies primero.

Ni siquiera pude con el primer paso. Creí que sería tan simple como mantener mis brazos rígidos y dejarme caer hacia atrás, pero en el agua incluso dos tercios de mi cuerpo no era suficiente para equilibrar las pesas.

Probé una aproximación distinta: me dejé caer para colgar a la longitud de mi brazo, elevé mis piernas tan alto como pude y luego me impulsé hacia arriba otra vez. Pero no estaba tan bien aferrado como para resistir la fuerza de rotación de las pesas; pivoteé en tomo a mi centro de gravedad —que estaba en algún lugar cerca de mis rodillas— y terminé encorvado pero casi horizontal.

Me moví lentamente hacia abajo otra vez y traté de introducir mis pies a través del círculo que formaban mis brazos. No tuve éxito en el primer intento y tras reflexionar también me pareció un mal movimiento. Incluso si lograba atrapar la soga entre mis pies atados —más allá de que sólo daría volteretas hacia atrás, fuera de control, y me dislocaría los hombros— escalar por la cuerda con mis manos detrás de la espalda sería imposible, o tan difícil y extenuante que se me agotaría el oxígeno antes de que hiciera una décima parte del recorrido.

Dejé escapar un poco más de aire de mis pulmones. Pude sentir que los músculos en mi diafragma me reprochaban porque les impedía hacer lo que querían; no con urgencia todavía, pero el conocimiento de que carecía de control sobre el momento en el que seria capaz de soltar el aliento otra vez hizo más difícil mantener la calma. Sabía que podía confiar en que Daniel me sacaría a la superficie a la cuenta de doscientos. Peto sólo había resistido hasta los ciento sesenta. Cuarenta tau más serían una eternidad.

Casi había olvidado cuál era el motivo de esta experiencia extrema pero entonces comencé a rezar.
Por favor, bendita Beatriz no me dejes morir. Sé que Tú te sumergirás para salvarme, pero si muero no le servirá a nadie. Daniel terminará hundido en la mierda más profunda… pero eso no es una amenaza, es sólo una observación.
Sentí una punzada de ansiedad, ¿encima de todo, acababa de ofender a la Hija de la Diosa? Seguí luchando a pesar de mi confianza menguada.
No quien morir. Pero Tú ya lo sabes. No sé lo que quieres decirme.

Liberé algo más de aire viciado deseando haber contado el tiempo desde el momento en que bajé; se supone que no hay que vaciar los pulmones demasiado rápido —cuando están deshinchados es todavía más difícil no aspirar— pero retener el dióxido de carbono demasiado tiempo tampoco es bueno.

Rezar sólo parecía hacerme sentir más desesperado, así que traté de repasar otros tipos de pensamientos sagrados. No pude recordar nada de las Escrituras palabra por palabra, pero lo esencial de las partes más importantes comenzó a atravesar mi mente.

Después de vivir en Su cuerpo durante treinta años y de persuadir a todos los Ángeles de que volvieran a ser mortales otra vez, Beatriz regresó a la nave espacial vacía y voló directamente hacia el océano. Cuando la Muerte La vio llegar, tomó la forma de una serpiente gigante y se enroscó en el agua, aguardando. Aunque Ella era la Hija de la Diosa, con el poder para hacer lo que quisiera, dejó que la Muerte La tragara.

Eso demuestra cuánto nos amaba.

La Muerte pensó que había triunfado. Beatriz estaba atrapada en su interior, en la oscuridad, sola. Los Ángeles otra vez eran de carne, así que no tendría que esperar hasta que cayeran las estrellas para reclamarlos.

Pero Beatriz era parte de la Diosa. La Muerte se había tragado una parte de la Diosa. Fue un error. Después de tres días, sus mandíbulas se abrieron con un estallido y Beatriz salió volando, coronada por el fuego. La Muerte estaba quebrada, marchita, disminuida.

Mis miembros estaban entumecidos pero mi pecho ardía. La Muerte todavía era lo suficientemente fuerte como para mantener la maldición allí abajo. Comencé a sacudirme ciegamente, derrochando cualquier rastro de oxígeno que quedara en mi sangre, pero la desesperación me distrajo de la ansiedad de inhalar.

Por favor bendita Beatriz

Por favor Daniel…

Señales luminosas florecieron detrás de mis ojos y derivaron hacia el agua. Las contemplé mientras se rizaban en una especie de vórtice, como si algo las estuviera absorbiendo.

Era la boca de la serpiente tragándose mi alma. Abrí mi propia boca e hice un ruido lastimoso, y la Muerte nadó hacia mí para besarme, para lanzar agua fría en mis pulmones.

De pronto, todo fue cauterizado por la luz. La serpiente se volvió y huyó como un gusano pálido y tímido. Una ola de satisfacción me limpió, como si fuera un niño otra vez y mi madre me estuviera abrazado con fuerza. Fue como calentarse al sol, escuchar una risa, soñar una música demasiado hermosa para que fuera real. Cada músculo en mi cuerpo aún trataba de urgir a los pulmones para que se abrieran al agua, pero ahora me encontré peleando contra esto casi distraídamente mientras me maravillaba ante mi extraña euforia.

Por mis manos se extendió un aire frío que bajó por los brazos. Me elevé para tomar una bocanada, luego me desplomé otra vez, mareado y balbuceante, agradeciendo cada soplo pero todavía eufórico por algo completamente distinto. La luz que había llenado mis ojos ya había desaparecido, pero quedaba un resplandor violáceo allí donde mirara. Daniel continuó enrollando la soga hasta que mi cabeza estuvo al nivel de la barandilla, entonces trabó el malacate, se inclinó y me alzó sobre su espalda.

En el agua me había sentido tibio pero ahora mis dientes temblaban.

Daniel me envolvió en una toalla, luego se puso a cortar las cuerdas.

—¡Estoy tan feliz! —le dije lleno de alegría. Me hizo un gesto para que me quedara quieto, pero luego susurró alegremente:

—Ése es el amor de Beatriz. Ahora Ella siempre estará contigo, Martín.

Parpadee con sorpresa, luego reí levemente ante mi propia estupidez. Hasta ese momento, yo no había relacionado lo que me había sucedido con Beatriz. Pero por supuesto que había sido Ella. Le pedí que entrara en mi corazón y lo hizo.

Podía verlo en el rostro de Daniel: un año después de su propia Inmersión todavía sentía Su presencia.

—Ahora —dijo— todo lo que hagas es por Beatriz. Cuando mires a través de tu telescopio, lo harás en honor a Su creación. Cuando comas, bebas o nades, lo harás para agradecer Sus dones. —Asentí con entusiasmo.

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