Authors: Charles Dickens
Comisionaron al señor Bumble para que practicara algunas diligencias preliminares encaminadas a encontrar un capitán cualquiera que necesitara para paje de escoba a un muchacho que estuviera solo en el mundo. El buen bedel, cumplido su cometido, volvía al hospicio para dar cuenta a la Junta del resultado de su misión, cuando tropezó en la puerta con el empresario de pompas fúnebres de la parroquia, el señor Sowerberry en persona.
Era el señor Sowerberry un hombre alto y delgado, embutido en un traje negro muy raído, que completaban unas medias remendadas del mismo color que el traje y unos zapatos en armonía con el resto de la indumentaria. No ofrecía un semblante risueño por obra y gracia de la naturaleza; pero, esto, no obstante, era dado a la jocosidad y alegría. Al ver a Bumble, avivó el paso y le tendió cordialmente la diestra.
—Vengo de tomar las medidas de dos mujeres que emprendieron el viaje la noche pasada, señor Bumble —dijo el funerario.
—Usted hará fortuna, señor Sowerberry —contestó el bedel, metiendo el pulgar y el índice en la cajita de rapé del funerario, cajita que era reproducción en pequeño de un féretro de la invención de su propietario, convenientemente patentado—. Le digo que se hará rico —repitió el bedel, dándole con su bastón un golpecito amistoso en la espalda.
—¿Lo cree usted así? —preguntó el funerario, con tono que medio admitía medio ponía en duda la exactitud del pronóstico—. Los precios señalados por la Administración del hospicio son excesivamente pequeños, señor Bumble.
—También lo son sus ataúdes, señor Sowerberry —replicó el bedel dando a sus palabras la miajita de tonillo zumbón compatible con la dignidad de un funcionario de su importancia.
El señor Sowerberry, a quien encantó, como no podía menos, la agudeza, rompió a reír a carcajadas, que se prolongaron durante largo rato.
—Le diré a usted, señor Bumble —contestó, cuando la hilaridad le permitió articular palabra—, que no puede negarse que, desde que implantaron el nuevo sistema alimenticio, los ataúdes son más estrechos y menos profundos de lo que solían ser; pero justo es que el que trabaja obtenga algún beneficio; la madera seca cuesta cara, y las abrazaderas de hierro vienen de Birmingham por el Canal.
—¡Bien, bien! —exclamó Bumble—. No hay oficio que no tenga sus inconvenientes, y como compensación, justo es que dejen buenos rendimientos cuando salen bien.
—¡Y que lo diga usted! Poco gano en cada artículo en particular; pero saco mis bonitas ganancias del conjunto; ¿no le parece a usted que nada más natural?
—Claro que sí.
—Debo decir, no obstante —repuso el funerario, reanudando el hilo de la conversación que el bedel había interrumpido—, que he de luchar contra una desventaja de consideración, y es, que los más robustos, son los primeros que estiran la pata. Quiero decir, que precisamente los que gozan de salud más perfecta, los que han vivido vida regalada y pagando contribuciones muchos años, son los que primero mueren en cuanto entran en el establecimiento. Comprenderá usted, señor Bumble, que tres o cuatro pulgadas de exceso sobre los cálculos hechos, representan en los beneficios una merma de importancia, sobre todo, cuando uno tiene una familia a la que mantener.
Como Sowerberry dijera estas palabras con el acento indignado propio de quien tiene motivos sobrados para quejarse, y Bumble le viera en camino de hacer reflexiones que dejaran malparado el honor de la parroquia, creyó oportuno variar de conversación. Oliver Twist, cuya persona llenaba por completo su mente, le deparó un tema nuevo.
—¡A propósito! —dijo—. ¿Conoce usted por casualidad a alguien que necesite un aprendiz? Se trata de un muchacho que pesa enormemente... más todavía; que es un dogal ajustado a la garganta de la parroquia. Condiciones ventajosísimas, señor Sowerberry, ventajosísimas.
Mientras hablaba, Bumble llevó la contera del bastón al anuncio que ya conocemos, y dio tres golpecitos sobre las sugestivas palabras, «cinco libras esterlinas» impresas con letras mayúsculas de tamaño gigantesco.
—¡Que Dios me asista si no era ése precisamente el asunto de que deseaba hablarle! —exclamó el funerario, cogiendo a Bumble por la solapa galoneada de su levita—. Usted sabe... ¡pero qué hermosos botones luce usted, señor Bumble! ¡No me había fijado hasta este instante en ellos!
—Sí... no están del todo mal —contestó el bedel, contemplando con orgullo los grandes botones de cobre que adornaban su levita—. El dibujo es el mismo que el del sello de la parroquia: El buen Samaritano curando al viadante herido. El Consejo me hizo este regalo el día de Año Nuevo, y recuerdo que lo estrené para asistir a las indagatorias practicadas con motivo de la muerte de un mercader sin recursos que falleció cierta noche junto a una puerta.
—Lo recuerdo. De las indagatorias resultó que había muerto de hambre y de frío, ¿no es verdad?
Bumble contestó con una señal afirmativa.
—Y si no me equivoco, terminaba el informe haciendo constar terminantemente que el oficial de socorros...
—¡Disparate! —interrumpió Bumble—. ¡Arreglado estaría el Consejo si fuera a hacer caso de las majaderías de esos jurados ignorantes!
—Es verdad —asintió el funerario.
—Los jurados —prosiguió Bumble oprimiendo nervioso su bastón, lo que era en él indicio cierto de extraordinaria iracundia—, los componen hombres sin educación, ignorantes, vulgares, serviles y rastreros.
—También eso es verdad.
—Toda su filosofía, toda su economía política, no vale lo que esto —añadió Bumble escupiendo al suelo.
—No vale tanto —asintió el funerario.
—¡Me dan náuseas! —gritó el bedel, cuya furia subía de punto por momentos.
—¡Y a mí, y a mí!
—¡Quisiera tener a todos esos jurados por espacio de una semanita o dos en nuestro asilo! ¡Ya se encargarían de bajarles los humos los reglamentos y disposiciones de la junta y el régimen alimenticio a que se les sometería!
—¡Seguro, seguro! Pero dejémosles ahora —contestó el funerario, con sonrisa encaminada a calmar la embravecida cólera del funcionario parroquial.
Bumble se quitó el galoneado tricornio, sacó del interior de su copa un pañuelo con el que secó el copioso sudor que la explosión de furia hacía correr por su frente, encasquetóse de nuevo el sombrero y volviéndose al funerario le dijo con más calma:
—Vamos a ver, ¿qué hacemos del muchacho?
—¡Oh! —exclamó el funerario—. Sabe usted perfectamente, señor Bumble, que yo pago sumas de consideración para los pobres.
—¡Hum! —murmuró el bedel—. ¿Y qué?
—Soy de opinión señor Bumble, que si pago sumas de consideración para los pobres, me asiste el derecho de explotarlos en la medida que me sea posible; y, por tanto... por tanto... se me figura que el muchacho me convendría.
El señor Bumble, sin contestar siquiera, agarró por un brazo al funerario y le hizo entrar en el asilo. Al cabo de cinco minutos de conferencia entre el funerario y la junta quedó convenido que Oliver entraría en la casa del primero aquella misma tarde por inclinación, frase que tratándose de aprendices del hospicio significaba que, si al cabo de breve periodo de prueba, veía el dueño que del muchacho podía sacar buen partido sin necesidad de darle mucho alimento, dueño era de retenerlo a su lado durante un número determinado de años, con facultades plenas para hacer de él y con él lo que le viniera en gana.
Cuando aquella misma tarde fue conducido Oliver a presencia del Consejo de Administración, y le comunicó éste que iba a entrar inmediatamente, como aprendiz en la casa de un fabricante de ataúdes, haciéndole al propio tiempo presente que si se quejaba de su colocación, no volvía jamás a ingresar en el establecimiento, lo embarcarían para que se ahogara o le rompieran la cabeza a palos, fue tan nula la emoción de que el muchacho dio pruebas, que todos de común acuerdo lo calificaron de pillete sin corazón y ordenaron a Bumble que lo quitase de su presencia cuanto antes.
Aunque es muy natural que la junta, con doble motivo que nadie en el mundo, experimentara asombro y horror virtuosos ante la muestra más liviana de carencia de sensibilidad, es el caso que en la ocasión presente se equivocó de medio a medio. La verdad era que Oliver, lejos de adolecer de falta de sensibilidad, la poseía en grado máximo, aunque los malos tratos le habían puesto en camino de permanecer durante toda su vida en un estado de estupidez brutal y de idiotismo lamentable. Escuchó la noticia de su nuevo destino sin despegar los labios, y hecho su equipaje, operación por cierto poco costosa y de transporte sencillo, pues se reducía a un paquetito de papel de medio pie cuadrado por unas tres pulgadas de fondo, se encasquetó bien la gorra y siguió al excelso dignatario que debía conducirle a su nuevo teatro de torturas.
Largo rato caminaron juntos sin que Bumble se dignara dirigir una palabra ni una mirada al muchacho, sin duda porque ponía todo su pensamiento en llevar la cabeza muy erguida, cual cuadra a un buen bedel. El viento soplaba con violencia, agitando los faldones de la levita de Bumble, los que, más compasivos que los hombres, envolvieron al huérfano a la par que dejaron a descubierto el chaleco y los calzones de paño amarillento que completaban la indumentaria de aquél.
Próximos a llegar a la casa del funerario, Bumble se dignó bajar los ojos para cerciorarse de si el muchacho estaba presentable, lo que hizo con aires de benévolo protector.
—¡Oliver! —llamó Bumble.
—¡Señor! —respondió con voz débil y temblorosa el niño.
—Alce el caballerito esa gorra que le cubre los ojos y levante la cabeza.
Obedeció al instante Oliver y se pasó con ligereza el dorso de la mano que tenía libre por los ojos, no obstante lo cual, quedó una lágrima temblando en el extremo de sus pestañas cuando dirigió la vista a su conductor, lágrima que se desprendió y rodó lentamente por sus mejillas al conjuro de la mirada severísima que le dirigió el bedel. A la primera lágrima siguió la segunda, y a ésta otra y otra. Quiso el infeliz dominarse, pero en vano. Al fin, soltó la levita del bedel, y tapándose la cara con entrambas manos, comenzó a verter torrentes de lágrimas que corrían a lo largo de sus descarnados dedos.
—¡Bien! ¡Pero que muy bien! —exclamó Bumble, cesando bruscamente de andar y posando en el huérfano una mirada de malignidad infinita—. De
todos
los muchachos ingratos y
viciosos
que jamás he conocido, eres, Oliver, el más...
—¡No!... ¡No, señor! —articuló Oliver entre sollozos, aferrándose a la mano que empuñaba el famoso bastón.
—¡Yo seré bueno... sí... quiero serlo... y dócil y obediente también... sí, señor... ¡Soy un niño, señor... muy niño... y me veo tan... tan...!
—¿Tan qué? —inquirió Bumble admirado.
—¡Tan solo, señor! ¡Tan abandonado! ¡Todo el mundo me detesta!... ¡Oh, no se enfade conmigo, señor, se lo suplico!
El niño sin ventura se golpeaba el pecho mientras hablaba, y miraba con expresión de angustia al bedel a través de una cortina de lágrimas.
Por algunos segundos permaneció Bumble contemplando el aspecto triste y lastimoso de Oliver; tres o cuatro veces tosió con estrépito; y al fin, murmurando entre dientes algunas palabras acerca de aquella «importuna tos», mandó a Oliver que se enjugase las lágrimas y que fuera buen chico.
Seguidamente volvió a tomarle de la mano y siguió su camino en silencio.
Acababa el fabricante de ataúdes de cerrar la tienda y se disponía a hacer algunos asientos en su libro diario a la luz de una mala vela, cuando se presentó Bumble.
—¡Ah! —exclamó alzando la cabeza y soltando la pluma, sin importarle dejar incompleta la palabra que estaba escribiendo—. ¿Es usted, señor Bumble?
—El mismo, señor Sowerberry —contestó el bedel—. Le traigo al muchacho.
Oliver hizo una reverencia.
—¡Ah! ¿Este es el muchacho? —preguntó el funerario, acercando la vela a la cara de Oliver para examinarle mejor—. ¡Ven un momento, querida, hazme el favor!
De un cuartito pequeño de la trastienda salió la señora del funerario a la que iban dirigidas las últimas palabras de aquél. Era una mujer alta y enjuta, de cara de arpía.
—Querida mía —dijo con deferencia exquisita el funerario—, te presento al muchacho del hospicio de quien te he hablado.
Oliver se inclinó de nuevo.
—¡Cielo santo, y qué flaco está! —exclamó la mujer.
—No es muy robusto, en efecto —contestó Bumble, dirigiendo al niño una mirada torva, como haciéndole responsable de no estar más gordo—. Pero él engordará... él engordará.
—No lo dudo —replicó con petulancia la mujer—; pero será gracias a nuestra comida y bebida. ¿Qué ventajas reportan estos niños del hospicio? Ninguna. Gastan más de lo que valen. Yo creo que se les debería dejar abandonados; pero, en fin, hay que pasar por lo que quieren los hombres, empeñados en sostener que saben del mundo más que nosotras... ¡Vaya! ¡Vete abajo, saquito de huesos!
Diciendo y haciendo, abrió una puerta y empujó a Oliver por una escalera al pie de la cual había un sótano reducido, obscuro y húmedo especie de antesala de la carbonera y llamado pomposamente «la cocina», donde había una muchacha sucia y astrosa, descalza y ostentando unas medias azules llenas de zurcidos y agujeros.
—Mira, Carlota —dijo la mujer del funerario, que había seguido a Oliver—; da a este muchacho los restos que se dejaron para
Trip
. No se le ha visto desde esta mañana, y muy bien podrá pasarse sin ellos. Supongo que no te vendrán mal, ¿eh?
Oliver, cuyos ojos lanzaron destellos de alegría al oír hablar de comida, y que temblaba de ansiedad a la idea sola de trasladarla a su desfallecido estómago, contestó, como es natural, que no, y entonces le pusieron delante un plato de nauseabundas sobras.
¡Ojalá uno de esos filósofos orondos y bien alimentados, uno de esos filósofos de sangre de hielo y de corazón de diamante, cuyos estómagos transforman en bilis y en hiel la carne y el vino que ingieren, hubiera visto a Oliver cuando se arrojó sobre aquellos restos que el perro había desdeñado! ¡Ojalá hubiese tenido ocasión de contemplar la horrible avidez, la ferocidad canina con que los devoró! ¡Deseara yo muy de veras proporcionar ese espectáculo al filósofo, aunque a decir verdad, hubiese preferido otra cosa: hubiese preferido ver al filósofo devorando aquellas piltrafas asquerosa, y devorándolas con la furia misma con que las devoraba el desventurado huérfano!