Authors: Ana María Matute
Con evidentes muestras de contrariedad, que se manifestaron con un ligero puntapié al gato persa de Leonia -súbitamente aparecido bajo las amplias faldas de su madre-, la Princesa se levantó, y dijo:
—No lo dudo, Señoras: vuestros graves asuntos no son aptos para los oídos de una doncella tan ignorante como yo.
Madre e hija se miraron entonces a los ojos: y ambas ofrecían tan idéntico relampagueo, que Ardid no dudó del viejo dicho: «De tal palo, tal astilla». Para romper el tenso silencio que acompañó ambas miradas, preguntó:
—Y, decidme..., ¿cuál es vuestro nombre? Pues ahora caigo en que no me ha sido comunicado.
Leonia murmuró cantarinamente:
—Es cierto, no os lo había dicho... Pues bien, mi hija se llama Gudulina.
—¡Oh, qué encantadora coincidencia! -respondió Ardid, al tiempo que pensaba: «Ah, pajaronas, ahora veo que llegó a vuestros oídos la poca gracia que hizo a Gudú el nombre de la pobre Tontina... Bien, te llames como te llames, su mujer serás; y, tenlo por cierto, cachorrilla de raposa, le darás tantos hijos como seas capaz».
La Princesa Gudulina -o como quiera que hasta entonces se llamara- desapareció tan graciosa y aterciopeladamente como llegara.
—Linda, fresca y lozana -comentó Ardid apenas la muchacha desapareció-. Creo que tanto debo felicitaros como felicitar a mi hijo, y a mí misma, por unir en lazos de matrimonio a tan deliciosa criatura con el Rey de Olar.
Leonia sonrió con expresión halagada, y de nuevo se precipitó a escanciar vino en la copa. Ambas lo paladearon en menudos tragos y embelesada expresión:
—De mujer a mujer-manifestó al fin Leonia con mirada soñadora-. Os voy a confesar una cosa.
—¿Qué es ello, Leonia? -se interesó Ardid, llena de curiosidad.
—Pues os confieso, que el verdadero motivo por el que vuestro difunto esposo, mi querido y buen viejo Volodioso -y Ardid no se sintió ofendida por tales expresiones de familiaridad, antes bien, las consideró con cierto regocijo-, no se zampó de un trago mi Reino, es por el profundo convencimiento que tenía, como astuto que era, de que si intentaba tal cosa, yo le echaría toda la piratería encima.
Las dos mujeres no sólo habían dejado la corona en la hierba, sino todo protocolo real, y sus risas se mezclaron durante un buen rato.
—Así pues -inquirió Ardid, aguijoneada por la curiosidad-, ¿es cierto lo que..., en fin, lo que se dice de que tenéis dominados (naturalmente, por vuestro poder y majestad, además de sabiduría) a esos feroces depredadores del mar?
—¿Qué decís, querida? ¿Sabiduría, majestad?... ¡Oh, Ardid, Ardid! -y le guiñó un ojo, al tiempo que volvía a golpearle la rodilla en expresivo palmetazo-. ¡Oh, Ardid, Ardid!...
Y sus risas subieron de tono, como el vino subía una y otra vez al borde de sus copas.
De improviso, todos los sueños de una niña, o tal vez de muchas niñas, se alzaron suavemente ante y entre ellas dos: una Isla, donde ocurría todo lo que las niñas deseaban o no deseaban. El encuentro y desencuentro de los sueños: la Isla de Leonia, y el mar, que todo lo acepta y todo lo devuelve a la arena. Algo agonizaba y a la vez nacía en el corazón de la Reina de Olar: aquella que fue la pequeña Ardid de ojos de ardilla, la que pudo ver al Trasgo del Sur gracias al Goteo de Luna que anidaba al fondo de su mirada, y la desengañada Ardid, que amó y no fue amada. A veces, el dolor y la alegría se aúnan como viejos y secretos cómplices.
Poco más tarde, se descalzaron y desciñeron los apretados corpiños.
—Ah, qué placer de vida, Ardid -dijo Leonia, ya sin rebozo alguno-. ¡Qué placer de vida, en verdad!... ¡Mil vidas que tuviera, mil veces elegiría esta vida mía!
—Así me lo parece -dijo Ardid, alcanzada por una súbita aunque dulce envidia-. Así me lo parece: rebosáis felicidad y gozo de vivir.
—Y no sólo eso -dijo Leonia, con la súbita seriedad, perfumada de vides, que acompaña las libaciones-. Y de oro, y de riquezas, y de la mejor flota que pueda haber.
—Sabía que erais acaudalada -comentó Ardid-. Y oí decir que poseíais una flota mayor que la de tres Reyes del Mar juntos...
—Así es. ¿Reyes del Mar? Reyezuelos ambiciosos, estúpidos y ebrios como odres. ¡Bah! Palidecen de envidia al contar mis naves, o la parte de mis naves que permito asomen hasta sus feas narices. Y además, creedme, el comercio, además de remunerativo, es hermoso. He de admitirlo: soy Reina, soy poderosa, soy rica..., y soy, además, aventurera. Aventurera, querida Ardid, hasta el meollo de mis huesos. Esta Isla es, en realidad, un antiguo corazón, una antigua luz, un antiguo amor, una antigua vida..., aunque, tristemente, pronta a desaparecer. El día en que yo muera (y no lo olvidéis, Ardid querida), la Isla partirá conmigo, y jamás regresará -Leonia suspiró-. Tal vez podrán recordarnos, imitarnos, desearnos, difamarnos o condenarnos; pero nunca, nunca más volveremos. Y nuestra desaparición (como todas las desapariciones, tenedlo por seguro) abrirá un gran vacío... en el mundo. Un gran vacío... -su voz se volvió entonces tan débil como el eco de un suspiro.
El sol se ocultó, definitivamente, y la hierba despidió su aroma con tal pujanza, que infinidad de murmullos brotaron por doquier: ligeros, leves cánticos de seres nocturnos y luminosos, verdeantes chispazos bajo el gran cielo que resplandecía aún en el recuerdo del día recién desaparecido.
La voz de Leonia adquirió de pronto un tono bajo y tan profundo que diríase surgido del oscuro vientre del mundo:
—Todo termina, querida. Y no os oculto que quizá yo soy la última Reina, y que ésta es la última Isla.
—¿Qué queréis decir?...
—Algo muy sencillo y complicado a un tiempo, pero que vos entenderéis bien, no sólo por sagaz, sino por las gotas de luna que os fueron concedidas al fondo de los ojos. Esto no es el Sur: esto sólo es el Sur del Norte. El verdadero Sur está, estaba, estará más allá...
—¿Más allá...?
—Sí, más allá: más al Norte, al Este, al Oeste y al Sur. Aquí queda sólo el mundo de Leonia, y Leonia ha sido la última Reina y la última Isla, porque estamos condenadas a desaparecer. Somos el último reducto de una muy antigua, muy sabia, muy hermosa y desaparecida vida...
—Pues, ¿y el verdadero Sur?
—Del verdadero Sur queda ya poco. Por ahí andan, enredándose en el mismo ovillo, unas veces al derecho, otras veces al revés, hombres sin tino, navegantes, poetas y derrotados.
Y añadió, con un suspiro tan fuerte que enmudeció a los grillos, y cerraron sus alas las mariposas de luz, y ocultaron su verde resplandor todas las luciérnagas:
—Sí, querida, somos el último reducto de los sueños.
Y así diciendo, se levantó, no muy ágilmente, y ordenó:
—Traed luces, escanciad más vino y servidnos una abundante cena, pues estamos fatigadas de ser reinas y madres. Ea, seamos nuevamente mujeres.
Recuperó su risa, y tomando a Ardid por la cintura, pasearon lentamente de un lado para otro, ligeramente vacilantes, mientras decía:
—Querida Ardid, concededme el honor de asistir al banquete que dispuse en vuestro obsequio. Así, espero no me defraudéis, y obsequiad con vuestra presencia nuestra cena de medianoche; vos y vuestras hermosas Damas Acompañantes.
—¿Medianoche.... banquete...? -murmuró Ardid. Por primera vez creía que el suelo se desvanecía impalpablemente bajo sus plantas.
—Así lo espero, con verdadero deleite. Estará ahí lo más florido y encantador de mi Corte.
—Con placer -dijo Ardid.
Ya en su cámara, Dolinda la recibió un tanto inquieta. Y mientras la ayudaba a desvestirse, se tendió sobre un lecho materialmente inundado de cojines de pluma, y cuyo dosel estaba rodeado de cortinas transparentes que flotaban graciosamente al menor soplo. Por las ventanas entraba el perfume de la noche, tan fresco y delicioso que Ardid cerró los ojos, presa de una alarmante voluptuosidad.
—Señora -murmuró Dolinda-. Os ruego no os durmáis... Desearía comentaros algunas cosas que me tienen desazonada...
—Hablad, hablad sin rebozo -dijo Ardid con insospechado brío-. Os escucho.
—Pues... Oí muchas cosas...
—No perdisteis el tiempo, cosa que me alegra. Pero abreviad en lo posible, querida, pues tanto vos como yo debemos reposar ahora para mostrarnos frescas y fragantes en el banquete de medianoche.
—Oh Señora..., ¿en verdad pensáis asistir a tal banquete?
—¿Y por qué no?
—Pues..., si resumo en breves palabras lo que he visto y oído, debo advertiros de que la noble Leonia no frecuenta compañías honorables... Sí, así es: sus mejores amigos no son otros que ciertos lobos y bandidos que surcan los mares robando joyas, barcos, doncellas y cuanto atinan a echar mano... Y no sólo son amigos suyos, sino que, a su vez, ella les protege; y al otro lado de la Isla (el que desde nuestras costas no podemos apercibir), no solamente el terreno se transforma y muestra, en lugar de feroces e inexpugnables acantilados, suaves playas y ribazos de dulzura sin igual... bordeadas de islotes igualmente bellos, aunque utilizados por ella de modo poco digno, pues allí suele refugiarse toda la piratería que asalta el ancho mar, y allí conciertan y negocian sus deshonestos tráficos y mercaderías y toda la inmoralidad que en el mundo cabe ni nosotras podemos imaginar; ésa es la fuente de todas sus riquezas. Y habéis de saber, Señora, que tan amable y placentera, tan fastuosa y pródiga Reina, es cruel como el más cruel de los guerreros de la estepa, pues la falta más nimia la castiga con el potro, y la falta mediana, con torturas sin límite, y la falta grave... ¿qué os puedo decir? Tan refinada es en sus torturas como en aplazar y prolongar agonías, al igual que es refinada amante y sabia en prolongar sus placeres más íntimos y secretos. Creedme, Señora: Leonia es una criatura peligrosa, y si no desecháis mi consejo, humilde, pero no falto de amor y solicitud, creo que, si habéis ultimado con ella los detalles del negocio que aquí os trajo, lo más conveniente sería regresar prestamente a nuestra tierra.
Aunque sumida en los espumeantes vapores que la mecían, Ardid no dejó de enterarse punto por punto de cuanto su fiel y atemorizada camarera le decía. Así que, una vez oídas estas lamentaciones y recelos, le dijo:
—Querida Dolinda, sois algo tarda en entendimiento. En definitiva, los negocios son los negocios, y éstos no se rematan a la ligera, como si se tratase de un burdo cosido. Dejadme hacer, que yo sé bien lo que hago y pruebas tenéis de ello. Prestaos, en cambio, a acicalarme y acicalaros como, llegado el momento, conviene para asistir a tan importante banquete.
—Pero, Señora... ¿Vamos a cenar, en verdad, con truhanes?
—Truhanes o no truhanes -respondió Ardid, bostezando-, los negocios son los negocios.
Y sumiéndose en placentero sueño, puso punto final a la discusión.
3
Truhanes o no truhanes lo que allí encontraron, lo cierto es que la entrada de Ardid y sus damas en el jardín de los Banquetes fue para ellas un espectáculo que jamás olvidarían, y serviría de conversación, y aun germen de leyendas, en los espesos inviernos de Olar.
Bajo las grandes y rojizas estrellas, antorchas y lámparas de mil especies brillaban en profusión; finos pebeteros esparcían mil perfumes y aromas; mesas largas y tan bajas que permitían sentarse a ellas sobre mullidos cojines de seda multicolor, aparecían esparcidas sobre la cuidada hierba y ofrecían el espectáculo más fastuoso que en comida, bebida, ornato, luz y música contemplaran sus encandilados ojos.
La misma Reina Leonia presentó a la Reina Ardid, con la arabescada fraseología de la Isla, a los carísimos y dilectos amigos de su corazón. Y, al parecer, tenía preferencia en rango y ascendencia a un cierto Príncipe de Escorpio, que ostentaba la estatura de tres hombres corrientes superpuestos, y cuyos largos cabellos negros se enredaban a ambos lados de sus mejillas en sartas de pedrería. Vestía un complicado jubón, donde compadreaban dragones marinos, pájaros azules y enigmáticas estrellas. En su partida oreja izquierda brillaba la amatista más grande que ojos humanos podrían contemplar -ni aun imaginar-. Y tras este imponente Príncipe de Escorpio, de cuyo cinto pendía la espada más curva de cuantas curvadas y escalofriantes espadas podía hallarse, había otros cuyos títulos y méritos sonaban tan suntuosos como sus dueños. Todos tenían en común la imponente musculatura y la desaparición, si no total, de algún apéndice físico: tal como una oreja, lóbulo, ojo, mano, pie o incluso nariz -como aquel que cubría su deficiencia con un curioso capirote de seda bordado en zafiros-. Habíalos para todos los gustos o disgustos, preferencias o caprichos, pues podía atisbarse entre ellos algún delgado y flexible Príncipe, Rey o Emperador -que por títulos no parecía andaran faltos-, de piel dorada y barbas amarillas, cuidadosamente dispuestas en bucles ungidos por alguna olorosa y brillante sustancia que se repartía entre maraubina o aroma de jazmín, sin olvidar remotas vaharadas, ora de sándalo, ora de ajenjo. Lo cierto es que muy alto era el grado de alegría que les inundaba a todos.
En el vaivén de sus sentidos, Ardid no acertaba a definir si el estremecimiento que reptaba por su espalda se debía al terror o a un muy cálido secreto y quizá prohibido deleite. Y cuando Leonia, con gesto tan dudoso como encantador, dibujando un vago contorno, dijo: «Podéis elegir, Señora, sin el menor escrúpulo o comedimiento, lo que mejor apetezcáis y deseéis», no sabía Ardid, en verdad, si se refería a las bandejas que le ofrecían, repletas de lenguas de flamenco, o a tan variada como fascinante compañía. Y no faltaban también entre sus acompañantes, delicados jovencitos de mirada aterciopelada y cabellos trenzados o rizados de forma tan caprichosa, que para sí quisiera Ardid en la más encumbrada y lujosa de las solemnidades de Olar. El espíritu de Leonia abarcaba todo aquello y aún más: hasta las cacatúas y pájaros exóticos, y danzarines y danzarinas, e incluso tiernos niños de orejas taladradas por anillos de oro, y flores, y bebidas y viandas que se ofrecían graciosamente por doquier. Las damas de Olar retenían lengua y respiración; y Ardid hubo de recurrir a su habitual aplomo y regio porte para no prorrumpir en gritos de admiración como campesina que por primera vez asiste a la feria del mercado.
Aunque la Reina Ardid y sus damas se habían adornado con la totalidad de sus joyas, mustias baratijas parecían al lado de los zafiros, amatistas, esmeraldas, rubíes y diamantes que inundaban a todos los presentes. Y con tal donaire y displicencia los lucían, que no ponían demasiado cuidado en apretar sus broches y cierres, o ajustar las agujas: así que, sin aparente cuidado, los perdían sobre la hierba. Y si por algún sirviente eran devueltos a sus dueños, con distraída expresión los retornaban a su puesto. «Esto es elegancia -se dijo Ardid, en el creciente entusiasmo que la embargaba-. Truhanes o no truhanes, esto es elegancia, porte, distinción y desprecio por lo baladí.»