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Authors: Pablo Tusset

Tags: #Ciencia Ficción, Humor

Oxford 7 (10 page)

—¿Y lo chantajearon...? —dice Mam'zelle.

—Exacto: lo chantajeamos como a la maldita comadreja que era y le sacamos los sesenta mil euros que necesitábamos para taparles la boca a los policías. Llegaron en menos de una hora, en un sobre de Caixa Catalunya que trajo un bedel.

—¿Qué es Caixa Catalunya? —pregunta BB.

—Bfff: otro día te lo explico...

—Bueno, el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón —dice Mam'zelle.

—Tuvo suerte de tropezar con nosotros —dice Rick—. En vez de ir a una de esas cárceles con barrotes conservó su puesto y seguramente pudo seguir rapiñando fondos de la universidad hasta que se jubiló con la paga máxima. Así que —alza el vaso—, por las cebras filatélicas...

Se hace un momento de silencio. Todos beben.

—Buena historia —dice Mam'zelle.

—Siempre y cuando hayáis pillado la moraleja —dice Rick.

—Qué moraleja —dice Marcuse.

—Todo el mundo tiene algo que esconder —dice Rick—. Sólo hace falta hacerle creer que tú sabes qué es para tenerlo en tus manos. Eso es lo que aprendí de Palaiopoulos aquella noche de febrero de 2013...

Los tres chicos se miran con aire de inteligencia.

—Ése es Palaio —dice BB.

—Bueno, y ahora habrá que ir pensando en dormir un poco —dice Rick—, llegaremos a Barcelona en unas tres horas.

—Uf: creo que voy a masturbarme —dice Mam'zelle levantándose de la mesa.

—Joder —dice Rick—: no me acostumbraré nunca a la naturalidad con la que habláis de estas cosas. ¿No podrías simplemente decir que vas al baño?

—Vale, voy al baño —dice Mam'zelle—, esa historia de policías me ha puesto cachonda...

Tres

No ha sido difícil localizar a Torres y Marsalis lanzando una llamada por megafonía.

Ambos han subido al piso 47; el recepcionista los ha hecho pasar directamente al despacho de la rectora. También está allí el tesorero, sentado en una de las butacas individuales. Deckard está en pie cuando ellos entran, apoyada de espaldas en el alféizar de la ventana, piernas y brazos cruzados. No les saluda, sólo mueve una mano para indicar los sillones:

—¿Quieren sentarse un momento, por favor?

Ambos aceptan en silencio. Eligen el sofá corrido, enfrentado a la butaca que ocupa el tesorero. La rectora permanece en pie:

—Procuraré no hacerles perder mucho tiempo —dice—. Gloria Nitouche, Barbara Badland, Mijaíl Marcuse —dice—, ¿les suenan a ustedes de algo estos nombres?

Torres y Marsalis se miran. No pueden evitar componer una expresión grave que la rectora detecta. Marsalis trata de disimularla echándose atrás en el asiento y estirando un brazo sobre el respaldo:

—Puede que alguno me suene —dice—. ¿Son profesores?

La rectora no contesta a la pregunta:

—Les daré otro nombre —dice—: Sirhan Palaiopoulos.

Torres ha tratado de imitar la postura de Marsalis, pero casi no queda espacio para que extienda el brazo sobre el respaldo y el gesto resulta forzado:

—Ése sí es profesor —dice.

La rectora se lleva la punta de la uña del meñique a la comisura de un párpado, puede que en busca de un pequeño grumo de maquillaje.

—Bien —dice—: no creo que tenga ningún sentido seguir jugando al ratón y al gato... Tenemos constancia de que esas cuatro personas han manipulado sus chips subcutáneos y en consecuencia se ha emitido orden de detención contra ellas. De momento ha sido localizado el profesor Palaiopoulos, acaba de informarme el jefe de seguridad de que ha ingresado en la enfermería. Según la inspectora que lo ha detenido no se encuentra muy bien de salud, al parecer su corazón ha vuelto a darle problemas. —La rectora se toca otra vez la comisura del párpado, puede que para dar tiempo a que Torres y Marsalis digieran la información. Luego vuelve a cruzarse de brazos y continúa—. La pregunta es: ¿están ustedes dispuestos a dar una explicación sobre el asunto que se traen entre manos, o prefieren que someta al profesor a un interrogatorio exhaustivo en dependencias policiales?

Torres y Marsalis vuelven a mirarse. Habla Torres:

—No pueden interrogar a una persona en condiciones de indisposición médica, todavía existen leyes que nos amparan.

La rectora mira al techo. Suspira. Contesta:

—No alcanzo a comprender su empeño en informarnos acerca de lo que podemos o no podemos hacer —dice—. Resulta decididamente pintoresco.

—No pueden y usted lo sabe —dice Torres, mirando fijo a la rectora—. Nos encargaremos de que tengan que responder ante un tribunal por cualquier trato abusivo de que sea objeto el profesor Palaiopoulos.

La rectora Deckard abandona su posición reclinada contra el alféizar. Sin descruzar los brazos camina sobre sus tacones, clac, clac, clac:

—Le felicito, señor Torres: ha conseguido usted vencer esa extraña tendencia a agachar la cabeza que había adquirido últimamente... Sin embargo no ha mejorado su comprensión de la psicología humana. ¿O quizá es que no conoce al profesor Palaiopoulos tan bien como cree?

—¿Me disculpará si le digo que no tengo ni la más remota idea de lo que me está contando, y que, a decir verdad, tampoco me interesa demasiado?

—Le estoy contando, señor Torres, que no hay ninguna necesidad de forzar a Sirhan Palaiopoulos a un interrogatorio. Porque en cuanto se le dé a elegir entre declarar voluntariamente o someterles a ustedes dos a un cuestionario policial severo, o quizá a esos tres delincuentes amigos suyos que andan en paradero desconocido, no me cabe duda de que el profesor se avendrá a complacernos con esa generosidad que lo caracteriza. Una deferencia a la que, por lo que veo, no están ustedes dispuestos a corresponder en la misma medida...

Torres no sabe qué decir:

—Es usted una...

—«Zorra» —dice Deckard—: quiere usted decir «zorra», señor Torres, pero no se atreverá a tanto. Se conformará con...

—Persona..., pérfida.

—Pérfida..., no está mal para un estudiante de arte —dice Deckard.

Interviene Marsalis:

—Está bien, estamos dispuestos a contar todo lo que sabemos sobre este asunto de Palaiopoulos y los demás —mira a Torres, que no sabe qué se propone Marsalis pero interpreta en su mirada que se le ha ocurrido algo que contar.

La rectora suspira:

—Permítame decirle que miente usted francamente mal —le dice.

—Todavía no he empezado a hablar —dice Marsalis.

—Bien —dice la rectora—, entonces empiece, pero en privado. ¿Le importaría esperar unos minutos afuera? —le dice a Torres.

Ambos jóvenes se miran. No han tenido ocasión de pergeñar ninguna mentira en común, así que si hablan por separado darán versiones incoherentes. Con todo, están dispuestos a prestarse al juego, al menos para ganar tiempo.

Torres se levanta del sillón.

La rectora se adelanta para abrirle la puerta y dice:

—No es necesario que se esfuercen, pueden salir los dos —y dice—: Después de todo no creo que en realidad sepan mucho, así que va a ser bastante más interesante hablar directamente con el profesor. Les sugiero que entretanto bajen a convencer a sus compañeros de que se retiren a las áreas residenciales. Acabo de dar orden al capitán de que se den tres avisos por megafonía antes de proceder a la emisión masiva de multas.

Hace rato que la trompeta de Miles Davis ha dejado paso al saxo de Dexter Gordon. Tras las ventanillas del transbordador se aleja el campo de cisternas que acaban de dejar atrás. Son grandes esferas iluminadas como un ejército de lunas menguantes, con esa inesperada belleza que a veces cobran los objetos sin ninguna pretensión estética.

Rick duerme apoyando la cabeza sobre los brazos cruzados encima de la mesa. Ronca sonoramente. Los chicos están todavía despiertos, hipnotizados por el clima, la nicotina y el relato del secuestro de los policías. Marcuse se agarra el brazo dolorido por la herida:

—¿Crees que habrán detenido ya a Palaio? —le pregunta a Mam'zelle.

Mam'zelle tarda en contestar.

—No lo sé —dice.

Otra vez silencio.

—Tengo mala conciencia —dice Marcuse.

—Tú siempre tienes mala conciencia —dice BB—. ¿Os importa que me estire en el asiento un rato?, no creo que pueda dormir sentada.

Mam'zelle se acerca a Marcuse para dejarle hueco.

—Por qué —le dice—. Por qué mala conciencia.

—No lo sé... Es un anciano enfermo, y lo hemos dejado solo.

Mam'zelle lo piensa.

—Estará con Torres y Marsalis —dice—. Y con todos los demás...

—Ya, pero tendrá miedo. Ya tenía miedo cuando lo hemos dejado en su apartamento.

—Todos tenemos miedo —dice BB, que ha adoptado posición de dormir pero sigue escuchando—. Sobre todo tú.

—Ninguno de nosotros tiene verdadero miedo —dice Marcuse—. Lo que nosotros sentimos es una especie de excitación nerviosa. Estamos viviendo la aventura de nuestra vida. La primera aventura. Él está viviendo la última. Lo nuestro es como escaparse del dormitorio durante una excursión a los parques temáticos de Moon. Pero a él lo hemos metido en un lío espantoso justo cuando se está muriendo.

—Tú sí que te estás muriendo —dice BB—. Has fumado demasiado.

—No, yo te entiendo —dice Mam'zelle—. Ha sido un día extraño, me parece muy largo, como si hiciera semanas que no duermo, pero en realidad, si soy sincera, lo estoy pasando bien. Mientras no me acuerde de Palaio. Creo que también yo tengo un poco de mala conciencia, pero no sé exactamente por qué he de tenerla.

Marcuse se gira un poco para mirarla:

—¿Sabes qué me preocupa a mí? Saber si hemos hecho bien. Quiero decir...: ¿de verdad es honrado lo que estamos haciendo?

Mam'zelle procura contestar con precisión:

—La pregunta es otra: ¿es justo que el sistema abuse de nosotros?, ¿debemos seguir permitiéndolo sin oponer resistencia?

—Pero qué es el sistema. ¿Tú y yo no somos también el sistema?, ¿y Palaio?, ¿y todas esas viejas películas y esos músicos de jazz que murieron hace décadas?, ¿no son también parte del sistema, la parte que nos gusta?

—Quieres decir, por qué destruir Matrix si se puede vivir tan bien en ella...

—No, no es eso: había buenas razones para destruir Matrix: te usaban como pila energética sin pedirte permiso, la humanidad era esclava de las máquinas. Pero ¿de qué somos esclavos nosotros?, ¿de las leyes que previamente aprobamos en el parlamento de la Unión Occidental, aunque sea de manera indirecta?, ¿de las corporaciones, de las marcas comerciales, que son poderosas sólo en la medida en que nosotros consumimos sus productos con gran satisfacción?

—No: somos esclavos de un sistema que distorsiona nuestras verdaderas voluntades. Los engranajes son imperfectos, no transmiten bien lo que viene de abajo... No estaría prohibido fumar si la sociedad realmente fuera como la gente quiere que sea.

—Vale, ahora míralo de esta otra manera: en realidad no estamos luchando contra ninguna opresión, la cruda verdad es que nos hemos inventado un entretenimiento emocionante para descansar de la rutina... Desprendernos del chip, viajar a Earth subreptíciamente, buscar a un tipo misterioso que se hace llamar Francisco Asís, acabar con la dictadura de Deckard... Ya no nos basta con ver una película plana, ni siquiera con entrar en una sala de realidad virtual: hemos querido vivir la aventura a pelo. ¿No te parece esta una explicación al menos tan verosímil como la de la lucha por la justicia y la libertad?, ¿y no será precisamente esa ilusión de ser unos apóstoles de la libertad el verdadero Matrix del que deberíamos salir?

Mam'zelle no contesta. Pasan diez segundos de silencio hasta que se ve la cabeza de BB incorporándose sobre el nivel de la mesa de mandos:

—Ya que no me dejáis dormir te voy a contestar yo —dice—. Hacemos lo que hacemos porque estamos hasta el coño de que el puto sistema nos tenga cogidos por las pelotas, ¿vale? Pero si un gilipollas como tú se pone hasta el culo de tabaco y cerveza y le da por hacer filosofía barata en mitad del espacio, es posible que no vea las cosas tan claras como en realidad son. ¿Y ahora vais a apagar la música y os vais a callar de una puta vez?

Responde Rick, con un ronquido más alto que los demás.

El profesor Palaiopoulos es atendido en la enfermería por un auxiliar médico. Las policías se han quedado en la salita de espera. El auxiliar es muy amable. Le pregunta el nombre y lo apunta con un rotulador en una cinta que le pone en la muñeca. Después le entrega una bata computerizada:

—Bueno, Sirhan, ¿puedes desnudarte solo? —le dice.

—¿Me lo tengo que quitar todo?

—No, quédate en ropa interior; échate en la camilla y enseguida vendrá la ingeniera de urgencias.

Al profesor le cuesta especialmente quitarse los zapatos, se fatiga sólo con el primero. El auxiliar ha vuelto a entrar en el box en busca de algo; se da cuenta y le ayuda a terminar de descalzarse. También lo ayuda a ponerse en pie y le desabrocha los pantalones.

—El resto puedo solo, gracias —dice el profesor.

Necesita superar esta fatiga absurda. Esa desgana.

La ingeniera sanitaria aparece al poco entre las cortinas blancas:

—Bueno, ¿qué le pasa a ese corazón, Sirhan?

—Demasiado viejo —dice el profesor.

La ingeniera ya ha hablado con las policías, ahora está consultando en el screener los datos que da la bata computerizada y el historial del paciente. Luego se fija en su brazo izquierdo. La herida mal cosida sangra un poco.

—Parece que las constantes vitales no están tan mal —dice—. De momento vamos a ocuparnos lo primero de ese corte... ¿Quién te ha hecho el zurcido, un sastre?

El profesor observa cómo el auxiliar prepara el instrumental.

—¿Me podrían dar anestesia? —pregunta.

—Claro —dice el auxiliar—. ¿Se lo han cosido así sin anestesia?

—Me he puesto hielo...

Le rocían la zona con un aerosol. El profesor no ve lo que le están haciendo y tampoco siente gran cosa, quizá algo como un raspado suave.

—Sirhan: tienes el pulso un poco acelerado, le dice la ingeniera, ¿estás nervioso por algo?

—No, no es nada.

Unos minutos después la ingeniera le explica que le han extraído los cuatro chips del antebrazo y que la herida está desinfectada y curada. El profesor levanta el brazo para mirársela. Parece haber cicatrizado milagrosamente, es sólo una línea de color rosado sobre su brazo moreno.

—Es mejor que durante un par de semanas apagues la lámpara de ultravioletas de la ducha, así se verá menos la cicatriz.

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