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Authors: Pablo Tusset

Tags: #Ciencia Ficción, Humor

Oxford 7 (23 page)

—Tranquilo —le dice al guardián—. Alonso y sus amigos son un poco aprensivos, ¿verdad? —vuelve a reír mientras cubre otra vez los ojos del policía—. ¿Te acuerdas de aquellos tres antidisturbios que atrapamos en la escuela de arquitectura? Qué tiempos aquellos... Lástima que no me hicierais caso, podríamos habernos divertido mucho con ellos...

La risa se vuelve tos y avanza hasta la butaca color ciruela. Se apoya en el respaldo. Por primera vez, la luz baja del candelabro que hay en la mesita de café ilumina una parte de su rostro oculto bajo la capucha. Se le ve el mentón hasta la nariz. La piel es arrugada y blanquísima. La boca es una raya oscura, sin labios distinguibles.

—Bueno —dice—. Ahora sentaos y hablaremos un poco de esa cápsula de memoria que habéis traído.

Al llegar a la torre Huxley, Emily Deckard ha tenido que quitarse la peluca y las gafas para que los policías que custodian la entrada la reconozcan. Sigue vistiendo el gabán largo y los pendientes de rayos. Cuando sale del ascensor en la planta 47, las botas de gruesa suela de goma apenas suenan sobre el pavimento de pizarra natural. Su secretario personal hace un gesto de desconcierto al reconocerla:

—Rectora Deckard —dice—. Tengo un montón de mensajes para usted —dice.

Emily llega hasta el mismo mostrador. Deja encima la cápsula de hipertexto que le ha dictado a su iClock y da media vuelta de nuevo hacia el ascensor:

—Ahí está mi dimisión —dice—, haga el favor de hacérsela llegar al presidente de la junta de accionistas en Londres —dice, con su voz de mando habitual.

El desconcierto del secretario no disminuye. Consulta su screener de mesa. Ha de elevar la voz para que la rectora lo oiga mientras se aleja:

—Pero le busca el juez de la estación, el tesorero, los delegados, el jefe de seguridad, el profesor Palaiopoulos...

Emily Deckard quiere detenerse para girarse hacia el secretario, pero la inercia de su movimiento hace que tenga que dar dos pasos atrás.

—¿Sirhan Palaiopoulos? —dice.

—Sí..., dice que... Ha dicho que se está muriendo..., eso ha dicho. Ha dejado grabado un mensaje urgente para usted...

Emily mete las manos en los bolsillos del gabán. Tarda dos segundos en contestar:

—Pásemelo al buzón de mi apartamento —dice, y vuelve a caminar hacia el ascensor.

Arriba, en la planta 48, Emily se desembaraza del gabán y lo deja caer sobre la alfombra del salón. Se acerca al screener de pared y da orden verbal de activación. En el buzón de correo ve el archivo que acaba de entrar. Es un mensaje en vídeo.

—Reproducir —dice.

La imagen muestra el torso de Palaiopoulos en la cama del hospital, la misma cama en la que ella se ha sentado hace apenas unas horas. Está solo. Lleva la bata computerizada abierta sobre el pecho enjuto, amarillo, con dos tetillas que le forman bolsas colgando a los lados del esternón. Lleva puesta la mascarilla de ventilación, pero su respiración ahora es mucho más ruidosa que por la mañana.

—Éste es un mensaje para Emily Deckard —dice.

Se detiene, parece que no le gusta el sonido de su propia voz sintetizada por la mascarilla.

Se la retira del embozo y se la quita por encima de la cabeza antes de seguir hablando. El ruido de la respiración ha disminuido y la voz es ahora más natural. Sus ojos están vidriosos:

—Me he equivocado —dice—. Tú tenías razón.

Es la primera vez que la tutea al hablarle.

Emily se sienta en el sillón enfrentado al screener para seguir escuchando.

Son tres largos minutos de confesiones de un moribundo rematadas por una ferviente petición final.

—Sólo tú puedes hacerlo —dice la débil voz de Palaiopoulos—, sé que puedes hacerlo —dice—. Yo soy culpable de haberlos enviado allí, pero ahora esos tres chicos dependen de ti.

El sonsonete precomputacional en el escenario del Liceo cambia de tempo pero sigue siendo igual de confuso y monótono, como el estertor de una batalla lejana:

Ataca al sistema / Ataca al capital / Ataca a todo aquel que te quiera gobernar...

Francisco sigue en pie tras la butaca. Los chicos se han sentado en el escaño largo. Jorgito, Juanito y Jaimito. Rick también está de pie tras ellos.

—Muy interesante ese informe pericial —dice Francisco—. Todo eso de «Heteroagresividad indiscriminada», «Sadismo» y demás. Muy halagador, he de decir. Pero se echa de menos algo.

Marcuse, sentado entre las dos chicas, se ve en la obligación de erigirse en portavoz del grupo:

—¿Qué? —pregunta.

Francisco gira hacia arriba las palmas enguantadas, como quien contesta a una obviedad.

—Quién lo escribió —dice.

Marcuse tarda en contestar:

—Eso no lo sabemos —dice.

Francisco se queda un momento en silencio. Luego ríe. Da una palmada que apenas suena a causa de los guantes:

—¿En serio?

Ahora ninguno de los chicos contesta. Francisco abandona el respaldo de la butaca y se desplaza hacia el banco. Los mira a los tres desde la oscuridad de la capucha. Hace gesto como de acariciar la cara de Marcuse sin llegar a tocarla:

—Qué jóvenes sois... ¿Sabéis lo que significa envejecer? Estoy seguro de que ni siquiera habéis pensado en ello.

Los chicos siguen sin decir nada.

—Veréis: en condiciones normales envejecer significa que progresivamente se pierde elasticidad y turgencia en la piel, disminuye el grosor de la capa grasa, se profundizan las arrugas, los huesos pierden parte de su volumen... —levanta un índice—. Progresivamente, he dicho. Pero quiero que veáis una pequeña muestra de lo que ocurre si pasados los noventa años a uno le retiran bruscamente los tratamientos hormonales.

Sus manos se acercan a la capucha y lentamente tiran hacia atrás de ella mientras sigue hablando:

—¿Veis? Esto es lo que pasa cuando el nivel de DHEA cae en picado y un mal cirujano plástico se pasa los siguientes diez años tratando de paliar el horror resultante.

Los tres chicos quisieran dejar de mirar aquella faz, pero no pueden porque es la cara de quien les está hablando. Lo peor no es la lividez, ni las hinchazones, ni los huecos, ni las asimetrías, ni las arrugas, ni las cicatrices: hay algo aberrante en la expresión, algo que la hace parecer infrahumana, o quizá sobrenatural.

Francisco se inclina un poco para hablarle a Marcuse, mirándolo fijo con sus ojos desiguales:

—¿Y ahora podéis volver a decirme que habéis viajado 200.000 kilómetros para entregarme ese informe y resulta que no sabéis quién lo escribió...?

Marcuse traga saliva ostensiblemente.

—Sí..., no... —dice.

Francisco se yergue y vuelve la cara hacia Rick. Ríe otra vez antes de hablar. Ahora se le ve la lengua, puntiaguda y reseca:

—¿Les has contado a tus amigos que soy idiota, o algo por el estilo?

—Me temo que tienen ideas propias —dice Rick, y de inmediato se arrepiente de haber dicho eso. Cambia el tono—. Es largo de explicar, pero yo sé quién escribió ese informe, puedo darte esa información si te interesa.

—No es verdad —dice BB—: él no sabe nada, es sólo un intermediario.

Ya es demasiado tarde cuando mira a Rick y comprende en su expresión que esta vez no debería haberle llevado la contraria.

—El ingeniero emocional que escribió ese informe se llama Businés —dice Rick—, Jordi Businés, trabaja para la policía de...

—Basta ya —dice Francisco. Su voz denota impaciencia por primera vez. Alza el brazo y hace un gesto hacia el fraticelli sentado en la platea. Rick ve cómo se levanta de inmediato y camina hacia las escalerillas que suben al escenario.

Francisco vuelve a acercarse a Marcuse y le toca la nariz con la punta del dedo enguantado. Sonríe dejando que le asome la lengua. Su lengua seca de pájaro. La voz vuelve a ser pausada:

—¿Sabes qué es lo que más detesto en el mundo? —dice—. Detesto que me mientan. Está muy feo mentir. ¿Sabéis lo que le ocurría a Pinocho cuando mentía? —atenaza la nariz de Marcuse entre el índice y el corazón y tira un poco de ella.

El fraticelli ha llegado al escenario. Francisco le dice algo al oído y señala vagamente hacia las puertas de la sala. El subordinado asiente. De inmediato se vuelve sobre sus pasos para cruzar el foso de la orquesta de regreso a la platea. Desde allí camina hacia las puertas del fondo.

—Escucha —dice Rick—, los chicos están un poco nerviosos, no han querido ofenderte...

Francisco se lleva el índice a los labios para pedir silencio:

—Mi canción favorita —dice, y hace gesto con la mano para subir el volumen del reproductor:

Agua hirviendo, quema al bebé

Agua hirviendo, quema al bebé...

Siete

Emily Deckard ha estado revisando toda la información disponible sobre Francisco Asís. Su ficha policial, los informes forenses, interrogatorios, declaraciones, entrevistas a testigos, todo lo que ha podido recopilar usando su clave de perito emocional para acceder a los archivos.

Trata de buscar un punto débil.

Los antecedentes infantiles son los clásicos, la novela familiar también. Privación de presencia parental, carencias severas, etcétera. No manifiesta depredación sexual más que anecdóticamente, como parte de algún rito de humillación. Prima la perversión moral y la voluntad de dominio más que la psicopatía pura y fría. Eso es bueno: con un psicópata puro sólo cabría establecer una lucha de poder. Hay indicios de empatía en él, lo confirma el gusto por el refinamiento más que por la brutalidad, aunque ciertamente su retórica es cínica y tendente a denigrar la belleza y la bondad. También es cruel, pero eso podría deberse a la necesidad de aprovechar la baja autoestima de sus víctimas para alimentar su delirio de omnipotencia: la hipertrofia narcisista siempre puede tener una etiología neurótica defensiva. La adquisición del sobrenombre, Francisco Asís, sugiere un intento erróneo de vincularse a filiaciones de abolengo, lo cual es compatible con la debilidad del super yo. Sin embargo eso no es coherente con la mitificación de la antiley, del antisistema, de lo anticorrecto. Quizá el sobrenombre no ha sido autoimpuesto. A menudo ocurre que un delincuente acaba asumiendo como propio el nombre que le da la policía, o los periódicos. Lo cierto es que todo parece indicar un intento de demostrar que, pese a su lamentable condición, puede ser digno de amor. Pero para eso le resulta necesario vivir permanentemente en su antimundo.

La hipótesis tiene sentido: ya que no puede ser un ángel siquiera mediocre en el cielo, crea un infierno donde ser el principal de los demonios. Si eso fuera cierto, bastaría encontrar un rasgo que lo desacreditara en el antimundo para haber encontrado su talón de Aquiles. El proceso sería el mismo que serviría para chantajear a una persona normal pero funcionaría en sentido justo opuesto: mientras todo el mundo trata de ocultar cualquier rastro de egoísmo, de falta de honestidad o de crueldad, él trata de no levantar sospecha de honradez, de ternura o de generosidad.

La dificultad es cómo encontrar en semejante monstruo un rasgo positivo cuya divulgación pudiera representar una amenaza para su delirio.

Y cómo encontrarlo a tiempo.

Emily se levanta del escritorio para ir en busca de un cigarrillo. La caja de madera en la que los guarda está sobre el screener de la mesa principal. La pantalla está activada. Junto a la caja de cigarrillos ve el icono de un archivo. «Robin Redbreast II: Audio de a bordo», dice la etiqueta. Emily se queda un momento detenida, mirando el icono. Lo toca y se despliega el menú. Vuelve a tocar para que suene hacia el final:

«—¿Qué documentos eran ésos?»

Ésa es la voz de Mijaíl Marcuse, la reconoce.

«—Y yo qué sé, Palaiopoulos se lo estaba inventando sobre la marcha... Simplemente calculó que el gerente de una universidad pública de aquella época debía de ser un tipo corrupto hasta el tuétano, no le cabía duda...»

Eso lo ha dicho una voz de adulto. Sin duda es ese Alonso del que Palaiopoulos le ha hablado en el vídeo. Pero no es ése el fragmento exacto que Emily busca.

Avanza un poco el audio para oír más adelante:

«—Buena historia —dice otra voz joven, femenina.

»—Siempre y cuando hayáis pillado la moraleja —dice la voz de Alonso.

»—Qué moraleja —dice otra vez Marcuse.

»—Todo el mundo tiene algo que esconder. Sólo hace falta hacerle creer que tú sabes qué es para tenerlo en tus manos. Eso es lo que aprendí de Palaiopoulos aquella noche de febrero de 2013...»

Emily Deckard detiene el audio.

Enciende el cigarrillo. Da una bocanada.

¿Por qué no?

Da otra bocanada rápida y tira el cigarrillo a la chimenea.

Entra en el baño.

Se mira en el espejo.

Ahora le parece que tiene todo el aspecto de una mujer madura que pretende ser joven, con el cabello suelto sobre los hombros y esos pendientes de rayos de aluminio.

Busca en el vestidor una de sus blusas nanotécnicas de color blanco reluciente. Descuelga uno de sus trajes azules. Se pone unos zapatos de tacón.

Cuando está de nuevo vestida de rectora inflexible vuelve al baño para componerse el moño ante el espejo.

Ahí está otra vez la zorra de Deckard.

—Perfumería —dice—. Composición manual. Decisión, poder, inteligencia. Intensidad media. Fin de parámetros.

El sintetizador químico compone la mezcla. Tres segundos después, una fina aspersión cae desde el difusor del techo. La rectora extiende los brazos y husmea hacia arriba.

Huele a musgo de encina, tabaco y ajo.

Rick está calculando sus posibilidades. Son unos diez o doce los fraticelli los que han entrado en la sala principal y se acercan al escenario. Llegados a este punto, la única opción es tomar a Francisco y amenazarlo. No puede ofrecer mucha resistencia, sus fuerzas están muy mermadas y se mueve con dificultad. Después habría que ver cómo salir de allí usándolo como rehén. Pero para eso necesitaría alguna clase de arma, algo punzante, o cortante, o al menos algo contundente. Podría contar con la ayuda de BB, pero difícilmente con la de Mam'zelle y Marcuse. Están aterrorizados. En cualquier caso hay que actuar rápido, piensa Rick. Quizá agarrarlo del cuello y fingir que podría matarlo con un movimiento seco...

Se ha situado ya a la espalda de Francisco cuando suena su iClock.

Blimb, blimb, blimb...

Francisco se gira hacia él al oír el soniquete.

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