Yo no sentía curiosidad por la llegada de Virgil Greathouse. Su llegada, como la de cualquier otro preso nuevo, sería una especie de ejecución pública. No quería verle, ni ver a nadie degradarse, convertirse en menos que un hombre. Así que me quedé solo en la sala de suministros. Agradecí aquella intimidad accidental que se me proporcionaba. La aproveché. Hice lo que quizás fuese el acto físico más obscenamente íntimo de toda mi vida. Di a luz a un viejecillo decrépito y patético al hacer esto: ponerme mis ropas de civil.
Eran éstas unos calzoncillos blancos de velarte y unos calcetines negros hasta media pantorrilla de una tienda de ropa de caballeros de Chevy Chase. Después, una camisa blanca de unos almacenes de Washington. Luego mi traje de raya fina de Nueva York, y una corbata con los colores del regimiento y zapatos negros del mismo sitio. Los cordones de ambos zapatos estaban rotos y arreglados con nudos. Era evidente que Fender no se había fijado en esto, porque sino aquellos zapatos habrían tenido cordones nuevos.
La prenda más antigua era la corbata. La había usado, realmente, durante la Segunda Guerra Mundial. Imaginaos. Un inglés con quien yo estaba trabajando en los planes de asistencia médica para los desembarcos del Día D me explicó que la corbata me identificaba como oficial de los Fusileros Reales Galeses.
—Fuisteis exterminados en la segunda batalla del Somme en la Primera Guerra Mundial —dijo—. Y ahora, en esta otra, han vuelto a exterminaros en El Alamein. No puede decirse que sea precisamente el regimiento más afortunado del mundo.
Las rayas son azules. Una franja ancha de azul claro bordeada de una faja estrecha de verde bosque por arriba y otra anaranjada por debajo. Llevo puesta precisamente esa corbata hoy, mientras estoy aquí sentado en mi oficina de la Down Home Record División de la RAMJAC Corporation.
Cuando Clyde Carter y el doctor Fender volvieron a la sala de suministros, yo era otra vez un civil. Me sentía tan mareado y tímido y me temblaban tanto las piernas como a cualquier otra criatura recién nacida. Aún no sabía cuál era mi aspecto. En la sala de suministros había un espejo de cuerpo entero, pero estaba vuelto hacia la pared. Fender siempre lo ponía de cara a la pared cuando esperaba a un nuevo recluso. Éste era otro ejemplo de la delicadeza de Fender. El recién llegado, si no quería, no tenía por qué ver de inmediato cómo le había transformado el uniforme.
Pero las caras de Clyde y Fender fueron espejos suficientemente claros como para indicarme que yo no parecía precisamente un alegre
boulevardier
del tipo, por ejemplo, del difunto Maurice Chevalier. Ocultaron la piedad que sentían con bromas. Pero no con la suficiente rapidez.
Fender fingió ser mi criado en una Embajada o algo así.
—Buenos días, señor embajador. Otro día claro y fresco —dijo—. La reina le espera a comer a la una.
Clyde dijo que no había duda de que era fácil identificar a un hombre de Harvard, que todos ellos tenían esa cosa especial. Pero como ninguno de los dos hacía ademán de volver el espejo, lo hice yo mismo.
Y he aquí lo que vi reflejado: un viejo conserje flacucho de origen eslavo. Que no estaba acostumbrado a llevar traje y corbata. El cuello de la camisa le quedaba demasiado grande. Y también el traje, que le quedaba como una carpa de circo. Parecía triste... quizás se dirigía al funeral de un pariente. No había la menor armonía entre él y su traje. Podía haber encontrado aquella ropa en el cubo de la basura de un rico.
Paz.
Estaba sentado ya en un banco de parque sin protección junto a la autopista, frente a la prisión. Esperaba el autobús. Tenía a mi lado una maleta de color castaño, de lona y cuero, diseñada para oficiales del Ejército. Me había acompañado constantemente en Europa durante mis días de gloria. Sobre ella había una vieja trinchera, también de mis días de gloria. Estaba completamente solo. El autobús se retrasaba. De vez en cuando, tanteaba los bolsillos del traje, cerciorándome de que tenía los documentos de mi liberación, el certificado del gobierno que me daba derecho a un viaje de ida en clase turística de Atlanta a Nueva York, mi dinero y mi título de doctor en coctelería. El sol caía a plomo sobre mí.
Tenía trescientos doce dólares y once centavos. Doscientos cincuenta en un cheque del gobierno, por lo que resultaba difícil que pudieran robármelo. Era todo dinero mío. Después de las meticulosas sumas y restas que había hecho con mis ingresos desde la detención, aquello era, hasta el último céntimo, indiscutiblemente mío: trescientos doce dólares y once centavos.
Allí estaba yo, pues, listo para incorporarme de nuevo al Sistema de Libre Empresa. Allí estaba yo libre de nuevo de la protección y el cobijo del gobierno federal.
La última vez que me había pasado esto había sido en Milnovecientos Cincuentaitrés, a los dos años de que Leland Clewes fuese a la cárcel por perjurio. Se habían encontrado por entonces docenas de testigos más que declararon contra él... y perjudicándole aún más. Yo sólo le había acusado de pertenecer al partido comunista antes de la guerra, lo cual me había parecido más o menos tan tremendo en un miembro de la generación de la Depresión, como haber participado en una cola del pan. Pero hubo otros dispuestos a jurar que Clewes había sido comunista durante toda la guerra, y que había facilitado información secreta a agentes de la Unión Soviética. Yo estaba asombrado.
Aquello era nuevo para mí, desde luego, y quizás no fuese siquiera verdad. Lo más que yo habría deseado de Clewes habría sido que admitiese que yo había dicho la verdad sobre algo que, en realidad, no importaba gran cosa. Yo no deseaba destruirle ni mandarle a la cárcel. Eso bien lo sabe Dios. Y respecto a mí mismo pensaba que lo lamentaría el resto de mi vida, que jamás volvería a sentirme a gusto conmigo mismo, por aquello que había hecho involuntariamente. Pero creía, por lo demás, que la vida podría seguir igual que antes.
Cierto: me habían trasladado al Ministerio de Defensa, dándome un trabajo menos delicado, el de tabular las preferencias de los soldados de las diversas razas y religiones principales del país, y de diversos orígenes económicos y educativos, respecto a los diversos tipos de raciones de campo, algunas nuevas y experimentales. Este tipo de trabajo, que actualmente hacen las computadoras a la velocidad de la luz, sin cerebro ni vista ni cuidado, aún se hacía en aquellos tiempos a mano. Yo y mi equipo parecemos ahora tan arcaicos como los monjes cristianos que iluminaban manuscritos con pinceles y láminas de oro y plumas de ave.
Cierto: la gente que trataba conmigo en el trabajo, tanto inferiores como superiores, pasaron a adoptar una actitud más formalista, más correcta y fría en su trato conmigo. Ya no tenían tiempo, al parecer, para chistes, para contar cosas de la guerra. Todas las conversaciones eran escuetas, prácticas. Luego, era hora de volver al trabajo. Atribuí esto, por entonces, e incluso le comenté a mi pobre mujer que me parecía admirable, el espíritu de aquellas nuevas fuerzas armadas sobrias, sensibles, sumamente móviles y totalmente profesionales que estábamos creando. Serían un relámpago con el que podríamos hacer evaporarse cualquier nuevo Hitler que surgiese en cualquier parte del mundo. En cuanto hubiese un pueblo que perdiese su libertad, allí estarían los Estados Unidos de Norteamérica para devolvérsela.
Y cierto: mi vida social y la de Ruth pasaron a ser algo menos activas de lo que yo le había prometido a ella en Nuremberg. Yo había proyectado para ella un teléfono en nuestra casa que no dejaría de sonar nunca, con viejos camaradas míos al otro lado del hilo. Camaradas que querrían comer y beber y hablar toda la noche. Estarían en lo mejor de su carrera al servicio del gobierno entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco, como yo... tan hábiles y veteranos y diplomáticos y listos, y en el fondo duros como clavos, que serían, en realidad, el corazón y la cabeza de sus organizaciones, fuese cual fuese el puesto que ocupasen teóricamente en el escalafón.
Le había prometido a Ruth que llegarían de importantes puestos en Moscú, en Tokio, en su ciudad natal, en Viena, en Yakarta y en Tomboctú y en Dios sabe dónde. ¡Qué historias podrían contarnos del mundo, de lo que estaba pasando
realmente
! Nos reiríamos, y tomaríamos una copa más y etcétera, etcétera. Y, por supuesto, la gente del país nos importunaría por nuestras amistades interesantes y cosmopolitas y también por la información de que dispondríamos.
Ruth decía que a ella no le importaba nada que no sonase nuestro teléfono: que, si no fuera por el hecho de que mi trabajo exigía que fuese localizable a todas las horas del día y de la noche, ella preferiría no tener teléfono en casa. En cuanto a las conversaciones con gente supuestamente bien informada hasta altas horas de la noche, decía que no le gustaba acostarse más tarde de las diez, y que en el campo de concentración había oído suficiente información supuestamente confidencial como para que le durase el resto de sus días, y más aún. «Walter, yo no soy una de esas personas —decía— que considera necesario saber siempre, teóricamente, lo que en realidad está pasando.»
Puede que Ruth quisiera protegerse ante la amenaza de tormenta inminente, o, más en concreto, la amenaza del pesado silencio que empezaba a envolvernos, volviendo durante el día, cuando yo estaba en el trabajo, a aquel entusiasmo a lo Ofelia que había sentido después de su liberación, cuando se imaginaba como un pájaro completamente a solas con Dios. No se olvidaba del niño, que tenía cinco años cuando Leland Clewes fue a la cárcel. Siempre estaba limpio y bien alimentado. Ruth no se dedicaba a beber en secreto. Pero, sin embargo, sí empezó a comer mucho.
Y esto me lleva al tema de las medidas del cuerpo otra vez, algo que no me gusta mucho analizar... porque no quiero darle más importancia de la que merece. Las medidas del cuerpo pueden resultar notables por sus variaciones respecto a las normas aceptadas, pero aun así, no explican casi nada de la vida que se lleva dentro de esos cuerpos. Yo, como ya he confesado, soy lo bastante pequeño para haber sido timonel. Eso no quiere decir nada. Y, cuando Leland Clewes compareció ante un tribunal por perjurio, mi mujer, aunque solo medía uno cincuenta de estatura, pesaba unos sesenta y cuatro kilos.
Amén.
Salvo por esto: nuestro hijo llegó muy pronto a la conclusión de que su famoso padrecito y su gorda madre extranjera eran para él tales cargas sociales que pasó a explicar a algunos compañeros de juego del barrio que era un niño adoptado. Una vecina invitó a mi mujer a tomar café durante el día exactamente una vez y con este propósito: descubrir si sabíamos quiénes eran los verdaderos padres del niño.
Paz.
Así que pasó un intervalo respetable después de que enviasen a Leland Clewes a presidio. Dos años, como digo... y luego me llamaron a la oficina del subsecretario del ejército, Shelton Walker. No nos habíamos visto nunca. Él nunca había estado al servicio del gobierno. Era de mi edad. Había estado en la guerra y le habían ascendido a comandante de artillería de campo y había hecho los desembarcos del norte de África y luego, el Día D, el de Francia. Pero era básicamente un hombre de negocios de Oklahoma. Alguien me diría más tarde que era propietario de la distribuidora de neumáticos más importante de aquel estado. Y aún más sorprendente para mí: Era republicano, pues había pasado a ocupar la Presidencia del país el general de los ejércitos, Dwight David Eisenhower: el primer republicano que ocupaba tal cargo en veinte años.
El señor Walker deseaba expresar, según dijo, la gratitud que debía sentir todo el país hacia mí por mis años de fieles servicios tanto en la guerra como en la paz. Dijo que yo tenía dotes de ejecutivo que sin duda habrían sido recompensadas mucho más generosamente si las hubiese aplicado a la industria privada. Se había iniciado una campaña de reducción de gastos, me dijo, y el puesto que yo ocupaba iba a eliminarse. Se eliminaban muchos puestos, así que no podía trasladarme a otro lugar, por mucho que quisiese. En suma, quedaba despedido. Ni siquiera ahora soy capaz de saber si estaba siendo cruel o no cuando me dijo, levantándose y tendiéndome la mano:
—Ahora puede usted vender sus considerables dotes, señor Starbuck, por su auténtico valor, en el mercado libre del sistema de libre empresa. ¡Buena caza! ¡Buena suerte!
¿Qué sabía yo de la libre empresa? Sé mucho ahora sobre ella, pero entonces no sabía nada. Sabía tan poco de ella entonces que durante varios meses llegué a pensar que la industria privada pagaría realmente muchísimo por un ejecutivo para todo servicio como yo. Durante aquellos primeros meses de desempleo expliqué a mi pobre mujer que sí, que sin duda era una opción que teníamos, si todo lo demás fracasaba: que yo podría alzar los brazos en cualquier momento como un hombre crucificado, como si dijésemos, y dejarme caer de espaldas en la General Motors o en la General Electrics o en otra cosa así. Una prueba de la bondad de esta mujer hacia mí: jamás me preguntó por qué no lo hacía inmediatamente si era tan fácil... nunca me pidió que le explicase exactamente, por qué, consideraba yo que había algo tonto y no del todo digno en la industria privada.
—Quizás tengamos que ser ricos, aunque no queramos —recuerdo que le dije una vez por entonces. Mi hijo tenía seis años y estaba escuchando... y era lo bastante mayor, seguro, para reflexionar sobre esta paradoja. ¿Tendría algún sentido para él?
Entre tanto, yo visitaba y telefoneaba a conocidos de otros departamentos, bromeando sobre mi situación de «libertad temporal», como dicen los actores en paro. Podría haber sido un hombre con una herida cómica, como un ojo morado o un dedo gordo del pie roto. Además: todas mis amistades eran demócratas como yo, lo cual me permitía presentarme como una víctima de la estupidez y el espíritu vengativo de los republicanos.
Pero, desgraciadamente, hasta entonces la vida había sido para mí una especie de danza virginiana, en que los amigos me iban pasando de trabajo en trabajo, y ahora nadie daba con un puesto vacante en ningún sitio. Las vacantes se habían vuelto de pronto cosas tan extintas como los pájaros dodó.
Terrible.
Pero los viejos camaradas se comportaban con tanta naturalidad y educación conmigo que ni siquiera ahora podría decir que me estuviesen castigando por lo que le había hecho a Leland Clewes... si no hubiese pedido ayuda al fin a un viejo arrogante que no trabajaba en el gobierno, quien, ante mi asombro, se mostró muy deseoso de manifestar el desprecio que sentía por mí y de explicarlo con detalle. Me refiero a Timothy Beame. Había sido viceministro de Agricultura con Roosevelt antes de la guerra. Me había ofrecido mi primer trabajo en el gobierno. Era también un hombre de Harvard y había tenido una beca Rhodes. Tenía por entonces setenta y cuatro años y era presidente en activo de Beame, Mearns, Weld & Weld, el despacho jurídico más prestigioso de Washington.