Panteón (107 page)

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Authors: Laura Gallego García

«¿O he sido yo quien la ha dejado a ella?», se preguntó de pronto.

Tanawe cruzó los brazos ante el pecho.

—¿No consagra magos de esa manera? —repitió—. ¿Y cómo lo hace, pues? Sé que las estancias de la Torre de Kazlunn se están llenando de aprendices. Si ella puede hacer magos para Qaydar. ¿por qué no para mí?

—Porque la función de los unicornios es repartir la magia por el mundo, no fabricar hechiceros en cadena, como tú fabricas dragones —replicó Jack, sin poderse contener.

La maga entornó los ojos, y Jack supo que la había herido.

—Si no fuera por mis dragones, tu raza se habría extinguido ya —le espetó ella.

—Mi raza ya se ha extinguido, con tus dragones, o sin ellos.

—En tal caso, no puedes reprocharnos a los humanos que busquemos otras formas de enfrentarnos a los sheks. Si no queríais dragones artificiales, haber exterminado a las serpientes cuando tuvisteis ocasión.

Habló con dureza y con un frío odio que impresionó a Jack. No obstante, el joven estaba ya cansado de discusiones, y clavó en ella una larga mirada. Finalmente, Tanawe titubeó y bajó la cabeza, intimidada.

—Yo no puedo hablar en nombre del unicornio —dijo Jack con suavidad—. No soy yo quien tiene el poder de otorgar la magia.

No le dijo que él mismo era ya un mago. La idea seguía resultándole demasiado nueva. Por otra parte, tampoco estaba seguro de ser capaz de renovar la magia de un dragón artificial. Por lo que sabía, era muy posible que le prendiese fuego en el intento.

—Entonces, ¿para qué has venido? —quiso saber Tanawe.

«Eso», se dijo Jack: «¿para qué he venido? ¿Porque Alsan me lo ha ordenado? ¿Y por qué razón tengo que acatar sus órdenes?».

—Para supervisar la creación del ejército —dijo sin embargo—. Si os faltan magos, transmitiré el problema a Alsan y a Qaydar, y veremos qué se puede hacer al respecto. Pero necesito datos más concretos —añadió, tratando de darle un toque de profesionalidad a su voz.

Tanawe se relajó un tanto y reanudó su paseo por el hangar de la base. Jack se puso a su altura.

—Aquí, en Thalis, somos dos —dijo ella—. Pero contamos con otro mago en Vanissar. Denyal me ha dicho que tu amigo Shail se ha unido a nosotros.

Miró a Jack, esperando confirmación.

—Nos acompañó en la lucha contra Eissesh —dijo Jack, esquivo; no pensaba decirle que Shail no tenía la menor intención de dedicar su tiempo al mantenimiento de los dragones artificiales, y que en aquel momento estaba en la Torre de Kazlunn... con Qaydar.

Pero Tanawe pareció darse por satisfecha con la respuesta.

—Muy pocos magos —dijo—. También tenemos a otros dos magos en Kash-Tar, pero hace tres meses que deberían haber regresado y...

Jack se detuvo en seco.

—¿Kimara no ha vuelto de Kash-Tar?

Tanawe negó con la cabeza, y procedió a contarle que, por lo que sabía, la escuadra de dragones que habían enviado al desierto seguía allí, enzarzada en una sangrienta lucha contra Sussh, y desoyendo todas las órdenes de retirada que les habían enviado desde Thalis.

—Volvieron dos de los dragones hace tiempo —explicó—, pero el resto se ha quedado. Y ha habido varios pilotos que se han unido a ellos, a pesar de nuestras órdenes expresas de no hacerlo. Parece ser que los rebeldes yan son una facción muy violenta y desorganizada, y por alguna razón eso atrae a muchos de nuestros jóvenes. Encuentran que Kash-Tar es sinónimo de acción, aventura y libertad.

—En cierto modo, lo es —murmuró Jack, recordando el tiempo que había pasado allí; apartó aquellos pensamientos de su mente, porque le recordaban dolorosamente a Victoria.

Tanawe lo miró largamente.

—Es cierto, estuviste allí. Bien... —dudó un momento antes de añadir—, si de verdad quieres hacer algo por nosotros... nos sería de gran ayuda que fueses a Kash-Tar a sacarlos a todos de ahí. Tanto los magos como los dragones son muy valiosos; en su día nos pareció buena idea enviarlos al desierto, pero ahora los necesitamos en otra parte.

Jack dudó. La idea de regresar a Kash-Tar le resultaba tentadora y, además, sospechaba que le vendría bien un cambio de aires. Por no hablar de que, aunque no quisiera admitirlo, tenía ganas de ver a Kimara otra vez. Por su mente cruzó, fugaz, el recuerdo del baile que habían compartido tiempo atrás, en Hadikah, y se le aceleró el pulso.

Sacudió la cabeza. Le parecía patético ir a buscar a Kimara cuando no hacía ni tres días que había roto con Victoria.

—Eres el único que puede traerlos de vuelta —insistió Tanawe—. Ni Denyal ni yo podemos permitirnos el lujo de abandonar Nandelt en estas circunstancias.

Al final había aceptado la propuesta. No solo porque Tanawe
realmente
necesitaba a aquellos magos, sino también porque estaba preocupado por Kimara. El hecho de que la rebelión de Kash-Tar se hubiese vuelto tan sangrienta no presagiaba nada bueno para ella y, por otro lado, no dejaba de resultar extraño. Los yan eran gente práctica que pocas veces se embarcaba en empresas suicidas. No obstante, cuando lo hacían era por motivos de peso, y ni los bárbaros llegaban a igualarlos en ferocidad y salvajismo. Y algo debía de haber detonado la bomba de relojería de Kash-Tar. Algo había hecho saltar a los yan, después de casi veinte años de tolerar la dominación shek.

«Supongo que eso es lo que estoy haciendo aquí», se dijo Jack, con cansancio, mientras sobrevolaba las rosadas arenas de Kash-Tar: «averiguar qué está pasando en realidad, y qué tiene que ver Kimara con todo esto».

Pero para ello, primero tendría que encontrarla.

La última vez que había estado en Kash-Tar, la propia Kimara había sido su guía en el desierto, llevándolos, a él y a Victoria, de oasis en oasis, buscando en la arena caminos que solo ella podía ver. Ahora, Jack podía sobrevolar la inmensa extensión de Kash-Tar, pero no soportaría mucho tiempo el intensísimo calor.

Al principio se adentró en el desierto sin preocuparse por ello, con cierta temeridad. Y el primer día tuvo suerte. Divisó a lo lejos un oasis y descendió para beber.

Le sorprendió comprobar que estaba desierto, a pesar de que había agua en la laguna y los árboles rebosaban de unos frutos azulados que resultaron ser comestibles. Pero, fijándose mejor, Jack descubrió que aquel lugar parecía haber sido escenario de una batalla. Muchos de los árboles estaban calcinados o destrozados, y un poco más lejos descubrió, turbado, un montón de cadáveres carbonizados: soldados caídos en la batalla, cuyos cuerpos habían sido apilados y quemados.

Desde aquel momento le fue más fácil entender que nadie quisiese pernoctar allí.

Tampoco él tenía intención de quedarse toda la tarde. Bebió agua en abundancia y se atiborró de fruta y, cuando estuvo listo, emprendió de nuevo el vuelo. No dejó de echar de menos, sin embargo, los oasis llenos de color y actividad que había tenido ocasión de visitar en su último viaje. Curiosamente, en aquella época era solo un adolescente que aún no controlaba sus poderes de dragón, Kash-Tar estaba bajo la férrea mano de las serpientes y Ashran lo buscaba por todo el continente; y, no obstante, recordaba aquellos días con añoranza.

Tal vez porque, aunque ahora ya estaba en la plenitud de su poder, aunque todos le temían y respetaban, aunque las serpientes habían sido derrotadas, Ashran ya no existía y los dioses parecían haberse marchado... Victoria ya no estaba a su lado.

Al día siguiente, cuando el calor ya estaba empezando a hacer mella en él, un shek lo interceptó.

Daba la sensación de que estaba buscando algo, o tal vez patrullaba por la zona. Voló derecho hacia Jack en cuanto lo detectó, y cogió al joven dragón por sorpresa. Se defendió como pudo, con un poco de torpeza, acusando ya el hambre, la sed y el cansancio. Le sorprendió, no obstante, la ciega ira con que el shek lo atacaba. Siempre había admirado y envidiado la fría dignidad con que las serpientes aladas sobrellevaban su odio, mostrándose majestuosas incluso en pleno ataque de cólera, como si quisieran hacer creer al mundo que controlaban su odio hacia los dragones, y no al revés. No obstante, aquel shek mostraba un brillo de locura asesina en su mirada; estaba desatado, descontrolado.

Jack estaba demasiado cansado como para hacerse más preguntas. Se defendió con todas sus fuerzas, huyendo de los letales colmillos de la serpiente, de su asfixiante abrazo, de su mirada de hielo. Se defendió, porque no le quedaba energía para atacar.

Y, cuando creía que todo estaba perdido, llegaron los dragones al rescate.

Eran tres. Se arrojaron contra el shek con aquella misma ferocidad que había detectado en la serpiente, lo hostigaron hasta volverlo loco de odio, lo hicieron caer al suelo y, una vez allí, lo inmovilizaron y lo maltrataron con saña hasta que exhaló su último aliento.

Jack contemplaba todo esto sin intervenir, sobrecogido. La actitud de los dragones le recordaba a la forma en que él había destrozado la piel de shek que había hallado en las montañas. «Pero a mí me dominaba el instinto», se dijo, «y estos no son dragones de verdad. ¿Cuál es su excusa?».

Planeó suavemente hasta el suelo y se dejó caer sobre la arena, exhausto. Desde allí, contempló a los dragones. Ninguno de ellos era la dragona roja de Rimara, y se sintió levemente decepcionado.

Los momentos siguientes le resultarían confusos. Los pilotos salieron de los dragones y corrieron a su encuentro, y tiempo después Jack recordaría haber pensado que casi daban más miedo ellos que los propios dragones. Se habían teñido el rostro con feroces pinturas de guerra y llevaban el cabello largo y peinado en trenzas sucias y desgreñadas. Los soles habían tostado su piel, tornándola más oscura. Iban armados hasta los dientes, y Jack se preguntó para qué necesitaban tantas armas unos hombres que luchaban a bordo de dragones.

Con todo, lo recibieron con salvajes gritos de alegría y, en cuanto se transformó en humano otra vez, lo contemplaron con sobrecogido respeto.

Acababa de caer la noche cuando llegaron a la base de los rebeldes en las montañas. Jack estaba aturdido todavía, de modo que lo alojaron en una tienda y le dieron un odre de agua fresca para que bebiera y se refrescara un poco. Después le llevaron algo de comer, y el joven dio buena cuenta de todo, hambriento. Solo entonces empezó a pensar con claridad.

Oyó tambores y gritos de júbilo, y el crepitar de las hogueras; y, de nuevo, recordó aquella inolvidable noche en Hadikah. Sonriendo, se levantó y salió de la tienda.

El espectáculo que le recibió, no obstante,
no
tenía nada que ver con la mágica velada que él recordaba.

Habían dejado el cuerpo del shek en medio del campamento, horriblemente mutilado: le habían sacado los ojos y cortado las alas, y varios rebeldes se ensañaban con él, arrancándole las escamas una a una o descargando dagas y espadas contra él.

Y, aunque Jack odiaba a las serpientes, no pudo evitar que se le revolviera el estómago. «Menos mal que está muerto», pensó. Y de pronto entendió que no era la primera vez que hacían aquello; que lo de los ojos, las alas, las escamas... no había sido una ocurrencia improvisada.

Y que probablemente alguna vez, quizá en varias ocasiones, habían torturado así a serpientes vivas.

Se estremeció de horror y repugnancia. Retuvo al primero que pasó junto a él:

—¡Espera! ¿Conoces a Kimara?

—Kimaranohavueltoaún —dijo el yan, y Jack se dio cuenta de que era muy joven, probablemente más joven que él—. Laesperamosconlaprimeraluna.

Jack asintió, aliviado, y alzó la cabeza para mirar al cielo. Aún no habían salido las lunas, pero no tardarían en emerger por el horizonte. No tendría que esperar mucho para hablar con Kimara, para encontrar algo de sensatez en aquella locura.

Dio la espalda a la serpiente mutilada y se alejó un poco, turbado. Los rebeldes parecían haberse olvidado de él, de modo que aprovechó para dar una vuelta por el campamento.

Descubrió, no sin sorpresa, a varios dragones artificiales reposando un poco más allá. Uno de ellos era el de Kimara.

Se preguntó si el yan se habría equivocado y Kimara sí estaba en el campamento. ¿Qué otro motivo tendría para salir sin su dragón? Tal vez, pensó de pronto, se habría estropeado, o necesitara magia... Sacudió la cabeza: Kimara era una hechicera, y era perfectamente capaz de renovar la magia de su dragona ella sola.

Detectó entonces la primera uña de luna emergiendo tras las montañas y regresó con los demás.

Parecía que se habían olvidado del shek, porque ahora estaban trabajando en otra cosa. Jack los vio amontonando trastos ante el cuerpo de la criatura y, seguidamente, levantar postes verticales en cada uno de los montones, mientras entonaban feroces cánticos de guerra al ritmo de los tambores.

—¡Yandrak! —lo llamó alguien.

Se volvió. A la luz de las hogueras reconoció a uno de los pilotos que lo habían salvado por la mañana.

—Celebro ver que ya te has repuesto —dijo; hablaba casi tan rápido como Kimara—. ¿Nos acompañarás en la fiesta de esta noche?

—¿Qué clase de fiesta? —preguntó Jack con precaución.

El humano rió.

—Eso depende de cómo se les haya dado la caza a Goser y los demás —sonrió, enseñando todos los dientes—. Pero apuesto a que será memorable. —Señaló con un gesto vago los postes y los montones de trastos—. Bonita pira, ¿verdad? Arderá muy bien...

Jack retrocedió un paso. Aquel tipo empezaba a resultarle siniestro.

Iba a comentar algo cuando, de pronto, los vigías lanzaron gritos de aviso. Pero, a juzgar por la reacción jubilosa del resto de los rebeldes, parecía que los recién llegados eran amigos. El corazón de Jack dio un vuelco.

Corrió hacia el lugar por donde un grupo de figuras llegaban triunfales, bañadas por la luz de las hogueras. Los demás las recibieron con una algarabía de tambores y gritos de aliento. Jack se detuvo a unos metros, de golpe, cuando vio que los recién llegados llevaban prisioneros. Sin poder creer lo que veían sus ojos, contempló cómo subían a los cautivos, ocho szish, a las piras que habían preparado para ellos, y los ataban fuertemente a los postes. «Los van a quemar vivos», entendió, estremeciéndose. Había algo grotesco y perverso en la idea de sacrificar a aquellos soldados szish ante el cadáver de la gran serpiente, sin ojos y sin alas. «Probablemente le habrían arrancado también los colmillos, si se hubiesen atrevido a enfrentarse al veneno, pensó Jack, asqueado.

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