Papel moneda (19 page)

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Authors: Ken Follett

El doctor tenía la expresión grave.

—Su marido vivirá —dijo.

Ella rodeó a su hijo con el brazo.

—¿Qué le han hecho?

—Perdigones de escopeta. Desde muy cerca.

Doreen agarraba fuertemente el hombro de Billy. No iba a llorar.

—Pero, ¿se pondrá bien?

—Ya le he dicho que vivirá, Mrs. Johnson. Pero posiblemente no podrá salvar la vista.

—¿Qué?

—Quedará ciego.

Doreen cerró fuertemente los ojos y gritó:

—No!

Todos la rodearon rápidamente; habían estado esperando la histeria. Ella les rechazó. Vio la cara de Jacko delante de ella, y vociferó:

—¡Tony Cox ha hecho esto, bastardo! —Y golpeó a Jacko—. ¡Eres un bastardo!

Oyó sollozar a Billy y se calmó inmediatamente. Se volvió hacia el muchacho y lo acercó a ella, abrazándole. Billy era algunos centímetros más alto que ella.

—Calma, calma, Billy —murmuró—. Papá está vivo, alégrate de ello.

—Debería usted ir a casa —le dijo el médico—. Dénos un número de teléfono donde podamos llamarla…

—Yo la llevaré —dijo Jacko—. Es mi teléfono, pero vivo cerca.

Doreen se apartó de Billy y se acercó a la puerta. La enfermera jefe la abrió. Fuera había dos policías.

—¿Qué pasa? —dijo Jacko. Parecía ofendido.

—En casos como éste —dijo el médico— estamos obligados a avisar a la Policía.

Doreen vio que uno de los policías era una mujer. Le invadió un gran deseo de contar que Willie había recibido los disparos haciendo un trabajo para Tony Cox; con eso perjudicaría a Tony. Pero había adquirido el hábito de engañar a la Policía después de quince años de matrimonio con un ladrón. Y sabía, tan pronto como se le ocurrió aquella idea, que Willie nunca le perdonaría ser una soplona.

No podía contárselo a la Policía. Pero, de pronto, supo a quién podía contárselo.

—Quiero llamar por teléfono —dijo.

UNA DE LA TARDE
23

Kevin Hart subió corriendo la escalera y entró en la redacción del Evening Post. Uno de los Muchachos, con una camisa «Brutus» y zapatos de alto tacón, pasó junto a él cargado con un montón de periódicos; la edición de la una. Kevin cogió uno de la pila y se sentó detrás de su mesa.

Su historia estaba en la primera página.

El titular decía:

MIEMBRO DEL GOBIERNO SE DERRUMBA.

Kevin estuvo contemplando un momento las encantadoras palabras: «Por Kevin Hart.» Después leyó.

«Mr. Tim Fitzpeterson, Secretario del Gobierno, ha sido encontrado inconsciente hoy en su piso de Westminster. »Junto a él había un frasco de píldoras vacío..

»Mr. Fitzpeterson, funcionario del Departamento del Ministerio de la Energía responsable de la política del petróleo, fue llevado al hospital en una ambulancia.

»Cuando yo estaba llamando a su puerta para hacerle una entrevista, llegó el agente Ron Bowler, que había sido enviado para saber por qué el ministro no había comparecido a una reunión del comité.

»Encontramos a Mr. Fitzpeterson inconsciente sobre su escritorio. Se llamó a una ambulancia inmediatamente.

»Un portavoz del Departamento de Energía nos ha dicho: "Al parecer Mr. Fitzpeterson ha tomado accidentalmente una sobredosis. Se realizará una investigación."

»Tim Fitzpeterson tiene 41 años. Está casado, con tres hijas.

»Un portavoz del hospital comunicó después: "Está fuera de peligro."»

Kevin releyó nuevamente todo el artículo, no pudiendo creer lo que estaba leyendo. La noticia que él había dictado por teléfono se había rectificado y era irreconocible. Se sentía vacío y amargado. Este tenía que haber sido su momento de gloria y algún subdirector sin corazón la había manipulado.

¿Qué había ocurrido con el soplo anónimo de que Fitzpeterson tenía una amiguita? ¿Y qué había sucedido con la llamada telefónica del propio Fitzpeterson, declarando que le estaban haciendo chantaje? Se suponía que los periódicos contaban la verdad, ¿no era así?

Su ira crecía por momentos. El no había entrado en esa profesión para convertirse en un gacetillero estúpido. La exageración era una cosa, y él estaba dispuesto a convertir una riña de borrachos en una guerra de pandillas por el bien de una noticia en un día tranquilo, pero suprimir hechos importantes, especialmente concernientes a políticos, eso no formaba parte del juego.

Si un periodista no podía insistir en la verdad, ¿quién demonios podía hacerlo?

Se levantó, dobló el periódico, y se acercó a la mesa de redacción.

Arthur Cole estaba dejando el teléfono. Alzó la mirada hacia Kevin.

Kevin arrojó el periódico delante de Cole.

—¿Qué es esto, Arthur? Tenemos un político chantajeado y que se suicida, y el Evening Post dice que es una sobredosis accidental.

Cole desvió la mirada hacia lo lejos.

—Barney —llamó—. Ven aquí un minuto.

Kevin insistió:

—¿Qué está ocurriendo, Arthur?

Cole le miró entonces.

—Oh, vete a la mierda, Kevin —dijo.

Kevin se quedó mirándole.

Cole le dijo al reportero llamado Barney:

—Llama a la Policía de Essex y pregunta si han recibido instrucciones para buscar la furgoneta huida.

Kevin dio media vuelta, totalmente confuso. Se había preparado para una discusión, para argumentar, incluso para una pelea; pero no para que le despidieran tan groseramente. Se sentó otra vez al fondo de la sala, dando la espalda a la mesa de redacción, mirando fijamente, sin verlo, el periódico. ¿Era esto de lo que le advertían los veteranos provincianos cuando le daban consejos acerca de Fleet Street? ¿Era esto lo que aquellos locos universitarios de izquierda querían decir al declarar que la Prensa era una puta?

No es que yo sea un maldito idealista, pensó. Yo defiendo nuestra salacidad y nuestro sensacionalismo y diré con los mejores de la profesión que la gente recibe los periódicos que merece. Pero no soy un cínico total, todavía no, por el amor de Dios. Creo que estamos aquí para descubrir la verdad y después imprimirla.

Comenzó a preguntarse si realmente quería ser periodista. La mayor parte del tiempo era un trabajo aburrido. Se producía algún momento cumbre ocasional, cuando algo iba bien, y una noticia se hacía interesante y conseguías notoriedad; o cuando estallaba una gran noticia y seis o siete periodistas llamaban inmediatamente por teléfono haciendo carreras con la competencia y entre ellos; algo como lo que ahora estaba sucediendo, un robo de dinero, pero Kevin estaba al margen. Aparte de eso, nueve partes de cada diez de tu tiempo lo pasabas esperando; esperando que los detectives salieran de las comisarías, esperando que los jurados regresaran con el veredicto, esperando que llegasen celebridades, esperando sencillamente que se produjera la noticia.

Kevin había creído que Fleet Street sería diferente del periódico de la tarde en Midlands, en donde había entrado al dejar la universidad. Se había sentido satisfecho, como periodista en prácticas, entrevistando a concejales estúpidos y presuntuosos, publicando las quejas exageradas de los inquilinos de las viviendas protegidas y escribiendo artículos sobre actores aficionados, perros perdidos y oleadas de pequeño vandalismo. De vez en cuando había hecho cosas de las que se sentía orgulloso: una serie de artículos sobre los problemas de los inmigrantes en la ciudad; una crónica de denuncia sobre el dinero malgastado por el Ayuntamiento; el seguimiento de una investigación larga y complicada. El traslado a Fleet Street, había pensado con entusiasmo, significaría escribir noticias importantes a nivel nacional, dejando a un lado enteramente las noticias triviales. En vez de eso, se había encontrado con que todos los temas importantes, política, economía, industria, las artes, estaban en manos de los especialistas; y que esos trabajos de especialidad estaban confiados a personas brillantes y con talento, precisamente como Kevin Hart.

Necesitaba algún medio para lucirse, algo que hiciera que los ejecutivos del Post advirtieran su presencia y dijesen: «El joven Hart es bueno… ¿Estamos sacándole todo el provecho?» Una buena oportunidad podía ser la ocasión: un soplo importante, una entrevista en exclusiva, un trabajo de espectacular iniciativa.

Creía que hoy precisamente había dado con lo que le convenía, pero se había equivocado. Y ahora se preguntaba si su sueño iba a cumplirse algún día.

Se levantó y se dirigió a los lavabos de caballeros. ¿Qué otra cosa podía hacer?, pensó. Siempre podría dedicarme a los ordenadores, o a la publicidad, o a relaciones públicas, o a dirigir un pequeño negocio. Pero quiero dejar el periodismo teniendo un éxito y no un fracaso.

Mientras estaba lavándose las manos entró Arthur Cole.

El hombre se dirigió a Kevin por encima del hombro. Ante el asombro de Kevin dijo:

—Siento lo de ahí fuera, Kevin. Ya sabes cómo van las cosas algunas veces en la mesa de redacción.

Kevin tiró de un fragmento de toalla. No sabía qué responder.

Cole se acercó al lavabo.

—¿Sin rencores?

—No estoy ofendido —respondió Kevin—. No me importan sus palabrotas. No me importarían aunque usted me llamase el mayor bastardo de la tierra. —Vaciló. No era eso lo que quería decir. Se miró un momento al espejo, y después se lanzó—: Pero cuando mi historia aparece en el periódico y se han censurado la mitad de los hechos, empiezo a preguntarme si no hubiera debido convertirme en programador de ordenadores.

Cole llenó el lavabo con agua fría y se salpicó la cara. Buscó a tientas la toalla y se secó.

—Deberías saberlo, pero te lo diré de todos modos —comenzó—. La noticia que hemos publicado en el periódico consiste en lo que nosotros sabemos y solamente en lo que sabemos. Sabemos que Fitzpeterson fue hallado inconsciente y fue trasladado al hospital, y sabemos que había un frasco vacío junto a él, porque tú viste todo eso. Estabas en el lugar adecuado en el momento justo, lo cual, debo decir, es una habilidad importante para un reportero. Ahora bien, ¿qué más sabemos? Sabemos que recibimos un informe anónimo diciendo que ese hombre había pasado la noche con una mujerzuela; y que alguien llamó declarando ser Fitzpeterson y que Laski y Cox le estaban haciendo chantaje. Pues bien, si imprimimos esos dos hechos, solamente nos queda deducir que están relacionados con la sobredosis; ciertamente, que tomó la sobredosis porque le hacían chantaje por el asunto con la puta.

—Pero —dijo Kevin— ¡esa derivación es tan obvia que estamos engañando a la gente si no la publicamos!

—¿Y si las llamadas eran fraudulentas, y las píldoras eran para la indigestión, y el hombre está en coma diabético? ¿Y si arruinamos su carrera?

—¿No es un tanto improbable?

—Puedes apostarlo, Kevin. Tengo un noventa por ciento de seguridad de que la verdad es como tú la escribiste en la historia original. Pero no estamos aquí para publicar sospechas. Y ahora volvamos al trabajo.

Kevin siguió a Arthur fuera de los lavabos y a través de la sala de redacción. Se sentía como la heroína de una película que dice: «Estoy tan confundida que no sé qué hacer.» Se sentía medio inclinado a pensar que Arthur tenía razón; pero también creía que las cosas no tenían que ser de aquella manera.

Sonó un teléfono en una mesa desatendida y Kevin lo cogió.

—Sala de redacción.

—¿Es usted periodista? —Era voz de mujer.

—Sí, señora. Me llamo Kevin Hart. ¿En qué puedo servirla?

—Han disparado contra mi marido y quiero justicia.

Kevin suspiró. Una riña doméstica significaba un caso para el tribunal, lo cual, a su vez, significaba que el periódico no podía hacer mucho con la noticia. Creyó que la mujer iba a decirle quién había disparado contra su marido y a pedirle que lo publicase. Pero era el jurado el que decidía quién había disparado contra quién y no los periódicos. De modo que le dijo:

—¿Quiere usted darme su nombre, por favor?

—Doreen Johnson, número cinco de Yew Street, uno este. Mi Willie recibió unos disparos en ese robo de dinero.—La voz de la mujer se quebró—. Le han dejado ciego. —Entonces comenzó a gritar—. Ha sido obra de Tony Cox, así que ¡ya puede usted publicarlo! —La línea quedó muda.

Kevin dejó el teléfono poco a poco, intentando comprender lo que le acababan de decir.

¡Vaya día endemoniado de llamadas telefónicas! Cogió su bloc de notas y se acercó a la mesa de redacción.

—¿Tienes algo? —le preguntó Arthur.

—No lo sé —respondió Kevin—. Una mujer acaba de llamar. Me ha dado su nombre y su dirección. Me ha dicho que su marido ha estado en ese robo del dinero, y que le dispararon a la cara y le han dejado ciego, y que era un trabajo de Tony Cox.

Arthur se quedó mirándole.

—¿Cox? —preguntó—. ¿Cox?

—¡Arthur! —gritó alguien.

Kevin alzó la vista, molesto por la interrupción. La voz pertenecía a Mervyn Glazier, el subdirector de la City; un hombre joven y corpulento con zapatos de ante gastados y una camisa manchada de sudor.

Glazier se aceró y dijo:

—Esta tarde quizá tenga una historia para vuestras páginas. Posible colapso de un Banco. Es el «Cotton Bank» de Jamaica, y el propietario es un hombre llamado Felix Laski.

Arthur y Kevin se miraron.

—¿Laski? —dijo Arthur—. ¿Laski?

—¡Dios mío! —exclamó Kevin.

Arthur frunció el entrecejo, se rascó la cabeza y dijo mediatabundo:

—¿Qué demonios está pasando?

24

El «Morris» de color azul seguía todavía a Tony Cox. Lo descubrió en el aparcamiento del pub cuando él salía. Confiaba que no intervinieran tontamente y quisieran analizarle el aliento: había bebido tres pintas de cerveza con los bocadillos de salmón ahumado.

Los detectives cruzaban la salida pocos segundos después detrás del «Rolls». A Tony no le preocupaba. Ya les había perdido hoy una vez y podía hacerlo de nuevo. El método más sencillo sería encontrar un trecho rápido de carretera y apretar el acelerador. Sin embargo, prefería que ellos no supieran que le habían perdido, justo como esa mañana.

No sería difícil.

Cruzó el río y entró en el West End. Mientras escogía su camino a través del tráfico pensó en los motivos que tenía el Viejo Bill para seguirle. Debía ser sencillamente una simple cuestión de causarle molestias, estaba seguro. ¿Cómo lo llamaban los informes? Hostigamiento. Imaginaban que si le seguían el tiempo suficiente él se impacientaría o se descuidaría y haría algo estúpido. Pero eso era solamente la justificación; el motivo real probablemente radicaba en la política de Scotland Yard. Quizás el Subjefe de la Policía (Sección Crimen) había amenazado con quitarle al C 1 a Tony Cox y dárselo a la Patrulla Volante, de modo que el C 1 había organizado la vigilancia para poder decir que estaban haciendo algo.

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