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Authors: John Godey

Pelham 123 (9 page)

—No lo sé.

La voz de Ryder era grave y autoritaria. «Una voz de jefazo», pensó Longman, inquieto. Pero había algo más, algo que no llegaba a captar.

—Correr un riesgo tan grande por conseguir un empleo de peón..., no tiene sentido —dijo Longman.

Ryder no se encogió de hombros, pero Longman comprendió que el asunto había dejado de interesarle, suponiendo que le hubiese interesado en absoluto. De ordinario, Longman no habría pasado de aquí; no solía forzar a la gente. Pero Ryder había despertado su curiosidad, y, por algún motivo que ni él mismo acababa de comprender, quería ganarse su aprobación. Por eso siguió hablando y dijo unas palabras que, a la larga, habían de resultar proféticas:

—Si tuviesen algo que ganar, por ejemplo, una gran cantidad de dinero, lo comprendería. Pero arriesgarse tanto por nada...

Ryder sonrió.

—El riesgo está en todas partes —dijo—. Respirar es un riesgo; puede inhalarse alguna sustancia venenosa. Si no quiere arriesgarse, tiene que dejar también de respirar.

—Eso no puede ser —dijo Longman—. He leído en alguna parte que es imposible dejar de respirar voluntariamente, aunque se intente hacerlo.

Ryder volvió a sonreír.

—¡Oh! Creo que se podría conseguir, si se hiciese como es debido.

Después de esto, pareció que no había más que decir, y se extinguió la conversación. Longman volvó a su
Post
, con la impresión de que se había puesto en ridículo. Cuando, por fin, hubieron sellado el libro de Ryder y éste hubo firmado el recibo, Ryder se despidió de Longman con un amable movimiento de cabeza. Ya en el mostrador, Longman se volvió y vio salir al otro por la puerta cristalera.

Al cabo de un par de semanas, Longman se sintió sorprendido y halagado al ver que Ryder se acercaba a él, en el mostrador de un bar al que había entrado para tomar un bocadillo. Ryder parecía esta vez más locuaz; su tono no era precisamente amistoso, pero sí más campechano, dentro de su habitual reserva. Fue una conversación casual e impersonal; después se dirigieron juntos a la oficina de desempleo y se pusieron en la misma cola.

Longman se sentía ahora más a gusto con Ryder, sin tener la impresión de que se entremetía.

—He visto —dijo— que esta semana ha habido otro secuestro de avión. ¿Lo ha leído?

Ryder meneó la cabeza.

—Leo poco los periódicos.

—Éste tuvo menos suerte —siguió diciendo Longman—. No pudo llegar a Cuba. Cuando aterrizaron, se dejó ver, y uno del FBI lo mató de un tiro.

—Mejor que cortar caña de azúcar.

—¿La muerte?

—La muerte es mejor que otras muchas cosas; por ejemplo, vender fondos mutuos.

—¿Es ése su trabajo?

—Traté de que lo fuese durante unos cuantos meses. —Se encogió de hombros—. Pero me convencí de que era un pésimo vendedor. Creo que no me gusta pedir cosas a la gente. —Hizo una breve pausa—: Prefiero decirles lo que tienen que hacer.

—¿Quiere decir, ser el jefe?

—En cierto sentido.

—¿No era el de vendedor su oficio habitual?

—No.

No dio más explicaciones, y, aunque sentía una enorme curiosidad, Longman no insistió. En vez de esto, empezó a hablar de sí mismo.

—Yo trabajaba en el ramo de la construcción; unas casas pequeñas en la Isla. Pero al constructor se le acabó el dinero y me despidieron.

Ryder movió la cabeza inexpresivamente.

—Pero la construcción no es mi oficio —siguió diciendo Longman—. Fui conductor del Metro.

—¿Retirado?

—Sólo tengo cuarenta y un años.

Ryder dijo, amablemente:

—Precisamente es la edad que le calculaba. Por eso me extrañaba que estuviese ya retirado.

Era un amable cumplido, pero Longman no se dejó engañar. Tenía los ojos cansados y los cabellos grises, y, en general, solían creerlo más viejo de lo que era.

—Trabajé unos ocho años como conductor —dijo—. Pero dejé el empleo. Hace unos cuantos años.

Tanto si lo creía como si no, Ryder no insistió. Se limitó a asentir con la cabeza. El noventa y nueve por ciento de los hombres habrían preguntado la causa del cese. Claro que era muy posible que a Ryder le importase un bledo, pero habría sido normal que lo preguntase, por pura curiosidad. Longman, un poco amoscado, atacó con una pregunta que, en otro caso, y en consideración a la reserva de Ryder, se habría abstenido de formular.

—¿Y cuál es su oficio? Quiero decir, su oficio normal.

—El Ejército. Era militar.

—¿Oficial? Supongo que es buena cosa, si se llega hasta el fin. ¿Cuál era su graduación?

—Cuando lo dejé era coronel.

Longman se sintió molesto: Sabía, por su propio año de servicio militar, que un hombre de treinta años, que era la edad que aparentaba Ryder, no podía haber sido coronel. No se había imaginado que Ryder fuera un embustero. Movió la cabeza y guardó silencio.

—No en el Ejército americano —dijo Ryder.

Esta explicación no apagó por completo el recelo de Longman, sino que, simplemente, aumentó el misterio. ¿En qué Ejército
habría
servido Ryder? No tenía el menor acento extranjero; parecía un americano auténtico. ¿Tal vez en el Ejército canadiense? Pero tampoco en éste podía ser coronel un hombre de treinta años.

Se acercó al mostrador para que le sellasen el libro y esperó a que hiciesen lo propio con el de Ryder. Salieron y se echaron a andar por la Sexta Avenida.

—¿Va a algún sitio en particular? —preguntó Longman.

—Sólo a dar un paseo.

—¿Le importa que lo acompañe? No tengo nada que hacer.

Caminaron hasta la Calle Treinta y Cinco, sin entrar en cuestiones personales, comentando ocasionalmente algo sobre artículos expuestos en los escaparates, sobre las mujeres que entraban en las tiendas de la Calle Treinta y Cuatro o salían de ellas, o sobre el ruido y los olores del tráfico. Pero el enigma tenía intrigado a Longman, tanto, que, mientras esperaban en el bordillo que se interrumpiese el tráfico transversal, preguntó de sopetón:

—¿En qué Ejército
sirvió
?

Ryder estuvo tanto rato sin contestar, que Longman se dispuso a disculparse.

Pero cuando iba a hacerlo, dijo Ryder:

—¿El último? Biafra.

—¡Oh! —exclamó Longman—. Ahora lo comprendo.

—Antes había estado en el Congo. Y también en Bolivia.

—¿Es usted un soldado de fortuna?

Longman había leído muchas novelas de aventuras, y el concepto le resultaba familiar.

—Ése es un nombre de fantasía. El término exacto es mercenario.

—¿Quiere decir alguien que lucha por dinero?

—Sí.

—Bueno —dijo Longman, un poco asustado al pensar que aquello, más que luchar, era matar por dinero—, tengo la seguridad de que le importaba más la aventura que la paga.

—Los biafreños me pagaban dos mil quinientos al mes por mandar un batallón. No lo habría hecho por un centavo menos.

—Biafra, el Congo, Bolivia —dijo Longman, asombrado—. Bolivia. ¿No es allí donde estaba el Che Guevara? ¿Pertenecía usted a su...?

—No. Yo estaba con los otros. En el bando de los que lo mataron.

—Ya me parecía a mí que usted no era comunista —dijo Longman, con una risita nerviosa.

—Yo soy lo que me pagan por ser.

—Parece una vida excitante y gloriosa —dijo Longman—. ¿Por qué lo dejó?

—Se agotó el mercado. Faltaron las oportunidades. Y no había seguro de desempleo.

—¿Por qué se metió en ese oficio?

—¿Por qué se hizo usted conductor de Metro?

—Es muy distinto. Yo lo hice porque tenía que ganarme la vida.

—Por eso me hice yo soldado. ¿Quiere tomar una cerveza?

A partir de aquel día, el paseo y la cerveza se convirtieron en una costumbre de todas las semanas. Al principio le extrañó a Longman que una persona de la categoría de Ryder sintiese interés por él; pero era lo bastante listo para adivinar la respuesta. Como él mismo, como tantos otros ciudadanos, Ryder se sentía solo. Por eso se hicieron compañeros durante un par de horas a la semana. Sin embargo, después de aquellas primeras confidencias, su relación volvió a ser impersonal.

Pero un día cambiaron las cosas.

Una vez más, todo empezó inocentemente, con un titular de periódico. Lo vieron en un diario que había en el mostrador de un bar al que entraron para tomar su cerveza:

DOS MUERTOS

EN UN ATRACO AL METRO

Dos hombres habían intentado atracar la taquilla de una estación del Metro. Un policía de tráfico que se hallaba en la estación había sacado la pistola y había matado a los dos ladrones. El periódico publicaba una fotografía en la que se veían los dos cadáveres en el suelo de la estación y al taquillero mirando a través de su cabina.

—Unos aficionados —dijo Longman, como buen conocedor—. A nadie más se le ocurriría buscar dinero en una taquilla del Metro. Poco dinero para tanto riesgo.

Ryder asintió con la cabeza, sin interés, y allí habría terminado la cuestión —según se había dicho con frecuencia Longman—, si no hubiese continuado; si, para ganarse la estima de Ryder, no hubiese dado rienda suelta a su fantasía.

—Si yo quisiera cometer un delito en el Metro —dijo—, no asaltaría la taquilla.

—¿Qué haría usted?

—Algo sensacional, algo que me diese un buen montón de dinero.

—¿Por ejemplo?

El interés de Ryder era pura cortesía.

—Por ejemplo, secuestrar un tren —dijo Longman.

—¿Un tren
subterráneo
? ¿Qué diablos haría con unos vagones de Metro?

—Pedir un rescate.

—Si el tren fuese
mío
, le diría que se lo guardase, antes que pagar un céntimo —dijo Ryder, divertido.

—No me refiero al tren —dijo Longman—. Pediría un rescate por los pasajeros. Rehenes, ¿no se dice así?

—Me parece demasiado complicado —dijo Ryder—. No sé cómo podría realizarse.

—¡Oh! Sí que se podría. Lo he pensado algunas veces. Sólo por pasar el rato, ¿sabe?

En cierto modo, era verdad que lo había pensado en broma, pero no sin resentimiento. Constituía su venganza contra la organización. Pero no era más que la sombra de una venganza, un juego, y nunca se le había ocurrido pensarlo en serio.

Ryder dejó su vaso de cerveza sobre el mostrador y se volvió en su taburete para mirar a Longman cara a cara. Con voz firme, pausada, con voz de mando, según la entendía Longman, le preguntó:

—¿Por qué dejó el servicio del Metro?

No era la pregunta que Longman esperaba, si es que había esperado algo, salvo un ligero interés. Le pilló desprevenido y, sin pensarlo, respondió la verdad:

—No lo dejé. Me echaron.

Ryder siguió mirándole, esperando.

—Era inocente —dijo Longman—. Tenía que haberme defendido, pero...

—Inocente, ¿de qué?

—De una mala acción, naturalmente.

—¿Qué clase de mala acción? ¿De qué le acusaron?

—No me
acusaron
de
nada
. Sólo fueron insinuaciones; pero me obligaron a saltar. Parece usted un fiscal de distrito.

—Perdone —dijo Ryder.

—¡Diablos! No me importa hablar de ello. Me tendieron una trampa. Los
beakies
necesitaban una víctima... —¿Los
beakies
?

—Son inspectores especiales. Disfrazados. Van de un lado para otro, vestidos de paisano, observando a los ferroviarios. A veces, incluso se visten de muchachos, ¿sabe?, con el pelo largo. Espías; esto es lo que son.

—¿Los llaman
beakies
[3]
porque meten las narices? —dijo Ryder, sonriendo.

—Eso es lo que piensa todo el mundo. En realidad, deben su nombre, como los
bobbies
de Londres, al primer jefe del Servicio de Seguridad del viejo IRT, hace muchos años. Se llamaba H. F. Beakie.

Ryder asintió con la cabeza.

—¿De qué le acusaron?

—Se suponía que una banda pasaba estupefacientes —dijo Longman, en tono desafiante—. Ya sabe usted lo que es esto; transportarlos desde la parte baja a la parte alta de la ciudad; uno entrega la droga al conductor, y otro la recoge en Harlem. Los
beakies
trataron de colgarme el sambenito. Pero no tenían pruebas; nunca me pillaron con la mercancía. ¿Cómo habrían podido hacerlo, si no la transporté jamás?

—¿Y trataron de tenderle una trampa?

—Me la tendieron, los muy bastardos.

—Y usted era inocente.

—¡Claro que era inocente! ¿Cree que podía hacer una cosa así? Usted ya me conoce.

—Sí —dijo Ryder—. Lo conozco.

Komo Mobutu

Hasta el momento en que se enfureció contra los dos muchachos negros, Komo Mobutu se había mantenido sereno. Era un suceso vulgar, que no le importaba en absoluto. Podían asaltar el Metro dos veces al día, sin que él pestañease por eso. Algo que no tuviese que ver con las aspiraciones revolucionarias de los negros era algo inexistente
para él
.

Más bien le causaba una sensación de maligno placer verse metido en el asunto —aunque, en realidad, no estaba metido, sino que lo observaba desde fuera—, porque solía viajar en Metro. No era un tipo de esos de taxi-hotel-cartera-billete-de-primera— clase-en-el-747-y-cóctel-gratis-servido-por-linda-sazafatas que formaban la camarilla de los llamados «hermanos», en la costa, en París y Argelia. Era un revolucionario
activo
cabal, y, aunque tuviese dinero, seguiría empleando el medio de transporte popular, y para largas distancias, volaría en el Greyhound.

En general —cuando no se le ocurría a algún tipejo asaltar los vagones—, casi se encontraba a gusto en el Metro, porque era una manera de pasar el tiempo. Un pasatiempo, podía decirse, que no era una pérdida de tiempo, sino una manera de ejercitar su fuerza. Escogía a un blanco, fijaba en él su severa mirada y seguía así hasta que el otro no aguantaba más. La mayor parte de las veces, el tipo escogido se sentía tan violento, que cambiaba de asiento e incluso de vagón. Algunos se ponían tan nerviosos, que se apeaban del tren antes de llegar a su estación. No hacía más que mirar, pero ellos leían en sus ojos la tremenda ira de un pueblo que, al fin, se rebelaba contra trescientos años de represión y genocidio. No había un solo blanco que no interpretase este mensaje en aquellos ojos castaños que no pestañeaban, y que respondiese a su desafío. Aún no había perdido una sola vez. ¡
Hipnotizaba
a los blancos! Si
todos
los hermanos hubiesen hecho como él, habrían producido energía suficiente para paralizar a toda la población blanca.

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