Pequeño hombre ¿y ahora qué? (45 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

—¡Quia! —replica Jachmann—. ¿Por qué va a ser imposible? En la guerra las mujeres también trabajaban mientras los hombres se mataban entre sí, y a todo el mundo le parecía bien. Esta regulación es incluso mejor.

—No le parecía bien a todo el mundo.

—Bueno, a casi todo, joven señora. El ser humano es así, no aprende, tropieza siempre en la misma piedra. Yo también —Jachmann hace una pausa—. Porque me trasladaré de nuevo a casa de su suegra.

Corderita dice, vacilante:

—En fin, señor Jachmann, usted sabrá. A lo mejor no es ninguna tontería. Porque ella es lista y divertida.

—Claro que es una tontería —responde Jachmann furioso—. ¡Una completa estupidez! ¡Usted no sabe nada, joven! ¡No tiene ni idea! Pero, dejémoslo… —Se sume en sus cavilaciones.

Al cabo de largo rato, dice Corderita:

—No tiene que esperar, señor Jachmann. El tren de las diez también ha pasado. Creo de veras que esta noche el chico ha dado un mal paso. Además llevaba encima mucho dinero.

—¿Cómo que mucho dinero? ¿Aún tenéis mucho dinero?

Corderita ríe:

—Lo que nosotros llamamos mucho dinero, Jachmann. Veinte marcos. Veinticinco. Con eso él ya puede irse por ahí.

—Claro, claro —afirma Jachmann sombrío.

Se hace otro prolongado silencio.

Al cabo de un rato el hombre levanta la cabeza.

—¿Está preocupada, Corderita?

—Claro que lo estoy. Ya verá usted luego lo que han hecho de mi marido durante estos dos años. Sin embargo, es un hombre decente de verdad…

—Por supuesto.

—No habría hecho falta que lo pisotearan de ese modo. Como ahora se dé encima a la bebida…

Jachmann reflexiona.

—No lo hará —dice al fin—. Pinneberg siempre ha tenido un punto de frescura, beber es sucio y guarro, y no lo hará. Sí, puede que haya dado un mal paso alguna vez, pero darse a la bebida no…

—También ha pasado el tren de las diez y media —murmura Corderita—. Ahora me da miedo.

—No tiene por qué —replica Jachmann—. Pinneberg se abrirá paso a mordiscos.

—¿Por dónde? —pregunta, enfadada—. ¿Por dónde se abrirá paso a mordiscos? Todo eso que dice no es verdad, Jachmann, es solo para consolarme. Eso es lo malo, que está ahí friera y no tiene nada por lo que luchar. Solo puede esperar… ¿qué? ¿A qué? ¡A nada! Esperar… y punto.

Jachmann le dirige una prolongada mirada. Con su gran cabeza de león completamente girada hacia Corderita, la mira de hito en hito.

—Deje de pensar continuamente en el tren, Corderita —le aconseja—. Su marido volverá, se lo aseguro.

—No es solo la bebida —comenta la mujer—. Beber sería malo, pero no demasiado. Escuche, está tan hecho polvo que puede pasarle cualquier cosa, hoy se habrá reunido con Puttbreese, que puede haber sido malvado con él; ahora ese tipo de cosas lo tumban. En la actualidad ya no aguanta mucho, Jachmann, puede…

Le dedica una intensa mirada, con los ojos muy abiertos. De pronto esos ojos se llenan de lágrimas, grandes y claras, que resbalan por las mejillas; la boca suave, poderosa, comienza a temblar, se torna inestable.

—Jachmann —susurra—, él puede…

El aludido se levanta y, colocándose a su espalda, la coge por los hombros.

—¡No, mujer, qué va! —responde—. Es imposible. No hará eso.

—Todo es posible… —Se suelea la joven—. Es mejor que regrese a casa. Está perdiendo dinero con la espera. Ahora no tenemos suerte.

Jachmann pasea de un lado a otro en silencio. Sobre la mesa está la caja de hojalata de los cigarrillos con los viejos naipes que tanto gustan al crío.

—¿Cómo dijo que llama el chico a las cartas?

—¿Qué chico? Ah, sí, el crío. Ca-ca.

—¿Quiere que le eche las cartas, que le lea las ca-ca? —pregunta Jachmann, sonriendo—. Preste atención, su futuro es muy distinto al que usted se imagina.

—Déjelo ya —dice Corderita—. En casa entrará un pequeño regalo de dinero: el subsidio de desempleo de la semana que viene.

—Por el momento no ando muy boyante —confiesa Jachmann—. Pero le daría encantado ochenta, quizá noventa marcos. Quiero decir que se los prestaría… —se corrige.

—Es muy amable, Jachmann —dice Corderita—. Nos vendría bien. Pero, ¿sabe?, el dinero no ayuda. Nos las arreglaremos. El dinero no ayuda nada, lo que se dice nada. Ayudaría el trabajo, una pizca de esperanza, eso es lo que ayudaría al chico. ¿Pero el dinero? No.

—¿Es porque regreso con su suegra? —pregunta Jachmann, mirando muy pensativo a Corderita.

—También —contesta Corderita—. También. Tengo que mantenerlo alejado de lo que más le tortura, Jachmann. Lo entiende, ¿verdad?

—Sí.

—Pero lo fundamental es que el dinero no sirve para nada —argumenta Corderita—. Vivir un poco mejor durante seis u ocho semanas, ¿qué cambia? Nada.

—A lo mejor le consigo un trabajo.

—Ay, señor Jachmann. Lo hace con la mejor intención. Pero no se esfuerce; si surge otra ocasión, no lo haga con artimañas y mentiras. El chico tiene que superar el miedo, necesita sentirse libre de nuevo.

—Ya… —dice Jachmann contrito—, pero como hoy pretenda encima que no haya artimañas y mentiras… ¡De veras, no soy capaz de eso!

—Escuche —dice Corderita con mucha vehemencia—, aquí los demás roban la leña para calentarse. Sepa que a mí no me parece mal, pero le he dicho a mi chico, tú no puedes hacerlo. ¡Él no tiene que degradarse, Jachmann, por nada del mundo! Tiene que conservar la decencia. Un lujo… sí, tal vez, pero es el único lujo que tenemos y lo conservaré pase lo que pase, Jachmann.

—Jovencita —dice Jachmann—, yo…

—Mire al crío en su canuta: ahora acaso mejore todo otra vez, y el chico recobre el ánimo y consiga un empleo y un trabajo que le guste, y gane dinero de nuevo. Y entonces siempre pensará: eso es obra tuya, tú te has comportado así. No es la leña, Jachmann, ni son las leyes… ¿Qué leyes son esas que permiten que nos machaquen impunemente, mientras vamos a la cárcel por tres marcos de leña…? Yo me río de eso, Jachmann, no es ninguna deshonra…

—Jovencita… —insiste Jachmann.

—Pero el chico no puede hacerlo —prosigue la mujer con fervor—. Es igual que su padre, no se parece nada a su madre. Mamá me contó cien veces lo puntilloso que era su padre, primero en su trabajo como jefe de oficina en el despacho de un abogado, había que demostrar una precisión exquisita. Y después en su vida privada. Si había llegado una factura por la mañana, salía a última hora de la tarde y la pagaba en el acto. «Si me muero», decía, «y la factura desaparece, alguien podría decir que fui un sinvergüenza». Pues el chico es clavado a él. Por eso no es un lujo, Jachmann, eso tiene que conservarlo, y aunque ahora en ocasiones piense que puede ser como los demás, no lo es. Tiene que permanecer limpio. Yo vigilaré eso, Jachmann, por eso mi chico no volverá a aceptar ningún empleo basado en el engaño.

—¿Qué hago yo aquí? —se pregunta Jachmann—. ¿Para qué estoy aquí sentado? ¿Qué espero? Todo va bien, todo lo suyo está en orden. Es usted una mujer cabal, magnífica. Me voy a casa.

Pero en vez de marcharse o levantarse de su silla, contempla a Corderita con admiración.

—Esta mañana a las seis, Corderita, me han soltado de la trena —le confiesa—. He pasado un año a la sombra, jovencita.

—Jachmann, desde la noche que usted no volvió he pensado siempre algo así —reconoce Corderita—. No enseguida, pero cabía esa posibilidad. Fíjese —no sabe bien cómo expresarlo—, es usted tan…

—Pues claro que soy tan…

—Con las personas a las que quiere es amable y con las demás seguramente no.

—¡Cierto! —contesta Jachmann—. Y a usted la quiero, joven señora.

—Y además le gusta la buena vida y el dinero, y que haya diversión a su alrededor, y siempre tiene que tener compromisos… en fin, eso es cosa suya. Cuando mamá me dijo que estaba en busca y captura, supe en el acto que era verdad.

—Y ¿sabe quién me denunció?

—Mamá, ¿verdad?

—Pues claro. La señora María, llamada Mia Pinneberg. ¿Sabe, Corderita?, Le fui infiel, y cuando está celosa se convierte en un demonio. Bueno, ella también cayó en la trampa, nada grave, cuatro semanas.

—¿Volverá con ella? Lo entiendo, sí señor. Están hechos el uno para el otro.

—Cierto, joven señora. Estamos hechos el uno para el otro. Sepa usted que es una mujer maravillosa. Me fascina su avidez y su egoísmo. ¿Sabe que mamá tiene más de treinta mil marcos en el banco?

—¿Qué? ¿Más de treinta mil?

—¿Qué se figuraba? Mamá es lista. Y previsora. Y piensa en la vejez. No quiere depender de nadie. Sí, volveré con ella. Para alguien como yo, es la mejor compañera del mundo, apechugaré con carros y carretas, robo de caballos y lo que sea.

Durante un rato reina el silencio. Después, Jachmann se levanta y se despide:

—En fin, buenas noches, Corderita, me marcho. —Buenas noches, Jachmann, y que le vaya muy bien. Jachmann se encoge de hombros:

—Corderita, cuando uno llega a los cincuenta, la nata ha desaparecido. Leche azul, leche desnatada, insípida —se interrumpe y añade como de pasada—: Porque usted no cuenta conmigo, ¿verdad, Corderita?

La joven le sonríe desde lo más hondo:

—No, Jachmann, de veras que no. Mi chico y yo… —¡Deje de preocuparse por el chico! ¡Ya vendrá! ¡No tardará! Adiós, Corderita mía. O puede que hasta la vista.

—Hasta la vista, Jachmann, seguro que hasta la vista. Cuando nos vaya mejor. Y no se olvide las maletas. Porque fueron lo principal.

—Cierto, joven señora. ¡Tan cabal como siempre, magnífica!

Un arbusto entre los arbustos y el viejo amor

C
orderita lo ha acompañado al jardín, el chófer medio dormido no logra poner en marcha el motor frío, de manera que permanecen en silencio junto al automóvil. Luego se dan la mano y se despiden. Corderita ve alejarse el reflejo de los faros, el ruido del motor se oye un ratito, mientras el silencio y la oscuridad la envuelven.

El cielo está estrellado, hace un poco de filo. En la coloma, hasta donde alcanza la vista, no se divisa ninguna luz, solo detrás de ella, en la ventana de su propia casita, luce el suave resplandor rojizo de la lámpara de petróleo.

Corderita permanece inmóvil, el crío duerme… ¿a qué espera? ¿A qué va a esperar? El último tren ya ha pasado, su chico no puede volver hasta el día siguiente por la mañana, ha dado un mal paso, tampoco eso falla. Nada falla. Puede acostarse y dormir. O velar. No importa, la vida es un asunto baladí.

Corderita no entra. Se queda ahí quieta, hay algo en esa noche callada que la desazona. Son las estrellas que titilan en el aire frío. Los arbustos de su jardín y del vecino se apelotonan formando una negrura densa, la casita del vecino parece un animal oscuro y voluminoso.

No sopla el viento, ni se oye el menor rumor: nada; al fondo, muy lejos en la distancia, pasa un tren. Por eso se respira allí tanta paz, tanto silencio. Corderita sabe que no está sola. Ahí fuera, en la oscuridad, hay alguien como ella, inmóvil. ¿Respira? No, no respira. Y sin embargo hay alguien.

Eso es un lilo y aquello otro. ¿Desde cuándo hay algo entre los dos lilos?

Corderita da un paso con el corazón desbocado, pero pregunta con absoluta tranquilidad:

—Chico, ¿eres tú?

El arbusto, el arbusto que sobra guarda silencio. Después se mueve vacilante y el chico pregunta con voz entrecortada, ronca:

—¿Se ha marchado?

—Sí, Jachmann se ha marchado. ¿Has esperado mucho tiempo aquí?

Su marido no contesta.

Durante un rato permanecen silenciosos, a Corderita le gustaría vislumbrar la cara de su chico, pero no se ve ni gota. Y, sin embargo, de la figura inmóvil que tiene enfrente emana un peligro más oscuro todavía que la noche, más amenazador que esa extraña inmovilidad del hombre conocido. Corderita permanece callada.

Después dice con ligereza:

—¿Entramos? Tengo frío.

Él no contesta.

Corderita comprende que ha ocurrido algo. No es que su chico haya bebido, no es solo eso, pues a lo mejor también ha bebido. Ha sucedido otra cosa, algo malo.

Ahí está su marido, su querido y joven marido, en la oscuridad, como un animal herido, sin atreverse a salir a la luz. Hundido.

—Jachmann solo ha venido por sus maletas. No volverá —le explica.

Él no contesta.

De nuevo permanecen un rato quietos; enfrente y abajo, Corderita oye un coche en la carretera, en la lejanía, después su canto se aproxima, se torna muy ruidoso y se aleja hasta desaparecer. ¿Qué digo?, se pregunta. ¡Si por lo menos me dijera algo!

—Hoy he estado zurciendo en casa de los Krämer —le comunica.

Él no contesta.

—Bueno, la verdad es que no he zurcido. La mujer tenía una tela y se la he cortado para hacerle una bata. Está muy satisfecha, me venderá barata su vieja máquina de coser y me recomendará a todos sus conocidos. Por hacer un vestido cobraré ocho marcos, quizá incluso diez.

Corderita espera mucho rato antes de decir cautelosa:

—A lo mejor conseguimos ganar dinero. A lo mejor salimos de la miseria…

Pinneberg hace un movimiento, pero después vuelve a quedarse quieto y silencioso.

Corderita espera, el corazón le pesa, tiene frío. Ya no puede consolarlo más. No sabe qué hacer. Todo ha sido en vano. ¿De qué sirve luchar? ¿Para qué? Mejor habría hecho yendo a robar leña con los demás.

Ella gira la cabeza, contempla las abundantes estrellas, silenciosas y solemnes, pero terriblemente extrañas y grandes y muy lejanas.

—El crío se ha pasado la tarde preguntando por ti —informa—. De pronto ha dejado de decir pa-pá, ahora dice pa-pó.

Su chico no contesta.

—¡Ay, chico, chico! —exclama—. ¿Qué ocurre? ¡Dile una palabra a tu Corderita! ¿Es que yo no soy nada? ¿Es que estamos completamente solos?

Ay, no sirve de nada. Su marido no se aproxima, ni habla, parece cada vez más lejano.

El frío es penetrante, Corderita está completamente helada, ya no queda nada. Detrás está la cálida claridad rojiza de la ventana de la casita, donde duerme el crío. Bah, también los niños pasan, solo nos pertenecen un tiempo breve… ¿seis años, diez? Todo es soledad.

Se dirige hacia la claridad rojiza, tiene que hacerlo, no le queda más remedio.

Una voz lejana la llama a sus espaldas:

—¡Corderita!

Sigue andando, todo es inútil, sigue andando.

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