Peter Pan (16 page)

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Authors: James Matthew Barrie

Tags: #Infantil y Juvenil, Cuento

—Silencio, patanes —gritó—, u os paso por debajo de la quilla.

El jaleo se apagó de inmediato.

—¿Están todos los niños encadenados para que no puedan huir volando?

—Sí, señor.

—Pues subidlos a cubierta.

Sacaron a rastras de la bodega a los desdichados prisioneros, a todos menos a Wendy, y los colocaron en fila delante de él. Por un rato pareció no advertir su presencia. Se acomodó sin prisas, tarareando, sin desafinar, por cierto, pasajes de una canción grosera y jugueteando con una baraja. De cuando en cuando la brasa de su cigarro daba un toque de color a su cara.

—Bueno, muchachotes —dijo enérgicamente—, esta noche seis de vosotros seréis pasados por la plancha, pero tengo sitio para dos grumetes. ¿Quién de vosotros quiere serlo?

—No lo irritéis sin necesidad —les había recomendado Wendy en la bodega, de forma que Lelo dio un paso adelante cortésmente. Lelo aborrecía la idea de servir a las órdenes de semejante hombre, pero un instinto le dijo que sería prudente atribuir la responsabilidad a una persona ausente y, aunque era algo tonto, sabía que sólo las madres están siempre dispuestas a hacer de parachoques. Todos los niños saben que las madres son así y las desprecian por eso, pero se aprovechan de ello constantemente.

Así que Lelo explicó con prudencia:

—Verá usted, señor, es que no creo que a mi madre le gustara que yo fuera pirata. ¿Le gustaría a tu madre que fueras pirata, Presuntuoso?

Le guiñó un ojo a Presuntuoso, quien dijo apesadumbrado:

—No creo —como si deseara que las cosas no fueran así—. Gemelo, ¿a tu madre le gustaría que fueras pirata?

—No creo —dijo el primer gemelo, tan despabilado como los otros—. Avispado, ¿a tu madre…?

—Basta de cháchara —rugió Garfio y los portavoces fueron arrastrados a su sitio.

—Tú, chico —dijo, dirigiéndose a John—, parece que tú tienes algo de agallas. ¿No has querido nunca ser pirata, valiente?

Ahora bien, a veces John había experimentado este deseo al luchar con las matemáticas de primero y le chocó que Garfio lo eligiera.

—Una vez pensé en llamarme Jack Mano Roja —dijo con timidez.

—Un buen nombre, ya lo creo. Aquí te llamaremos así, si te unes, muchachote.

—¿Tú qué crees, Michael? —preguntó John.

—¿Cómo me llamaríais si me uniera? —preguntó Michael.

—Joe Barbanegra.

Naturalmente, Michael se quedó muy impresionado.

—¿Qué te parece, John?

Quería que John decidiera y John quería que decidiera él.

—¿Seguiremos siendo respetuosos súbditos del rey? —preguntó John.

Garfio contestó entre dientes:

—Tendríais que jurar «Abajo el rey».

Quizás John no se había comportado muy bien hasta entonces, pero ahora estuvo a la altura de las circunstancias.

—Entonces no quiero —exclamó, golpeando el barril que tenía Garfio delante.

—Y yo tampoco —gritó Michael.

—¡Viva Inglaterra! —chilló Rizos.

Los enfurecidos piratas les pegaron en la boca y Garfio rugió:

—Eso será vuestra perdición. Traed a su madre. Preparad la plancha.

Sólo eran unos niños y se quedaron blancos al ver a Jukes y a Cecco preparar la plancha mortal. Pero trataron de parecer valientes cuando trajeron a Wendy.

Nada de lo que yo pueda decir os dará una idea de cómo despreciaba Wendy a aquellos piratas. Para los chicos había por lo menos cierto atractivo en la vocación pirata, pero lo único que ella veía era que el barco no había sido fregado desde hacía años. No había ni una sola portilla sobre cuyo mugriento cristal no se pudiera escribir «Guarro» con el dedo y ella ya lo había escrito en varios. Pero, como es natural, cuando los chicos se agruparon a su alrededor no pensaba más que en ellos.

—Bueno, hermosa mía —dijo Garfio, hablando como si tuviera la boca llena de caramelo—, vas a ver cómo tus niños son pasados por la plancha.

Aunque era un refinado caballero, la intensidad de sus meditaciones le había manchado la gorguera y de pronto se dio cuenta de que ella la estaba observando. Con un movimiento apresurado trató de taparla, pero ya era tarde.

—¿Van a morir? —preguntó Wendy, con una mirada de desprecio tan olímpico que él casi se desmayó.

—Sí —gruñó y exclamó relamiéndose—. Silencio todo el mundo; oigamos las últimas palabras de una madre a sus hijos.

En este momento Wendy estuvo magnífica.

—Éstas son mis últimas palabras, queridos —dijo con firmeza—. Creo que tengo un mensaje para vosotros de parte de vuestras madres auténticas y es el siguiente: «Esperamos que nuestros hijos mueran como caballeros ingleses».

Incluso los piratas se quedaron sobrecogidos y Lelo exclamó histéricamente:

—Voy a hacer lo que espera mi madre. ¿Tú qué vas a hacer, Avispado?

—Lo que espera mi madre. ¿Tú qué vas a hacer, Gemelo?

—Lo que espera mi madre. John, ¿tú qué vas…?

Pero Garfio había recuperado el habla.

—Atadla —gritó.

Fue Smee quien la ató al mástil.

—Escucha, rica —susurró—, te salvaré si prometes ser mi madre.

Pero ni siquiera por Smee estaba dispuesta a prometer tal cosa.

—Casi preferiría no tener hijos —dijo con desdén.

Es triste saber que ni un solo chico la estaba mirando mientras Smee la ataba al mástil: todos tenían los ojos clavados en la plancha, el último paseo que iban a dar. Ya no conseguían tener la esperanza de caminar por ella con gallardía, pues habían perdido la capacidad de pensar, sólo podían mirar y temblar.

Garfio sonrió con los dientes apretados burlándose de ellos y dio un paso hacia Wendy. Su intención era volverle la cara para que viera a los chicos caminando por la plancha uno por uno. Pero jamás llegó hasta ella, jamás oyó el grito de angustia que esperaba arrancarle. En cambio, oyó otra cosa.

Era el horrible tic tac del cocodrilo.

Todos lo oyeron: los piratas, los chicos, Wendy; e inmediatamente todas la cabezas se volvieron en una dirección; no hacia el agua, de donde procedía el ruido, sino hacia Garfio. Todos sabían que lo que estaba a punto de ocurrir sólo le concernía a él y que de actores habían pasado de repente a ser espectadores.

Fue espantoso observar el cambio que le sobrevino. Era como si le hubieran cortado todas las articulaciones. Cayó hecho un guiñapo.

El ruido se fue acercando sin parar y por delante de él surgió este horrendo pensamiento: «El cocodrilo está a punto de abordar el barco».

Incluso la garra de hierro colgaba inerte, como si supiera que no era parte intrínseca de lo que quería el atacante. De haberse quedado tan tremendamente solo, cualquier otro hombre habría yacido con los ojos cerrados en el lugar donde cayera, pero el poderoso cerebro de Garfio seguía funcionando y guiado por él se arrastró a cuatro patas por la cubierta alejándose todo lo que pudo del ruido. Los piratas le abrieron paso respetuosamente y sólo cuando se vio arrinconado contra las cuadernas habló.

—Escondedme —gritó roncamente.

Se apiñaron en torno a él, apartando los ojos de lo que estaba subiendo a bordo. No se les ocurrió luchar contra ello. Era el Destino.

Sólo cuando Garfio quedó oculto la curiosidad aflojó los miembros de los chicos y así pudieron correr hasta el costado del barco para ver al cocodrilo trepando por él. Entonces se llevaron la sorpresa mayor de la Noche entre las Noches, pues no era ningún cocodrilo lo que venía en su ayuda. Era Peter.

Les hizo señas para que no soltaran ningún grito de admiración que pudiera levantar sospechas. Luego siguió haciendo tic tac.

15
«Esta vez o Garfio o yo»

A todos nos ocurren cosas extrañas a lo largo de nuestra vida sin que durante cierto tiempo nos demos cuenta de que han ocurrido. Así, por ejemplo, de pronto descubrimos que hemos estado sordos de un oído desde hace ni se sabe cuánto, pero digamos que media hora. Pues bien, una experiencia de este tipo había tenido Peter aquella noche. Cuando lo vimos por última vez estaba cruzando la isla sigilosamente con un dedo en los labios y el puñal preparado. Había visto pasar al cocodrilo sin notar nada especial en él, pero luego recordó que no había estado haciendo tic tac. Al principio esto le pareció extraño, pero no tardó en llegar a la acertada conclusión de que al reloj se le había acabado la cuerda.

Sin pararse a pensar en lo que podría sentir un prójimo privado tan bruscamente de su compañero más íntimo, Peter se puso a pensar al momento en cómo podría aprovecharse de la catástrofe y decidió hacer tic tac, para que los animales salvajes creyeran que era el cocodrilo y lo dejaran pasar sin molestarlo. Hizo tic tac magníficamente, pero con un resultado insospechado. El cocodrilo estaba entre los que oyeron el sonido y se puso a seguirlo, aunque ya fuera con el propósito de recuperar lo que había perdido, ya fuera simplemente como amigo creyendo que había vuelto a hacer tic tac por su cuenta, es algo que jamás sabremos con certeza, pues, como todos los que son esclavos de una idea fija, era un animal estúpido.

Peter llegó a la playa sin problemas y siguió adelante sin pararse, metiendo las piernas en el agua como si no se diera cuenta de que había entrado en un elemento nuevo. De esta forma pasan muchos animales de la tierra al agua, pero ningún otro humano que yo conozca. Mientras nadaba sólo pensaba en una cosa: «Esta vez o Garfio o yo». Llevaba tanto tiempo haciendo tic tac que seguía haciéndolo sin percatarse de ello. Si lo hubiera sabido se habría parado, ya que subir al bergantín con ayuda del tic tac, aunque era una idea ingeniosa, no se le había ocurrido.

Por el contrario, creía que había trepado por su costado silencioso como un ratón y se sorprendió al ver a los piratas apartándose de él, con Garfio en medio de ellos tan abatido como si hubiera oído al cocodrilo.

¡El cocodrilo! Tan pronto como Peter lo recordó oyó el tic tac. Al principio creyó que el ruido sí que procedía del cocodrilo y miró hacia atrás rápidamente. Luego cayó en la cuenta de que lo estaba haciendo él mismo y al instante se hizo cargo de la situación. «Qué listo soy», pensó de inmediato y les hizo señas a los chicos de que no prorrumpieran en aplausos.

En ese momento Ed Teynte, el furriel, salió del castillo de proa y avanzó por la cubierta. Ahora, lector, cronometra con tu reloj lo que pasó. Peter le clavó el puñal bien hondo. John tapó la boca al malhadado pirata para ahogar el gemido de agonía. Cayó hacia adelante. Cuatro chicos lo cogieron para evitar el golpe. Peter dio la señal y la carroña fue lanzada por la borda. Se oyó un chapuzón y luego silencio. ¿Cuánto ha durado?

—¡Uno!

(Presuntuoso había empezado a llevar la cuenta.)

Menos mal que Peter, todo él de puntillas, desapareció dentro del camarote, ya que más de un pirata estaba armándose de valor para mirar atrás. Ya podían oír la respiración entrecortada de los demás, lo cual les demostraba que el ruido más terrible había pasado.

—Se ha ido, capitán —dijo Smee, limpiándose las gafas—. Ya está todo en calma otra vez.

Poco a poco Garfio fue sacando la cabeza de la gorguera y escuchó tan atentamente que podría haber captado el eco del tic tac. No se oía ni un ruido y se irguió completamente con firmeza.

—Pues a la salud de Johnny Plancha —exclamó con descaro, odiando a los chicos más que nunca porque lo habían visto achantarse. Se puso a cantar esta vil cancioncilla:

¡Jo, jo, jo, viva la plancha:

por ella te pasearás

hasta que baje y tú también

a reunirte con Satanás!

Para aterrorizar aún más a los prisioneros, aunque con cierta pérdida de dignidad, se puso a bailar por una plancha imaginaria, haciéndoles muecas mientras cantaba y cuando terminó gritó:

—¿Queréis probar el gato de nueve colas antes de caminar por la plancha?

Ante esto cayeron de rodillas.

—No, no —exclamaron tan lastimeramente que todos los piratas sonrieron.

—Trae el gato, Jukes —dijo Garfio—, está en el camarote.

¡El camarote! ¡Peter estaba en el camarote! Los niños intercambiaron miradas.

—Sí, señor —dijo Jukes alegremente y entró en el camarote.

Lo siguieron con la mirada; apenas se dieron cuenta de que Garfio había reanudado su canción y que sus perros se le habían unido:

Jo, jo, jo, viva el gato que araña,

tiene nueve colas, ya veis

y al marcarte la espalda…

Nunca sabremos cómo era el último verso, pues de pronto la canción se interrumpió por un horrendo chillido procedente del camarote. Resonó por todo el barco y se apagó. Luego se oyeron unos graznidos que los chicos entendieron muy bien, pero que para los piratas resultaban casi más espeluznantes que el chillido.

—¿Qué ha sido eso? —gritó Garfio.

—Dos —dijo Presuntuoso con solemnidad.

El italiano Cecco vaciló un momento y luego se lanzó hacia el camarote. Salió tambaleándose, blanco como una sábana.

—¿Qué le pasa a Bill Jukes, perro? —siseó Garfio, irguiéndose ante él.

—Lo que le pasa es que está muerto, apuñalado —replicó Cecco con voz sepulcral.

—¡Bill Jukes muerto! —exclamaron los atónitos piratas.

—El camarote está oscuro como la pez —dijo Cecco, casi farfullando—, pero hay algo horrible ahí dentro: lo que oímos graznar.

El júbilo de los chicos, las miradas furtivas de los piratas, todo esto notó Garfio.

—Cecco —dijo con voz más acerada—, vuelve y tráeme a ese pajarraco.

Cecco, valiente entre los valientes, se encogió ante su capitán, exclamando:

—No, no.

Pero Garfio le estaba haciendo carantoñas a su garra.

—¿Has dicho que irías, Cecco? —dijo con aire distraído.

Cecco fue, después de levantar los brazos en un gesto de desesperación. Ya no había más cánticos, todos escuchaban y de nuevo se oyó un chillido agónico y de nuevo un graznido. Nadie habló excepto Presuntuoso.

—Tres —dijo.

Garfio llamó a sus perros con un gesto.

—Por las barbas de Satanás —bramó—, ¿quién me va a traer a ese pajarraco?

—Espere a que salga Cecco —gruñó Starkey y los demás se unieron a él.

—Me ha parecido oír que te ofrecías, Starkey —dijo Garfio, ronroneando de nuevo.

—¡No, por todos los demonios! —gritó Starkey.

—Mi garfio cree que sí —dijo Garfio acercándose a él—. ¿No crees que sería conveniente darle gusto al garfio, Starkey?

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