Piratas de Venus

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Authors: Edgar Rice Burroughs

 

Carson Napier se dirigía a Marte, en una nave interplanetaria secreta. Pero se encontró en cambio en otro mundo diferente: el planeta oculto por las nubes: ¡Venus!

Era un mundo asombroso… semiprivado, semicivilizado. Era un lugar de océanos fantásticos con islas increibles; un mundo donde los habitantes (hombres, semihombres, monstruos y gigantes vegetales) luchan eternamente por el predominio.

¡Aprenda el secreto de la perpetua juventud! ¡El método para evitar toda enfermedad! ¡El amor sin prejuicios terrestres!

Edgar Rice Burroughs

Piratas de Venus

Ciclo de Venus - 1

ePUB v1.0

RufusFire
07.07.12

Título original:
Pirates of Venus

Edgar Rice Burroughs, 1934

Traducción: J. Calvo Alfaro, 1953

Diseño/retoque portada: RufusFire

Editor original: RufusFire (v1.0)

Corrección de erratas: arant

ePub base v2.0

1. CARSON NAPIER

“Si una figura de mujer, cubierta con una túnica blanca, entra en su cuarto a medianoche, el día 13 del mes corriente, conteste a esta carta. De no ocurrir así, no lo haga”.

Cuando hube leído este párrafo de la carta, me dispuse a tirarla al cesto, adonde van a parar todos los papeles inútiles que recibo, pero, sin saber por qué, seguí leyendo.

“Si le habla a usted, tenga la bondad de recordar sus palabras para repetírmelas cuando me escriba”.

Hubiera seguido leyendo hasta el final, pero en aquel preciso momento sonó el timbre del teléfono. Doble la carta y la deposité en uno de los cestitos para la correspondencia que había encima de mi mesa. Por casualidad, era el de la correspondencia destinada a ser archivada, y de haber seguido los acontecimientos su curso ordinario, aquélla hubiera sido la última noticia que hubiese tenido de la misiva y del incidente, ya que las cartas de aquel cestito pasaban a los archivadores.

El que me hablaba por teléfono era Jason Gridley. Parecía excitado y me rogaba que acudiera en seguida a su laboratorio. Como Jason no solía excitarse por nada, me apresuré a acceder a su deseo, al mismo tiempo que satisfacía mi curiosidad. Salté a mi auto y pronto salvé las escasas manzanas de edificios que nos separaban. Comprendí en el acto que Jason tenía motivos para estar excitado. Acababa de recibir un radiograma de Pellucidar, el mundo existente en las profundidades de la Tierra.

La víspera de la partida, desde el centro de la Tierra, del gran dirigible “O-220”, siguiendo la afortunada e histórica expedición, Jason había decidido quedarse a fin de buscar a Von Horst, el único miembro de la expedición que faltaba, pero Tarzán, David Innes y el capitán Zuppner le persuadieron de lo insensato de tal empresa, especialmente teniendo en cuenta que David había prometido destacar una expedición de guerreros indígenas, o sea, naturales de Pellucidar, para localizar al joven teniente alemán, caso de que aun viviera y fuera posible hallar algún rastro de su paradero.

No obstante, aunque había retornado al mundo exterior en su aparato, Jason sentíase conturbado constantemente por el pensamiento de la responsabilidad que le cabía personalmente por la triste suerte de Von Horst, el joven que tanta popularidad había alcanzado entre los demás miembros de la expedición. En muchas ocasiones expresó reiteradamente su consternación por haber salido de Pellucidar sin agotar todos los medios para rescatar a Von Horst o saber con certeza que había perecido. Jason me ofreció una silla y un cigarrillo.

—Acabo de recibir un mensaje de Abner Perry —me dijo—. Es el primero que he recibido hace meses.

—Debe de ser muy interesante para que haya conseguido excitarle de este modo.

—Lo es —admitió—. Corre el rumor en Sari de que Von Horst ha sido encontrado.

Ahora bien, como éste es un tema totalmente ajeno al presente volumen, debo advertir que lo he aludido con el fin de explicar dos hechos que, aunque no de vital importancia, tienen cierta relación con los acontecimientos subsiguientes. En primer lugar, me hicieron olvidar la carta ya mencionada y, además, fijaron en mi mente aquella fecha.

La principal razón que me induce a mencionar el primer hecho es robustecer la idea de que la carta, tan absoluta y rápidamente olvidada, no podía reflejarse en mi memoria y, por consiguiente, al menos objetivamente, no cabía que ejerciese ninguna influencia en los acontecimientos que habían de sobrevenir. Al cabo de cinco minutos, el recuerdo de aquella carta se había borrado de mi memoria tan completamente como si no la hubiese recibido.

Los tres días siguientes fueron de mucho trabajo para mí y cuando me retiré la noche del día 13 me hallaba seriamente preocupado por cierta operación de derechos reales que no se desenvolvía muy bien y tardé mucho en dormirme. Puedo afirmar que mis últimos pensamientos se referían a documentos legales, recibos de hipotecas y diferencias de cantidades tributarias.

No sé lo que me obligó a despertarme. Me incorporé en el lecho en el preciso instante en que una figura de mujer, envuelta en algo que parecía una vaporosa gasa blanca, penetraba en mi estancia, a través de la puerta. Conviene fijarse bien en que digo a través de la puerta, y es que ésta se hallaba cerrada.

Era una noche de luna clara y los diversos objetos de mi habitación aparecían perfectamente visibles, y especialmente se destacaba la espectral silueta que avanzó hacia los pies de mi lecho.

No soy propicio a sufrir alucinaciones. Nunca había visto un fantasma ni nunca me interesó. No sabía cuál había de ser mi conducta en un trance parecido. Incluso si la joven no hubiera tenido un aspecto tan sobrenatural, no habría sabido qué hacer para recibirla a aquélla hora, en la intimidad de mi alcoba, ya que ninguna mujer había invadido, hasta entonces, aquel recinto. Me creo bastante puritano.

—Es la medianoche del día 13 —dijo con voz suave y musical.

—Efectivamente —repuse recordando, de pronto, la carta que había recibido el día 10.

—Salió de Guadalupe hoy—. Continuó—. Y espera tu carta en Guaymas.

Aquello fue todo lo que ocurrió. La mujer cruzó la estancia y desapareció, no por la ventana, lo que parecía bastante verosímil, sino a través de la sólida pared. Permanecí sentado unos minutos con los ojos fijos en el lugar en que la había visto por última vez, tratando de convencerme de que estaba soñando, pero estaba despierto y bien despierto. Tan despierto, que tardé cerca de una hora en caer en los brazos de Morfeo, como decían los escritores de la época de la reina Victoria, bien ajenos a lo embarazoso que debía de resultar el sexo masculino para tan poética descripción en la pluma de literatos varones.

La mañana siguiente llegué a mi despacho un poco antes de lo habitual, e inútil es decir que lo primero que hice fue buscar la carta que había recibido el día 10. No recordaba el nombre de la firma ni el punto de origen de la visiva, pero mi secretario se acordó de ella, ya que, dada su índole poco habitual, era lógico que le llamara la atención.

—Le escribió a usted alguien desde Méjico —me dijo.

Como esta clase de correspondencia se archivaba por naciones y provincias, no hubo dificultad alguna en localizarla.

Ni que dudar tiene que esta vez leí su contenido atentamente. Estaba fechada el día 3 y llevaba el matasellos de Guaymas. Guaymas es un pequeño puerto situado en Sonora, en el Golfo de California.

La carta decía así:

“Muy señor mío.

Hallándome comprometido en un empresa de gran importancia científica, me veo en la necesidad de solicitar la asistencia (no financiera precisamente) de alguna persona que coincida conmigo psicológicamente, que, al mismo tiempo, sea lo suficientemente inteligente y culta para darse cuenta de las vastas posibilidades que ofrece mi proyecto.

La razón que me indujo a dirigirme a usted se la explicaré en una entrevista que se haría imprescindible, caso de que obtenga resultados favorables el experimento que le detallo a continuación.

Si una figura de mujer, cubierta con una túnica blanca, entra en su alcoba a medianoche, el día 13 del mes corriente, conteste a esta carta. Si le habla a usted, tenga la bondad de recordar sus palabras para repetírmelas cuando me escriba.

Le anticipo mi agradecimiento por prestar a estas líneas su amable atención, ya que comprendo que las juzgará algo desusadas. Le ruego las considere como estrictamente confidenciales, hasta que futuros acontecimientos justifiquen su publicación.

De usted agradecido,

Carson Napier”.

—Esto me parece una superchería —comentó Rothmund.

—Eso mismo creí yo el día 10 asentí—, pero hoy estamos a 14 y la cosa ha cambiado totalmente de aspecto.

—¿Qué tiene que ver el día 14 con todo esto? —preguntó.

—Ayer estábamos a 13 —le recordé.

—Supongo que no me va a hacer creer... —murmuró escépticamente.

—Precisamente a eso me refiero —le interrumpí—. Aquella mujer se presentó. La vi perfectamente.

Ralph no demostró ningún interés por mis palabras.

—No olvide lo que le dijo la enfermera después de su última operación —me recordó.

—¿Qué enfermera? Tuve nueve y ninguna de ellas coincidió con las otras en sus prescripciones.

—Me refiero a Jerry... Decía que los narcóticos afectan muchas veces a la imaginación de los enfermos durante varios meses —repuso en tono persuasivo.

—Bueno, al menos Jerry admitía que tengo imaginación, de lo que no pueden vanagloriarse muchos otros. Pero no cabe duda de que no influyeron los narcóticos en mi vista. Vi lo que vi. Hágame el favor de cursar una carta para Mister Napier.

Pocos días después recibí el siguiente telegrama de Napier, desde Guaymas:

“Recibida carta. Stop. Gracias. Stop. Mañana iré a verle”.

—Supongo que viene por avión —comenté.

—O envuelto en una túnica blanca —sugirió Ralph—. Me parece que mejor sería telefonear al capitán Hodson para que enviase un coche del manicomio. A veces esos tipos son peligrosos.

Continuaba mostrándose escéptico. Desde luego, los dos aguardábamos la llegada de Carson Napier con el mismo interés. Ralph seguramente esperaba ver a un maniático de mirada exaltada.

A eso de las once de la mañana siguiente, se presentó Ralph en mi estudio.

—Mister Napier está aquí —dijo.

—¿Trae el pelo erizado y se le saltan los ojos de las órbitas? —pregunté sonriendo.

—No —repuso Ralph devolviéndome la sonrisa—. Tiene muy buen aspecto, pero yo insisto en que es un lunático.

—Hágale pasar.

Un momento después volvió Ralph acompañando a un hombre excepcionalmente bello. Debía de tener entre veinticinco y treinta años, aunque muy bien pudiera ser más joven.

Avanzó tendiéndome la mano al levantarme yo para recibirle y su rostro se iluminó con una sonrisa franca. Después de las habituales palabras de cortesía, se refirió concretamente al motivo de su vista.

—A fin de que pueda usted tener una idea de conjunto, debo empezar por decirle algo de mí mismo —comenzó—. Mi padre fue un oficial del ejército inglés y mi madre una joven americana, de Virginia. Yo nací en la India con ocasión de estar mi padre destinado allí, y me crié bajo la vigilancia de un viejo hindú, muy fiel, tanto con mi padre como con mi madre. Se llamaba Chand Kabi. Era casi un místico y me enseñó muchas cosas que no se aprenden en las escuelas de párvulos. Entre estos conocimientos estaba la telepatía, que él había cultivado de tal modo que podía conversar conmigo por el procedimiento que él denominaba armonía psicológica y hacerlo a grandes distancias, como si nos encontráramos el uno frente al otro. No sólo esto, sino que conseguía transmitir imágenes mentales, también a gran distancia, de tal manera que la persona receptora de las imágenes veía lo que Chand Kabi estaba viendo o lo que él quería que viese. Me enseñó esta ciencia.

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