Platero y yo (2 page)

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Authors: Juan Ramón Jiménez

Tags: #Clásico, Cuento

…Sólo que Judas, hoy, Platero, es el diputado, o la maestra, o el forense, o el recaudador, o el alcalde, o la comadrona; y cada hombre descarga su escopeta cobarde, hecho niño esta mañana del Sábado Santo, contra el que tiene su odio, en una superposición de vagos y absurdos simulacros primaverales.

IX
Las brevas

Fue el alba neblinosa y cruda, buena para las brevas, y, con las seis, nos fuimos a comerlas a la Rica.

Aún, bajo las grandes higueras centenarias, cuyos troncos grises enlazaban en la sombra fría, como bajo una falda, sus muslos opulentos, dormitaba la noche; y las anchas hojas —que se pusieron Adán y Eva— atesoraban un fino tejido de perlillas de rocío que empalidecía su blanda verdura Desde allí dentro se veía, entre la baja esmeralda viciosa, la aurora que rosaba, más viva cada vez, los velos incolores del Oriente.

… Corríamos, locos, a ver quién llegaba antes a cada da higuera. Rociíllo cogió conmigo la primera hoja de una, en un sofoco de risas y palpitaciones «Toca aquí». Y me ponía mi mano, con la suya, en su corazón, sobre el que el pecho joven subía y bajaba como una menuda ola prisionera. Adela apenas sabía correr, gordiflona y chica, y se enfadaba desde lejos. Le arranqué a Platero unas cuantas brevas maduras y se las puse sobre el asiento de una cepa vieja, para que no se aburriera.

El tiroteo lo comenzó Adela, enfadada por su torpeza, con risas en la boca y lágrimas en los ojos. Me estrelló una breva en la frente. Seguimos Rociíllo y yo y, más que nunca por la boca, comimos brevas por los ojos, por la nariz, por las mangas, por la nuca, en un griterío agudo y sin tregua que caía, con las brevas desapuntadas, en las viñas frescas del amanecer. Una breva le dió a Platero, y ya fue el blanco de la locura. Como el infeliz no podía defenderse ni contestar, yo tomé su partido; y un diluvio blando y azul cruzó el aire puro, en todas direcciones, como una metralla rápida.

Un doble reír, caído y cansado, expresó desde el suelo el femenino rendimiento.

X
¡Ángelus!

Mira, Platero, qué de rosas caen por todas partes: rosas azules, rosas blancas, sin color… Diríase que el cielo se deshace en rosas. Mira cómo se me llenan de rosas la frente, los hombros, las manos… ¿Qué haré yo con tantas rosas?

—¿Sabes tú, quizá, de dónde es esta blanda flora, que yo no sé de dónde es, que enternece, cada día, el paisaje y lo deja dulcemente rosado, blanco y celeste —más rosas, más rosas—, como un cuadro de Fra Angélico, el que pintaba la gloria de rodillas?

De las siete galerías del Paraíso se creyera que tiran rosas a la tierra. Cual en una nevada tibia y vagamente colorida, se quedan las rosas en la torre, en el tejado, en los árboles. Mira: todo lo fuerte se hace, con su adorno, delicado. Más rosas, más rosas, más rosas…

Parece, Platero, mientras suena el Angelus, que esta vida nuestra pierde su fuerza cotidiana, y que otra fuerza de adentro, más altiva, más constante y más pura, hace que todo, como en surtidores de gracia, suba a las estrellas, que se encienden ya entre las rosas… Más rosas… Tus ojos, que tú no ves, Platero, y que alzas mansamente al cielo, son dos bellas rosas.

XI
El moridero

Tú, si te mueres antes que yo, no irás, Platero mío, en el carrillo del pregonero, a la marisma inmensa, ni al barranco del camino de los montes, como los otros pobres burros, como los caballos y los perros que no tienen quien los quiera. No serán, descarnadas y sangrientas tus costillas por los cuervos —tal la espina de un barco sobre el ocaso grana—, el espectáculo feo de los viajantes de comercio que van a la estación de San Juan en el coche de las seis; ni, hinchado y rígido entre las almejas podridas de la gavia, el susto de los niños que, temerarios y curiosos, se asoman al borde de la cuesta, cogiéndose a las ramas, cuando salen las tardes de domingo, al otoño, a comer piñones tostados por los pinares.

Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando lavan en el naranjal, y el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz eterna. Y, todo el año, los jilgueros, los chamarices y los verderones te pondrán, en la salud perenne de la copa, un breve techo de música entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo de azul constante de Moguer.

XII
La púa

Entrando en la dehesa de los Caballos, Platero ha comenzado a cojear. Me he echado al suelo…

—Pero, hombre, ¿qué te pasa?

Platero ha dejado la mano derecha un poco levantada, mostrando la ranilla, sin fuerza y sin peso, sin tocar casi con el casco la arena ardiente del camino.

Con una solicitud mayor, sin duda, que la del viejo Darbón, su médico, le he doblado la mano y le he mirado la ranilla roja. Una púa larga y verde, de naranjo sano, está clavada en ella como un redondo puñalillo de esmeralda. Estremecido del dolor de Platero, he tirado de la púa; y me lo he llevado al pobre al arroyo de los lirios amarillos, para que el agua corriente le lama, con su larga lengua pura, la heridilla.

Después hemos seguido hacia la mar blanca, yo delante, él detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en la espalda…

XIII
Las golondrinas

Ahí la tienes ya, Platero, negrita y vivaracha en su nido gris del cuadro de la Virgen de Montemayor, nido respetado siempre. Está la infeliz como asustada. Me parece que esta vez se han equivocado las pobres golondrinas, como se equivocaron, la semana pasada, las gallinas, recogiéndose en su cobijo cuando el sol de las dos se eclipsó. La primavera tuvo la coquetería de levantarse este año más temprano; pero ha tenido que guardar de nuevo, tiritando, su tierna desnudez en el lecho nublado de marzo. ¡Da pena ver marchitarse, en capullo, las rosas vírgenes del naranjal!

Están ya aquí, Platero, las golondrinas, y apenas se las oye, como otros años, cuando el primer día de llegar lo saludan y lo curiosean todo, charlando sin tregua en su rizado gorjeo. Le contaban a las flores lo que habían visto en África, sus dos viajes por el mar, echadas en el agua, con el ala por vela, o en las jarcias de los barcos; de otros ocasos, de otras auroras, de otras noches con estrellas…

No saben qué hacer. Vuelan mudas, desorientadas, como andan las hormigas cuando un niño les pisotea el camino. No se atreven a subir y bajar por la calle Nueva en insistente línea recta con aquel adornito al fin, ni a entrar en sus nidos de los pozos, ni a ponerse en los alambres del telégrafo, que el Norte hace zumbar, en su cuadro clásico de carteras, junto a los aisladores blancos… ¡Se van a morir de frío, Platero!

XIV
La cuadra

Cuando, al mediodía, voy a ver a Platero, un transparente rayo del sol de las doce enciende un gran lunar de oro en la plata blanda de su lomo. Bajo su barriga, por el oscuro suelo, vagamente verde, que todo lo contagia de esmeralda, el techo viejo llueve claras monedas de fuego.

Diana, que está echada entre las patas de Platero, viene a mí, bailarina, y me pone sus manos en el pecho, anhelando lamerme la boca con su lengua rosa. Subida en lo más alto del pesebre, la cabra me mira curiosa, doblando la fina cabeza de un lado y de otro, con una femenina distinción. Entre tanto, Platero, que, antes de entrar yo, me había ya saludado con un levantado rebuzno, quiere romper su cuerda, duro y alegre al mismo tiempo.

Por el tragaluz, que trae el irisado tesoro del cenit, me voy un momento, rayo de sol arriba, al cielo, desde aquel idilio. Luego, subiéndome a una piedra, miro el campo.

El paisaje verde nada en la lumbrarada florida y soñolienta, y en el azul limpio que encuadra el muro astroso, suena, dejada y dulce, una campana.

XV
El potro castrado

Era negro, con tornasoles granas, verdes y azules, todos de plata, como los escarabajos y los cuervos. En sus ojos nuevos rojeaba a veces un fuego vivo, como en el puchero de Ramona, la castañera de la plaza del Marqués. ¡Repiqueteo de su trote corto, cuando de la Friseta de arena entraba, campeador, por los adoquines de la calle Nueva! ¡Qué ágil, qué nervioso, qué agudo fue, con su cabeza pequeña y sus remos finos!

Pasó, noblemente, la puerta baja del bodegón, más negro que él mismo sobre el colorado sol del Castillo, que era fondo deslumbrante de la nave, suelto el andar, juguetón con todo. Después, saltando el tronco de pino, umbral de la puerta, invadió de alegría el corral verde, y de estrépito de gallinas, palomas y gorriones. Allí lo esperaban cuatro hombres, cruzados los velludos brazos sobre las camisetas de colores. Lo llevaron bajo la pimienta. Tras una lucha áspera y breve, cariñosa un punto, ciega luego, lo tiraron sobre el estiércol, y, sentados todos sobre él, Darbón cumplió su oficio, poniendo un fin a su luctuosa y mágica hermosura.

Thy unus’d beauty must be tomb’dwith thee, Which used, lives th’ executor to be.

—Dice Shakespeare a su amigo.

… Quedó el potro, hecho caballo, blando, sudoroso, extenuado y triste. Un solo hombre lo levantó, y, tapándolo con una manta, se lo llevó, lentamente, calle abajo.

¡Pobre nube vana, rayo ayer, templado y sólido! Iba como un libro descuadernado. Parecía que ya no estaba sobre la tierra; que entre sus herraduras y las piedras, un elemento nuevo lo aislaba, dejándolo sin razón, igual que un árbol desarraigado, cual un recuerdo, en la mañana violenta, entera y redonda de primavera.

XVI
La casa de enfrente

¡Qué encanto siempre, platero, en mi niñez, el de la casa de enfrente a la mía! Primero, en la calle de la Ribera, la casilla de Arreburra, el aguador, con su corral al Sur, dorado siempre de sol, desde donde yo miraba a Huelva, encaramándome en la tapia. Alguna vez me dejaban ir, un momento, y la hija de Arreburra, que entonces me parecía una mujer, y que ahora, ya casada, me parece como entonces, me daba azamboas y besos… Después, en la calle Nueva —luego Cánovas, luego Fray Juan Pérez—, la casa de don José, el dulcero de Sevilla, que me deslumbraba con sus botas de cabritilla de oro, que ponía en la pita de su patio cascarones de huevos, que pintaba de amarillo canario con fajas de azul marino las puertas de su zaguán; que venía, a veces, a mi casa, y mi padre le daba dinero, y él le hablaba siempre del olivar… ¡Cuántos sueños le ha mecido a mi infancia esa pobre pimienta que, desde mi balcón, veía yo, llena de gorriones, sobre el tejado de don José! (Eran dos pimientas que no uní nunca: una, la que veía, copa con viento o sol, desde mi balcón; otra, la que veía en el corral de don José, desde su tronco…)

Las tardes claras, las siestas de lluvia, a cada cambio leve de cada día o de cada hora, ¡qué interés, qué atractivo tan extraordinario, desde mi cancela, desde mi ventana, desde mi balcón, en el silencio de la calle, el de la casa de enfrente!

XVII
El niño tonto

Siempre que volvíamos por la calle de San José, estaba el niño tonto a la puerta de su casa, sentado en su sillita, mirando el pasar de los otros. Era uno de esos pobres niños a quienes no llega nunca el don de la palabra ni el regalo de la gracia; niño alegre él y triste de ver; todo para su madre, nada para los demás. Un día, cuando pasó por la calle blanca aquel mal viento negro, no vi ya al niño en su puerta. Cantaba un pájaro en el solitario umbral, y yo me acordé de Curros, padre más que poeta, que, cuando se quedó sin su niño, le preguntaba por él a la mariposa gallega:

Volvoreta d’aliñas douradas…

A hora que viene la primavera, pienso en el niño tonto, que desde la calle de San José se fue al cielo. Estará sentado en su sillita, al lado de las rosas únicas, viendo con sus ojos, abiertos otra vez, el dorado pasar de los gloriosos.

XVIII
La fantasma

La mayor diversión de Anilla la Manteca, cuya fogosa y fresca juventud fue manadero sin fin de alegrones, era vestirse de fantasma. Se envolvía toda en una sábana, añadía harina al azucenón de su rostro, se ponía dientes de ajo en los dientes, y cuando, ya después de cenar, soñábamos, medio dormidos, en la salita, aparecía ella de improviso por la escalera de mármol, con un farol encendido, andando lenta, imponente y muda. Era, vestida ella de aquel modo, como si su desnudez se hubiese hecho túnica. Sí. Daba espanto la visión sepulcral que traía de los altos oscuros; pero, al mismo tiempo, fascinaba su blancura sola, con no sé qué plenitud sensual…

Nunca olvidaré. Platero, aquella noche de septiembre. La tormenta palpitaba sobre el pueblo hacía una hora, como un corazón malo, descargando agua y piedra entre la desesperadora insistencia del relámpago y del trueno. Rebosaba ya el aljibe e inundaba el patio. Los últimos acompañamientos —el coche de las nueve, las ánimas, el cartero— habían ya pasado… Fui, tembloroso, a beber al comedor, y en la verde blancura de un relámpago, vi el eucalipto de las Velarde —el árbol del cuco, como le decíamos, que cayó aquella noche—, doblado todo sobre el tejado del alpende…

De pronto, un espantoso ruido seco, como la sombra de un grito de luz que nos dejó ciegos, conmovió la casa. Cuando volvimos a la realidad, todos estábamos en sitio diferente del que teníamos un momento antes, y como solos todos, sin afán ni sentimiento de los demás. Uno se quejaba de la cabeza, otro de los ojos, otro del corazón… Poco a poco fuimos tornando a nuestros sitios.

Se alejaba la tormenta… La luna, entre unas nubes enormes que se rajaban de abajo arriba, encendía de blanco en el patio el agua que todo lo colmaba. Fuimos mirándolo todo. Lord iba y venía a la escalera del corral, ladrando loco. Lo seguimos… Platero, abajo ya, junto a la flor de la noche que mojada, exhalaba un nauseabundo olor, la pobre Anilla, vestida de fantasma, estaba muerta, aún encendido el farol en su mano negra por el rayo.

XIX
Paisaje grana

La cumbre. Ahí está el ocaso, todo empurpurado, herido por sus propios cristales, que le hacen sangre por doquiera. A su esplendor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; y las hierbas y las florecillas, encendidas y transparentes, embalsaman el instante sereno de una esencia mojada, penetrante y luminosa.

Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de ocaso sus ojos negros, se va, manso, a un charquero de aguas de carmín, de rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en los espejos, que parece que se hacen líquidos al tocarlos él; y hay por su enorme garganta como un pasar profuso de umbrías aguas de sangre.

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