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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Policia Sideral (8 page)

—Sí, jefe.

Cerró la comunicación con un movimiento mecánico de su mano, y al alzar los ojos fue a posarlos en los enormemente abiertos de Berta Anglada. Luego, su mirada resbaló hasta las caras de los cinco generales, donde podía leerse el estupor y el desconcierto.

—¿Qué significa esto? —Balbuceó Kisemene, cuya cara negra había tomado color gris—. ¿La guerra tal vez?

Ángel había palidecido. Sus pupilas centelleaban siniestramente.

—Ignoro si esto es el comienzo de una guerra total entre Marte y la Tierra —dijo con voz ronca—. De lo que no me cabe duda es que los thorbod han comprendido el significado de nuestra presencia en Eros. Espero que no se encuentren todavía en condiciones de lanzarse a un ataque global.

—¿Por qué? —preguntó el general Limoges.

—Porque si se deciden a atacarnos aquí, nuestra situación va a ser muy comprometida.

Apenas acababa de pronunciar el almirante estas palabras cuando el autoplaneta entero vibró, sacudido por una fuerza invisible.

No se produjo ningún ruido, porque el sonido no se propaga en el vacío, pero todos comprendieron inmediatamente de qué se trataba.

—¡Una bomba atómica! —exclamó Berta Anglada. Miguel Ángel encendió de nuevo, el aparato de radiotelevisión, conectado con la sala de control:

—¡Una explosión atómica sobre el polo Norte del asteroide…! ¡Atención, Rayo… atención, Rayo…! ¡Ha caído justamente sobre el yacimiento doce…! ¡Comandante Martín a patrulla tercera…! ¡Cuidado, ahí viene otro…! ¡Atención, Rayo! ¡Habla el comandante Davos… una nube de proyectiles dirigidos están lloviendo sobre nosotros… tratamos de aniquilarlos… pero su velocidad es tremenda…! ¡No podemos contenerlos a todos…!

Un terremoto pareció sacudir la inmensa mole del autoplaneta. Los objetos de adorno de la mesa cayeron. Berta Anglada se sujetó a un enorme armario de acero, que a su vez vibraba como una plancha golpeada con un martillo. Miguel Ángel se inclinó sobre el micrófono y bramó rápidamente varias órdenes:

—¡Pronto! ¡Thomas… profesor Stefansson… que salgan los aparatos de reserva… hagan funcionar las defensas del Rayo… averigüen de dónde procede el ataque y pongan rumbo hacia allá para interceptar a los proyectiles dirigidos…!

Entre el coro de voces, llamadas y órdenes que salían del pequeño aparato, se oyó la de Richard Balmer, diciendo:

—¡O.K., jefe… allá vamos…!

Ángel se precipitó hacia la puerta del despacho. Berta le siguió casi instintivamente, y los generales echaron a correr detrás de ellos. Entraron atropelladamente en el ascensor. Mientras descendían hacia las entrañas del autoplaneta, se percibía nuevamente la ruda vibración de todas las partes de la colosal nave del espacio.

—¿Qué ocurriría si alguno de esos proyectiles atómicos alcanzara al autoplaneta? —preguntó Berta a Ángel.

—Dentro de la atmósfera de la Tierra nos lanzaría a gran distancia y altura como una pelota, aún tratándose de una pelota que pesa treinta millones de toneladas. En el vacío, una explosión atómica es menos peligrosa que dentro de una atmósfera. No podría hacernos mucho daño, aún suponiendo que un proyectil atómico pudiera llegar hasta el autoplaneta, lo que es en realidad imposible. —¿Por qué?

—Porque cuando el Rayo avanza por el espacio lleva a su alrededor una coraza de átomos de cien millas como mínimo de espesor. Es a modo de una atmósfera invisible, pero tan eficaz como la que rodea a la Tierra. Ya sabe usted que por el vacío interestelar navegan a velocidades terribles y en todas direcciones multitud de aerolitos, que constituyen lo que ustedes llaman en su jerga «escolios del espacio». Estos aerolitos están cayendo continuamente sobre la Tierra, aunque ninguno o muy pocos llegan a su superficie. Por su tremenda velocidad, cuando estos aerolitos entran en contacto con las capas superiores del aire que envuelve a nuestro mundo, estallan por efectos de la violenta frotación y se convierten en cenizas. Lo mismo ocurre con el envoltorio atómico de nuestro autoplaneta. Mientras viajamos por el vacío interestelar a velocidades iguales a la de la aceleración de la gravedad, llevamos por delante y a nuestro alrededor una espesa coraza atómica contra la que se pulverizan todos los astrolitos y, por consiguiente, también cualquier proyectil dirigido atómico o avión que se precipite contra nosotros a gran velocidad. —Muy ingenioso, murmuró Berta, admirada—. Pero si un proyectil dirigido o avión se precipitara a poca velocidad sobre el autoplaneta podría atravesar sin dificultad esa barrera atómica, ¿no es cierto?

—Podría cruzarla, desde luego, como la cruzan nuestros propios aparatos cuando se disponen a volver al Rayo. Pero un proyectil o avión que entrara a poca velocidad en nuestra atmósfera sería un blanco excelente para los proyectiles de Rayos Z que defienden el autoplaneta.

Berta se disponía a seguir preguntando, pero el ascensor acababa de detenerse y las puertas se abrieron automáticamente.

Al irrumpir precipitadamente en la sala de control, Berta cayó en la cuenta de que había cesado la dolorosa vibración.

—¡Atmósfera a cien millas! —ordenó Ángel con voz estentórea apenas puso los pies en la sala de control. Y volviéndose hacia Thomas Dyer, que estaba frente a los mandos, añadió—: Thomas, procure imprimir al Rayo una velocidad constante que nos mantenga siempre sobre el mismo punto de Eros mientras éste gira sobre su eje. Richard, mande aviso a toda la gente del asteroide para que acuda a refugiarse en este hemisferio. Dígales solamente esto: Aquel punto de la superficie del planetilla desde el cual alcancen a ver al Rayo será zona de seguridad para ellos.

Berta se admiró del genio previsor de su ídolo, quien entre otras providencias estaba ordenando: —«Sesenta millas de altura sobre Eros. Póngame en contacto con el comandante Arxis»—.

Era evidente que si la atmósfera del autoplaneta tenía un radio de acción de cien millas y éste sólo se encontraba a sesenta sobre la superficie de Eros, debajo del Rayo se extendería un espacio donde los proyectiles dirigidos del enemigo no podrían entrar. El diámetro del asteroide 433, sólo tenía unos quinientos kilómetros. La atmósfera emanante del autoplaneta sobraba, pues, para proteger todo el hemisferio sobre el que se hallara suspendida la maravillosa astronave.

Los partes que llegaban desde los aparatos que guarnecían a Eros indicaban que algunos centenares de proyectiles dirigidos, al parecer procedentes de Marte, habían caído por sorpresa sobre Eros. Por su tremenda velocidad, transcurrieron muy pocos segundos desde que fueron descubiertos hasta infiltrarse entre las escuadras de protección. Los cañones Z no hubieran permitido llegar uno solo de estos proyectiles a Eros, si los proyectiles en cuestión hubieran sido tan vulnerables a la ardiente caricia de los Rayos Z como todos los que hasta hoy se conocían. Pero los proyectiles dirigidos marcianos demostraron una extraordinaria resistencia contra el calor.

De tres a cinco segundos bastaban a los cañones Z para aniquilar cualquier avión de tipo conocido. Los proyectiles dirigidos o aviones suicidas —todavía no se sabía cómo calificarlos —, resistieron en ocasiones hasta diez o doce segundos a los Rayos Z antes de reventar en el espacio. Y al hacer explosión estaban ya entre las densas formaciones de aparatos defensores, de modo que arrastraron a muchos de éstos a la catástrofe.

Miguel Ángel ordenó a los aviones que fueran a proteger el hemisferio opuesto al que ocupaba el autoplaneta. Acto seguido, Berta pudo presenciar a través de las pantallas de televisión, como si estuviera asomada a dos enormes ventanales de tres metros de lado para cada uno, la llegada de unos cincuenta proyectiles dirigidos más.

Eran como una bandada de proyectiles cazados en plena trayectoria por el objetivo de una máquina fotográfica de rapidez inverosímil. Iban en formación de cuña, y el poderoso teleobjetivo del Rayo los divisó perfectamente, relampagueando al Sol, cuando todavía se encontraban a ochocientas millas de distancia, fuera del alcance de los cañones Z.

En un momento estuvieron a sólo trescientas millas del Rayo, y, acto seguido, se estrellaron contra la atmósfera del autoplaneta, haciendo explosión en deslumbrantes fogonazos color blanco intenso.

Un centenar de otros proyectiles o aviones suicidas que intentaron alcanzar a Eros por Oriente sucumbieron igualmente sin alcanzar sus objetivos. Del hemisferio opuesto llegaban incesantes noticias de las fuerzas aéreas, empeñadas en feroz combate contra el enemigo, al que estaban rechazando con mayor eficacia en razón de la mayor concentración de proyectores de Rayos Z sobre un mismo objetivo.

El ataque acabó a los veinte minutos de haber empezado. Desde que el autoplaneta se elevó para defender a Eros, ni un solo proyectil consiguió llegar a su objetivo. En cambio, unos doscientos cincuenta aviones terrestres habían sucumbido al estallar entre ellos varios de los proyectiles dirigidos o aviones suicidas.

—¿Bajamos otra vez a Eros?

—Si. Richard, procura averiguar lo ocurrido en el asteroide.

Mientras el Rayo volvía a descender sobre Eros, llegaron los partes y pudo hacerse un balance de los daños causados por las explosiones atómicas.

De doce a quince proyectiles habían estallado sobre la superficie de Eros en los primeros segundos del ataque por sorpresa. Todos cayeron sobre el hemisferio en sombras, o sea el que miraba a Marte. Gran cantidad de máquinas excavadoras estaban reducidas a montones de hierros retorcidos e impregnados de radioactividad. Los hombres muertos se calculaban en unos ciento y pico. En aquel hemisferio se hallaban también dos mil aviones posados sobre el polvo mientras sus tripulaciones descansaban. Más de seiscientos de estos aparatos fueron totalmente destruidos con gran parte de su tripulación. Además, unos cincuenta aviones de transporte estaban igualmente fuera de combate.

—Teniendo en cuenta que solamente llegaron a sus objetivos una pequeñísima parte de las bombas, el daño es considerable —murmuró el profesor von Eiken.

En este momento llego a bordo del Rayo otra noticia. Uno de los proyectiles no hizo explosión. Estaba profundamente enterrado en el polvo de Eros, donde abrió un cráter de cuarenta metros de diámetro.

—Me gustaría echarle un vistazo a ese proyectil —dijo míster Stefansson.

Capítulo 7.
La bestia ataca

A
presuróse Miguel Ángel en expedir un radio a la Tierra, dando cuenta del ataque llevado a cabo por los marcianos contra el convoy de aviones en ruta hacia el mundo y contra el asteroide Eros con proyectiles dirigidos.

Contra lo que esperaba, en la Tierra no se había registrado ningún ataque thorbod. Ni siquiera se había visto un solo platillo volante en las proximidades de la atmósfera terrestre. Sin embargo, la noticia de que los marcianos habían atacado a las naves y a la guarnición de Eros desencadenó el pánico en la Tierra.

Inmediatamente fue proclamado el estado de guerra. Fueron llamados a filas los aviadores y soldados de la reserva, y todavía cubiertos por el polvo que un largo encierro había depositado sobre ellos, los aviones terrestres se elevaron en formaciones masivas dando vueltas alrededor del globo como perros pastores.

De un extremo a otro del viejo planeta las guardias territoriales permanecieron junto a sus armas, fijos los ojos en el cielo a la espera de ver caer de las nubes el ejército invasor. Los gigantescos ojos de los telescopios avizoraron el espacio noche y día. Los nervios se tensaron y los ánimos se prepararon para una guerra cuya duración y resultado nadie sería capaz de prever.

—Yo no creo que los hombres grises vayan a empezar mañana mismo una guerra total. De ser esas sus intenciones abríanse lanzado en un ataque fulminante sobre la Tierra, en vez de advertirnos atacando nuestro convoy y bombardeando Eros. Considero que su objetivo presente es limitado.

—¿Limitado? —exclamó el general Kade—. ¿Qué quiere decir?

—Que por ahora les bastará con crearnos dificultades en este planetilla e impedir que los convoyes de mineral lleguen a la Tierra.

—¡Pero eso equivale a dar por seguro que están enterados de nuestros propósitos y de lo mucho que el mineral de Eros significa para los terrestres! —protestó el general Limoges.

—Seguro.

—¡En tal caso tratarán de arrebatarnos este asteroide! —¿Para qué? —preguntó Ángel con una sonrisa—. ¿Cómo para qué? —Gritó Limoges—. ¡Para construir ellos los cruceros interestelares que nosotros pensábamos fabricar con el mineral de Eros!

—No —Ángel movió la cabeza de un lado a otro—. Los hombres grises no son tan tontos. Saben perfectamente que si ocuparan Eros les impediríamos explotarlo. Saben que aún contando con que lograran extraer el mineral, nuestros aparatos se encargarían de que no alcanzara jamás Marte. Y saben, en fin, que es mucho más costoso defender Eros que impedir la actividad sobre este asteroide. Eros les interesa mucho, sin duda. Pero saben que por ahora está fuera de su alcance y se limitarán a impedirnos su explotación.

—Según eso —refunfuñó Power— Eros se encuentra en un punto muerto… en el fiel de una balanza. Mientras esté en nuestras manos, los thorbod impedirán que lo explotemos. Si lo abandonamos y lo ocupan los thorbod, entonces seremos nosotros quienes les impidan explotarlo.

¡De valiente cosa nos ha servido el hallazgo de dedona en Eros!

Berta Anglada, que como ayudante asistía a todas las conferencias, observó que todas las miradas iban a coincidir rencorosas sobre Miguel Ángel, como si el joven almirante hubiera sido el descubridor de la dedona y el instigador de la explotación del asteroide 433.

—Si hemos de servirnos de la balanza como expresión gráfica en este asunto —dijo lentamente Miguel Ángel—, me permitiré recordarle al general Power que el asteroide 433 no está precisamente en el fiel, sino ligeramente inclinado a nuestro favor. Mi autoplaneta continúa pesando treinta millones de toneladas.

—¡Su autoplaneta! —Bufó despectivamente Power—. ¿No estará dando demasiada importancia a su autoplaneta? Los hombres grises conocen ya, sin duda, la existencia de la dedona. ¿Qué me diría si nuestros enemigos estuvieran construyendo aeronaves tan poderosas como este autoplaneta?

—Si ocurriera tal les invitaría a ustedes a rezar por la salvación de sus almas —sonrió Miguel Ángel con ironía—. La Tierra, Venus, nuestra civilización y la humanidad entera estaríamos irremisiblemente perdidos. Y si esta posibilidad no les anima a ustedes a luchar con uñas y dientes por la supervivencia… Bien; entonces será mejor que mi autoplaneta y mis amigos nos alejemos de este mundo que amenaza ruina y busquemos otro remoto planeta donde poder vivir en paz.

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