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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (67 page)

—Gato montés.

—¿Así? ¿Gato montés? ¿Todo junto?

—Separado no se podía.

—Eres mazo de original, ¿eh? ¿Qué, tu chica ni respira en tu dirección? No pasa nada. ¿Ves a ésa de ahí? La gótica anoréxica con el pelo engominado y aire de perdonavidas. No, la otra. Dos gradas por encima. Sí, ésa. Es un gato. Hale, a follar.

Lucien parecía absorto en sus pensamientos.

—Ossian —dijo finalmente—. ¿Vos pensás que me equivoco? ¿Creés que Haller tiene razón?

—Hombre, Lucien, no te lo tomes a mal, pero a mí me parece que tu visión es un tanto...

—Eso es intrascendente. Y no lo considero discutible.

—¿De qué hablas entonces?

—De enseñar. De mostrar a los demás mi camino. De tener discípulos, ciervo. ¿Vos no los tenés?

Ossian frunció el ceño.

—No lo sé, Lucien. Los dos sabemos que Haller es un hijo de puta, pero dice verdades como puños... y con los puños. No puedo decirte si tiene razón o está equivocado; supongo que el valor de su forma de pensar está en que él cree que
todos
estamos en lo cierto. Yo... no tengo “discípulos”, pero tampoco mando a la gente a la mierda. Si tienen preguntas y creo conocer la respuesta, se la digo. Supongo que siempre hay un término medio.

Lázaro arrugó la frente. Apoyó el mentón en los nudillos.

—Haller puede que sea un hijo de puta, Ossian, como vos decís —caviló Lucien—; pero es un hijo de puta con nobleza. Yo le confiaría hasta mi vida —añadió llanamente—. Lo conozco desde hace mucho tiempo...

—Sí, sí —decía Álex con cachondeo, cogiendo a Paula por la cintura y tomando asiento—. Nos conocemos de hace la tira; uno o dos milenios como mínimo. Y si me paro a pensarlo, también te conozco de otra vida a ti, Ossian. Déjame que me acuerde... Yo corría detrás de ti y te hinqué los dientes en la tráquea, te saqué las vísceras y te descuarticé. Claro, estábamos en forma animal ¿O no? —puso un burlesco gesto dubitativo mientras Paula sonreía. Le dio un tiro al pitillo—. ¿Sabéis lo que os digo? En la próxima vida me voy a ir a Rusia. O a Alemania. A Alemania mejor. Primero me voy a tomar unas vacaciones en un buen lobo ruso de la tundra, que estoy hasta los huevos de los humanos. Después, al tajo otra vez. En esta ocasión me voy a merendar a un alemán. Me he cansado de la dieta mediterránea.

—En Alemania los lobos están extinguidos —informó Paula.

—Pues ya toca ir repoblando. Mira, se me ocurre una cosa: vamos a quedar en Berlín, ¿vale? En el Reichstag, como los guiris. El siglo que viene. Digo yo que seguirá en pie, o lo reconstruirán una vez más, pero algo habrá que se le parezca. Ahí nos vemos, cuervo. ¿Te apuntas, Bambi? Tú, Paula, ya me encargaré yo de que estés conmigo y de que te reencarnes en una tía que esté tan buena como lo estás ahora. Veinticuatro de marzo del año 2100. Os esperaré.

Lucien sonrió enroscadamente. Se apartó el cabello.

—Haller, vos y yo ya quedamos en otra ocasión.

—¿Ah, sí? Pues me he sacado la idea de un tebeo de Sandman, pero si tú lo dices, denunciaré al capullo del autor por plagio.

—En el Palacio Real de Madrid, el diez de octubre de 1996. Vos estabas leyendo un libro en los bancos del parque. Yo llegué a la cita puntualmente y te dije: “Salud, lobo estepario”. Me miraste de arriba abajo y respondiste: “Salud, cuervo”. Pero no te acordabas de mí...

Álex chascó la lengua, recordando el momento en que había conocido al argentino. La verdad es que había sido raro de cojones. Se había comprado un libro y, en lugar de irse a la estatua del Quijote o a la fuente, como siempre hacía, había seguido caminando sin pensar hasta la Plaza de Oriente, para tomar asiento, con las botas cruzadas sobre la piedra, entre las estatuas de Fernando I, rey de Castilla, y doña Sancha, reina de León. A los diez minutos apareció Lucien, trajeado de negro, con sus zapatos de piel sintética, su melena rizada y su sonrisa encantadora, llamándole “lobo estepario”.

Le sacó de sus pensamientos la voz arrastrada de un adolescente. El gato montés le había dedicado por lo menos medio minuto a Rebeca y se había vuelto derecho hacia el lobo, que conversaba con los otros.

—¿De qué vas? Ésa es gilipollas.

Álex sonrió.

—No te dije que no fuera gilipollas. Te dije que era un gato.

—Doméstico —replicó el chico contrayendo el labio superior.

—Todos me parecéis iguales.

En ese momento a Paula se le nublaron los ojos soleados. Se separó del lobo casi de un brinco.

—¿Qué pasa?

El coyote se acercaba a saltitos desde la parte de arriba del graderío con dos chicas, una rubia y otra pelirroja. Tenían toda la pinta de ser extranjeras, más que nada porque llevaban camisetas de tirantes en marzo.

—¡Hola, capullos! —saludó Javi—. ¿Qué pasa, lobito? ¿Estás en tu salsa entre colgados? Muy buenas, Paula —le dijo a la chica con una sonrisa absolutamente falsa—. ¿Dónde anda Fran?

La loba no respondió. Le retumbaba un gruñido en el pecho. Álex enarcó una ceja.

—¿Y éstas? —le preguntó señalando a las que le acompañaban.

—Sofía y Mélanie, italiana y francesa, estudiantes de Derecho de intercambio. Llevamos de copas desde las cinco de la tarde y se me acabaron las pelas, y como aún no llevan bastante alcohol en el cuerpo como para no darme un bofetón si les propongo un trío, me acordé de ti y de tu canal de pringados.

—¿Cómo te has enterado de que estábamos aquí?

—Joder, Álex, lleva escrito en el
topic
el día de la quedada desde hace la tira. Te hice un
whois
y para dentro. Pensé que estaríais de botellón, así que vengo a gorronear. A éstas les he contado que es una partida de rol en vivo —le entró la risa mientras lo decía—. Es lo primero que se me ocurrió: les sacáis el animalito, se lo apuntamos en un papel con un par de numerajos y les decimos que es la ficha. Vamos, lobo. Haz uso de tus poderes mágicos, di un par de abracadabras, mueve la mano como un caballero jedi y míralas poniéndote bizco para sacarles el animal interior. Pero no te las ligues, por favor, que me ha costado lo mío...

—A mí no me metas en tus historias, Javi.

—Venga, no me dejes mal... —insistió Javi sonriendo—. Chicas, enseguida os da personaje el máster. Id cogiendo alcohol.

—À quoi jouez-vous? —dijo la francesa, trabucada de la borrachera que llevaba, tras un par de intentos de formular la pregunta en mal español.

—Juego de rol. Jeau de rôle. Joder, ni siquiera sé si se dice así. Dungeons. Star Wars. Vampiro. A uno nuevo; va de que eres un animal dentro del cuerpo de una persona. ¿A que mola? —se volvió hacia la novia de su hermano y le dedicó la mueca más ponzoñosa de su repertorio— ¿A ti no te mola, Paula? A Fran no le hace ni pizca de gracia...

—Javi —dijo ella—. Cuidado.

—¿Con qué? —replicó el coyote con sonrisa de sátiro.

El lobo se puso de pie y Javi se achicó.

—Álex, esto no tiene nada que ver contigo. Yo no te echo la culpa a ti, te lo juro, sino a esta...

—Pues da la casualidad de que la tengo yo —le cortó Álex—, y de que “ésta” tiene nombre. Y espero que fueras a continuar la frase con algún apelativo cariñoso.

—Álex —interrumpió Paula—. Vámonos.

El lobo se encogió de hombros.

—Que folles bien, Javi. Nos abrimos.

—Yo también me voy —declaró Lucien distraído—. Ossian, fue un placer verte. Despídanme de los demás.

—Pero si son las ocho... —se quejó el ciervo—. Ahora que está todo el mundo...

Lázaro se alejó con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Cuando el argentino andaba por el carril bici de asfalto color teja para salir del parque, Sara le alcanzó corriendo.

—¡Lucien!

—Atenea, querida —respondió sin levantar la vista de las líneas blancas del suelo.

—¿Mañana quedamos en Sabatini o vas a suspender la reunión de la bandada este fin de semana? Como ya estamos hoy aquí... Me lo han preguntado los chicos.

Lázaro alzó la cabeza. La atravesó con los ojos pardos, dulces, cansados.

—No lo sé —respondió.

—¿Qué les digo?

—Deciles... deciles que tal vez llegó el momento de abandonar el nido.

Le dio la espalda y siguió caminando lentamente. Paró un taxi en Méndez Álvaro. Estuvo abstraído durante toda la carrera, aunque el conductor intentaba por todos los medios darle palique. Se bajó delante de la tienda. A pesar de que había un par de clientes —los veía a través del escaparate—, al hombre le sacudió la impresión profunda de que su pareja
aleteaba
dentro. Era casi la hora de cerrar. En cuanto pasó al interior, distinguió los naipes que Ángeles empleaba como canal para estirar las plumas y permitir volar a su cuervo. Nunca había entendido por qué utilizaba algo tan humano como unos cartoncitos pintados para la adivinación, pero lo hacía con tal exactitud que a veces le asustaba. El campo de Lucien era el pasado; el de ella parecía justo el contrario. Usaba el tarot como un código, un sistema de lenguaje: su pájaro escogía las cartas con las plumas sin titubeos. Ella se limitaba a leer lo que estaba puesto.

—Lázaro —le saludó ella sin ceremonia, con apremio. La mujer tenía la urgencia pintada en la cara. La baraja estaba cortada y se desperdigaban los naipes sobre el mostrador en forma de rueda—. Cambió la luna y no cambiaron las cartas. Tengo miedo por los lobos.

—¿Por Alejandro?

—Por los dos. Sobre todo por ella.

Álex y Paula subieron la escalinata medio derrumbada y torcida del auditorio, seguidos por los ojos de Javi. Recorrieron en silencio una avenida rodeada de arbolitos raquíticos con las copas de color amarillento por la luz de las farolas. Dejaron de ver la cúpula de iglú del planetario; en el horizonte destacaba una inmensa chimenea fabril enmarcada por una construcción rarísima de hormigón. Paula no dijo una palabra hasta que pisaron un grafiti y se detuvo a leerlo. Sonrió.

—“Si este sistema es la respuesta, la pregunta tiene que ser muy tonta”.

—Qué gran verdad —sentenció el lobo—. Oye, yo no sé si estamos saliendo del parque. No me conozco esto —comentó, sin saber a qué atenerse con ella. La notaba cercana, fiera y magnífica. La imaginaba pisando blandamente un lecho de piedras, de monte, de brezo y romero. Casi podía acariciarle el pelo áspero del alma cuando la tocaba. No se apartaba si la cogía, pero tampoco se atrevía a besarla o a preguntarle qué iba a pasar al día siguiente—. ¿Tienes prisa?

—No... Demos una vuelta. ¿Qué será eso? —preguntó, señalando la torre y el puente que tenían delante.

—A saber. ¿Obras? ¿Arte moderno?

Ascendieron por la pasarela. Era completamente de noche. Había farolas, pero estaban apagadas. Se asomaron a un inmenso ojo de buey que había en un muro absurdo, en la parte de arriba del viaducto. Cuando bajaron, divisaron unas vías de tren con cipreses a los lados como un pasillo fúnebre de columnas. No había un alma. Al fondo se veía la antigua estación de Delicias, ahora transformada en museo del ferrocarril.

—Esto es un tanto siniestro... —murmuró Paula.

—Sí, a un gótico le encantaría —replicó Álex con una sonrisa ácida, echando a caminar sobre las vías, que en determinado momento pasaron a tener vigas de madera podrida, muy antigua, según se aproximaban a la exposición de trenes—. Esto me recuerda a cuando nos bajamos en El Tejar.

—Sí... —la chica se sentó en un travesaño y él se puso al lado. Álex sacó el paquete de tabaco, extrajo dos y le ofreció. Paula lo hizo bailar entre los dedos—. Ahí nos hicimos la promesa. “Antes de que gane el hombre abandonamos la partida” —prendió la punta del pitillo y fumó en silencio unos minutos. Luego suspiró—. Álex, no sé qué voy a hacer.

—¿Con qué? —respondió él, repentinamente nervioso, jugueteando con la piedra del mechero.

—Con Fran.

Álex se pasó la mano por el pelo.

—Paula...

—No digas nada. Es mi decisión —le miró a los ojos—. Yo te quiero, Álex —le dijo con una simpleza triste que hizo que él apretara los labios—. Pero no sé qué voy a hacer. Ojalá... ojalá pudiera dejarlo todo.

Él le apretó la mano. No supo qué contestarle. No podía decirle más de lo que ya le había dicho. Salieron del parque. Caminaron todo el paseo de Delicias hasta Atocha, un poco perdidos. Subieron andando con lentitud por el Prado. Eran las nueve menos cuarto cuando llegaron a Cibeles, y más de las diez al torcer San Bernardo para llegar a su casa. Iban recordando el pasado y evitando conscientemente hablar del futuro. Estaban frente al portal cuando Paula subió la vista y puso la expresión de un animal atrapado en un cepo.

—Maldita sea... ¿Qué hora es?

—Las diez y pico. ¿Por qué?

—Creía que era más temprano... Fran ya llegó del trabajo. Está mirando —dijo con un hilo de voz—. Acaba de moverse la cortina.

Álex se encogió de hombros.

—¿Y qué? Que mire. No estamos haciendo nada malo.

Entonces la sujetó de las muñecas, dio un tirón, se la pegó contra él y le dijo con la voz muy ronca:

—¿Quieres que lo hagamos?

La cortina se cerró de golpe. Cuando Fran bajó y abrió el portal, estaban enrollándose con una intensidad desesperada, dañina, dolorosa, restregando todo el cuerpo como bestias.

—¡ÁLEX! —bramó el perro, con los ojos fuera de las órbitas.

El lobo se puso delante de Paula. Trazó una mueca de desprecio.

—Asúmelo, Fran. Cuando follaba contigo, todos estos años, pensaba en mí. Tú te measte en mi árbol; yo me meo en el tuyo. Quedamos en paz.

El perro apretó los puños. Lo siguiente fue muy rápido: antes de que Álex pudiera reaccionar, Fran le embistió y le lanzó hacia atrás y, de pronto, un dolor penetrante, calor en toda la espalda, en la caja torácica y en el codo. Comenzó a escucharse el pitido agudo, reiterativo y machacón, de una alarma.

Estaban sobre el capó de un coche. Se había cargado la luna con el impacto. Los rebordes del cristal estallado, como un bloque de hielo con grietas, se le clavaban en el brazo. Un poco atontado, intentó quitarse de encima al perro, que le zarandeaba desquiciado, gritando. La alarma antirrobos no dejaba de pitar.

—¡HIJO DE PUTA! ¡CABRÓN! ¡BASTARDO!

De una patada logró apartarlo. Se deslizó a un lado del coche, dejándose caer. Le dolía un huevo el pecho, como si se lo hubiesen partido en dos. Antes de que pusiera las botas en el asfalto, Fran le sacudió un puñetazo en el ojo que le tiró al suelo.

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