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Authors: Lara Moreno

Por si se va la luz (23 page)

Nadia lo ha escuchado como quien oye un cuento de viejas. Damián ha hablado tanto que tiene la garganta seca y tose por el esfuerzo. Nadia se levanta y coge una naranja de la encimera de la cocina, la parte en dos y se la ofrece al viejo para que se enjuague la boca con el zumo y se refresque. La respiración del viejo suena entrecortada, se acerca a él por detrás y pone las manos sobre sus hombros con cariño, como se acaricia a un abuelo, con respeto e indulgencia. Pero no las deja mucho rato, para que él no se sienta traicionado. Nadia sabe cuál es su papel junto a ese hombre y se cuida de no desvirtuarlo. Lo mismo ocurre con la niña. Los tres se vigilan sin entregarse del todo, sin mostrarse débiles para la compasión o el juicio. De alguna manera, en un punto delicado, la niña, la mujer joven y el viejo forman un trío sin edad que se alimenta de sí mismo. Es el milagro de algunos animales que conviven en paz.

Nadia prepara una bolsa con las manzanas que Zhenia ha recogido y con la cantimplora llena de agua. Damián rebusca en la alacena y saca unos chorizos resecos que también mete en la bolsa. Deciden que no se adentrarán hoy en el bosque porque se ha hecho tarde, pero irán al puente y comerán allí. Se alejan de la casa y del huerto, andando cada uno a su ritmo, la niña adelantándose y luego dando marcha atrás, avanzando en círculos, el viejo apoyándose en un bastón que hace poco no necesitaba, y Nadia llevando la bolsa con los víveres al hombro. Los tres atraviesan el terreno de arbustos resecos hasta llegar a la construcción de piedra que sobrevuela el lecho del río vacío. Ya en el puente, se asoman a mirar los peces inexistentes y los nenúfares pedrusco.

 

 

 

El pollo ha estado encerrado más de veinticuatro horas en la cochinera, solo, sin comida ni agua. Al principio se volvió loco, intentaba volar, se oían sus cortas alas chocar contra la madera del recinto a oscuras. Cuando llegó la noche el pollo ya guardaba silencio, Elena antes de irse a dormir se asomó por si el bicho había muerto a causa de los golpes, pero estaba acurrucado en una esquina, con el plumaje embarrado. Ahí lo dejó hasta esta mañana. Se ha levantado temprano, a la vez que el sol. Al abrir la puerta de la casa la claridad ha dañado sus ojos acuosos. Ya no hay ningún polluelo en la cocina, todos están en el corral cumpliendo sus funciones.

Ha tenido mucho trabajo en los últimos días porque el corral necesitaba más nidos y más compartimentos. Enrique la ayudó con el martillo y el serrucho. Algunos animales están separados por enfermedad. Elena prefiere que se mueran rápido, su indocilidad la aburre. Damián vino a decirle: estás haciendo un buen trabajo, y ella lo tomó como burla porque él odia la carne de pollo. El viejo había hecho un esfuerzo al subir la cuesta hasta su casa ayudado por su bastón nuevo, que ya no es un palo de andar sino un bastón de anciano. Damián le dijo estás haciendo un buen trabajo y ella quedó tiesa con la boca apretada y ya no le ofreció nada de beber y quiso que se fuera lo antes posible.

Esta mañana ha preparado dos cazuelas con agua, una pequeña para hacer infusión de romero y otra grande, para utilizarla después. En la pequeña, cuando el agua hierve, mete un manojo espeso de hierba y espera a que burbujee de nuevo. Tiene los tobillos y los pies hinchados desde hace unas semanas; no reconoce sus dedos que parecen de persona gorda. El exceso de carne solamente es útil en los animales. Hace demasiado calor. Por las noches duerme bocarriba, con los pies en alto apoyados en unos cojines, pero la hinchazón no baja. Necesitaría agua fresca pero lo que sale del grifo es un líquido cada vez más fino y más tibio. Acabará por tener que pedir algún favor a los que tienen frigorífico. También su bombona de gas está acabándose, la ha tumbado en el suelo para aprovecharla mejor; en el salón hay preparadas unas cajas llenas de verdura y los del intercambio están al venir. Ella podría apañárselas haciendo un fuego, pero quiere que lleguen pronto porque piensa ofrecerles la pechuga del pollo que matará esta mañana. Si no, la pechuga será para Enrique.

El agua hierve otra vez y la cocina se inunda de olor a romero caliente. Lo cuela, vierte la infusión en una taza grande y aparta las ramas mojadas para frotarse con ellas los tobillos y la planta de los pies. Cuando la ha bebido, sale afuera a buscar al pollo. Lo dejó todo preparado la noche anterior. El pollo no se resiste, se amolda a sus manos cuando lo coge. Solo sus uñas se enganchan en el delantal sucio de Elena al colocarlo en la mesa con un movimiento rápido: con una mano lo inmoviliza, con la otra coge el cuchillo, afilado hasta la histeria, y corta unos milímetros de yugular, de donde brotará la poca sangre que guardan las gallinas. Elena queda hechizada durante un momento por el color rojo claro que sale del animal, breve pollo escuálido de plumas embarradas. No hay mejor color en el mundo que el del interior de un animal. Cuando lo ha desangrado por completo entra en la casa para calentar el agua de la cazuela grande. Siente el peso de sus huesos en los tobillos globo. Todo le molesta, la ropa, la tela del delantal, la mucosidad seca en la garganta. Luego descansará un rato, hasta que pasen las horas de calor.

Espera a que el agua hierva apoyada en el quicio de la puerta, observando. Por la altura del sol sabe que ya es la hora del demonio, tiene que aparecer de un momento a otro, quizá ya esté escondida en alguna parte, entre los árboles. Irá arrastrándose poco a poco hacia allí. El demonio amarillo sabe cuándo Elena tiene trabajo, no hay secretos fuera de los muros. Durante días y días Elena ha contado sus pollos, temiendo que falte alguno, sus sueños son cada vez más espesos y el demonio podría robarle durante la noche lo que quisiera sin que ella se diese cuenta. Pero nunca ha faltado nada. Las enfermedades de las gallinas son naturales, debidas a su mala constitución y a la falta de limpieza y de agua nueva que caiga del cielo. O sea que el demonio amarillo no es un ladrón ni un envenenador. Junto a los mayores, la niña puede parecer una niña, incluso una niña dócil, pero sola es otra cosa. Elena sabe que tiene la edad justa en la que pronto, si se alimenta bien, dejará de ser una niña. Si tiene fuertes los huesos, ya podría vivir sola, irse lejos o habitar una casa. Es lista, nada más hay que mirarle los ojos. Pero todos la tratan como a una niña, quizá por su estatura, por la flaqueza de sus miembros, la cara redonda y el pecho tan plano como una piedra. Por los sonidos que emite a veces, gemidos de felicidad. La transformación puede llegar en cualquier momento y Elena ha de estar preparada. No es un animal cualquiera, es alguien que vigila, y eso es lo peor que puede hacer un animal. Los zorros, los lobos son así, vigilantes y enemigos. La primera vez que la sintió rondar su casa perdió el control. No quiere engañarse y pensar que viene por simple curiosidad. Después de aquel primer día, la alarma prendió mecha en Elena y salió a buscar hierbas y frutos especiales. Le costó trabajo encontrar los adecuados, a pesar de que son duros se resienten por la sequía. Cuando lo tuvo todo lo metió en un bote, escondido al fondo de la alacena; si alguna vez necesita algo letal ya está prevenida.

Elena masca una rama de romero en el quicio de su puerta y mira hacia los arbustos del camino y hacia los troncos de algunos árboles. Bastan sus ojos: la niña jamás se acerca al huerto ni a los corrales, pero está por ahí fuera, en algún sitio. El agua ya hierve. La vieja va a buscar al pollo muerto, lo agarra de las patas y la cabeza cae apuntando hacia el suelo, goteando los últimos sorbos de sangre. En esa posición lo lleva a la cocina y lo sumerge en la olla de agua hirviendo sin soltarlo. Está recién muerto y no debería de ser difícil desplumarlo, pero estos pollos tienen el pellejo duro y prefiere hervirlos para que no den problemas. Cuando ha hervido durante uno o dos minutos, apaga el fuego y lleva el pollo chorreante a la parte de atrás, donde con movimientos mecánicos, casi nostálgicos, va arrancando los manojos de plumas. De vez en cuando coge un puñado de sal gorda y se frota las manos con los granos. A ella se le está poniendo esqueleto de pollo. Sus dedos son muy parecidos a las garras de los animales que ahora cría. Tiene plumas pegadas en el escote, en los pliegues del cuello, alguna pelusa agarrada a los párpados le hace cosquillas. Aguanta estoica. Con el cuchillo descuartiza al animal después de pelarlo entero. La carne es de un tono a medias entre el naranja y el rosáceo, sabe que será sabrosa, aunque ella solo comerá las vísceras, lo demás lo repartirá. Cuánto trabajo para tan poco músculo, y eso que este pollo era el más gordo. Su padre pelaba pollos como si abriera nueces, pero a ella siempre le aburrió. El mejor placer es el tacto de los riñones y el hígado, ese latido resbaladizo y pequeño: cuando los encuentra sonríe, los arranca con los dedos garra, y delicadamente se los mete en la boca, donde los limpia suavemente con su propia lengua y los escupe luego en la palma de las manos, antes de dejarlos en un bote aparte del resto de la carne. Se los comería crudos, pero cocinados, cortados en minúsculos tacos y preparados con arroz hervido, le durarán una semana. Si los tragara de golpe solo sería un segundo.

Ha terminado. El pollo está en la cocina, separado por partes. Más tarde, cuando descanse las piernas que le crujen como un costurero viejo, echará de comer al resto y limpiará los corrales. Ya debería haber recogido los huevos del día, pero está fatigosa. Una sola cosa antes de entrar a la casa y tumbarse: la cabeza del pollo, aún unida a un extremo de cuello cortado, descansa sobre la mesa de matanza, la coge como si fuera una honda y se dirige con ella colgando hacia los arbustos de enfrente de su puerta. Con el último movimiento rápido, la lanza con furia hacia lo frondoso, con esperanza de apuntar a su diana. Es efectiva como un dardo: los arbustos se mueven, el diablo asustado huye hacia el pueblo. Es hora de desayunar.

 

 

 

Voy con un par de pilas en el bolsillo. El tacto, su peso de péndulo me hacen recordar la obsesión por la basura. Yo fui un militante recio en la lucha contra los desperdicios, y me parece mentira que ahora este asunto no me preocupe. Fui implacable desde mucho antes de que las autoridades nos facilitaran el reciclaje. Ni siquiera al principio confié en ellos, y cuando por fin colocaron contenedores especiales por todos los barrios, con carteles explicativos y publicidad a través de los medios, no sentí alegría ni mucho menos sensación de triunfo. Es difícil sentir triunfo en aquel lugar lleno de contrastes. Lo que despunta por un lado implica siempre un agujero mortal por otro, la trampa está servida.

Yo llevaba años intentando reciclarlo todo. Por supuesto hacerlo completamente era algo imposible, faltaban medios, pero nosotros, los del centro de investigación y yo, intentábamos no producir demasiados desechos, es la mejor forma de no tener que preocuparse por ellos. El plástico era mi enemigo y me resistía a comprar cosas envasadas en la medida de lo posible. Esto suponía un problema para mi convivencia con Nadia, cuando vivía con mis compañeros de la universidad nuestra casa era un reducto antienvoltorios, pero a Nadia le resultaba difícil vivir así. Yo llevaba años yendo a la compra con una mochila para meter las cosas, y solía comprar casi todo fresco; ella venía cargada de bolsas y dentro de estas bolsas otras bolsas con carne envasada, fruta envasada, yogures, latas. Recipientes basura. No solo eso, prácticamente todo lo que una persona utiliza en una ciudad viene envasado. Nadia llegaba a casa y me reprochaba que tuviera las luces apagadas, a excepción de un flexo bajo el que yo estudiaba. Criticaba mis hábitos e iba encendiendo lámparas colocadas para crear ambiente. Nuestra casa era un lugar hermoso cuando ella estaba dentro, pero yo era implacable. Mientras ella guardaba la comida envasada en nuestra despensa llena de envases, y sacaba de sus envases los objetos nuevos, las gafas de sol, el conjunto de ropa interior, los libros de arte envueltos en plástico fino, modernos dispositivos electrónicos con sus cajas a lo matrioska, las cremas antiedad contenidas en preciosos botes que a su vez venían en pequeñas cajas de diseño y estas a su vez en bolsas doradas de papel brillante plastificado, yo le machacaba el cerebro con mi discurso. Nadia tenía razón, los contenedores de reciclaje adornaban una ciudad donde no había plantas de reciclaje. Hacían con la basura de los civiles obedientes lo mismo que hacían con la de los desobedientes. ¿Entonces qué hay que hacer?, me gritaba ella, sentada en el sofá rodeada de exquisito papel cristal y polímeros tornasolados. Lo que hay que hacer es no generar. Y ella resoplaba, ¿y los condones, y el bote de lubricante, y las bolsas de té que tanto te gustan, y la energía que gastas hasta llegar a tu adorada universidad en el extrarradio, y los bolígrafos, el papel donde escribes, tus propios excrementos, las películas, la música que compras? Era un largo etcétera de imposibilidad. Voy a lo mínimo, le decía. Pero ella se debatía bajo mi discurso, cansada, exasperada de mí. No eres un ciudadano ejemplar, Martín. Claro que no lo era. Eso no existe. Ser un ciudadano ejemplar es un eufemismo. Por eso quería alejarme de allí, no ser un ciudadano.

Es cierto que solo conseguí convencerla cuando ya el dinero ni siquiera era suficiente para comprar plástico, cuando no hacía falta que controlara las luces de mi casa porque la electricidad no era un bien estable. La alarma, lo enrarecido, las comunicaciones intermitentes. Aquello era algo más que una amenaza, una sociedad sin oxígeno en sus branquias. Pero ahora está tan lejos que he olvidado la psicosis del reciclaje. Voy con un par de pilas en el bolsillo hacia el bar de Enrique, son pilas gordas de linterna, de las que ya no se utilizan en casi ninguna parte. Ahora mimo mi huerto como antes mimaba mis investigaciones, solo que con más eficacia. Lo de antes era inútil, pero la tierra me responde con su milagro y tengo unas berenjenas como melones que voy a ofrecerles a los gitanos para que me traigan pilas como estas.

Quiero que la linterna vuelva a funcionar para que Zhenia pueda usarla en su vuelta a casa. Me estoy acostumbrando a acompañarla, y por supuesto no voy a dejar de hacerlo, pero al menos procuraré espaciar los días. Hay veces en que vuelvo a casa, apretando el paso por el camino y con los músculos muy tensos porque casi es madrugada, y algo parecido al remordimiento hace que me tiemblen las manos cuando abro la puerta de entrada. La otra noche, hace ya no recuerdo cuánto, Nadia no estaba en casa cuando llegué, y no puedo reprochárselo, ni tampoco puedo hacerle preguntas. Tampoco ella las hace. Todo esto me lleva a pensar que lo único que yo ansiaba no era salvación sino comodidad.

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