Proyecto Amanda: invisible (8 page)

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Authors: Melissa Kantor

Nia seguía hablando con su madre.

—Estaba con el grupo de Jóvenes Comprometidos —dijo, y añadió rápidamente—: Ha sido una reunión de última hora.

Quedaban unos restos morados en la ventanilla del conductor, sin embargo, al acercarme me di cuenta de que estaban en el lado del copiloto, así que rodee el coche. Ya que habíamos perdido tanto tiempo limpiándolo quería que quedara perfecto.

—Hola, mama, soy yo —esta vez era la de Hal.

Yo era la única que no estaba hablando con su madre, aunque no era ninguna sorpresa, me acerque a la ventanilla del copiloto, pero no encontré ningún rastro de morado. Aun así, estaba segura de lo que había visto hacia un momento. Estaba oscureciendo y era más difícil ver el interior del coche.

Hal seguía hablando.

—No, he decidido quedarme un rato por aquí, dando una vuelta.

Ninguno les dijo a sus padres lo que había pasado. ¿Lo haría yo? No podía imaginarme que mi padre estuviera en condiciones de preocuparse por ello para cuando volviera a casa. No hace falta estar en una clase de matemáticas avanzadas para saber que una botella de vino por hora, durante un periodo de tres o cuatro, era equivalente a alguien incapaz de controlar el paradero de su hija.

—El edificio no está cerrado, así que siquiera puedo ir a buscarlo —dijo Hal, y me acorde de su hermana pequeña, Cornelia, que ahora debía de estar en sexto o séptimo.

Aunque las clases de primaria y secundaria están en el mismo edificio, las aulas se encuentran en alas diferentes, así que casi nunca vemos a los chavales más pequeños. La última vez que vi a Cornelia debía de tener unos nueve años. Me pregunte qué aspecto tendría ahora.

Volví a apoyar la nariz contra el cristal, sin tener intención de mirar nada en particular.

Fue en ese momento cuando lo vi.

En medio de la pila de periódicos había un trozo de papel morado. ¿O era un sobre? Con la poca luz que había, no se distinguía bien. Pero lo que si pude ver era que en la esquina de aquel papel misterioso morado, estaba dibujado el contorno de un animal.

Y aquel animal era, sin duda alguna, un coyote.

Capítulo 10

Con el corazón a mil por hora, tiré del picaporte; pero la puerta tampoco se abrió. De repente, oí la voz de Hal por encima de mi hombro.

—¿Qué? —preguntó— ¿Qué pasa?

—Nada —dije rápidamente. Me di la vuelta para dar la espalda al coche y me apoyé en él. Le lancé una sonrisa a Hal con la esperanza de que pareciera natural—. No es nada. Es que… Quería ver qué música escucha Thornhill, pero no tiene más que música clásica.

Esperé que Hal no fuera un apasionado de la música clásica; al menos, no lo suficiente como para morirse de ganas por conocer los nombres de los compositores favoritos del subdirector. Se acercó un poco más al coche y por un momento temí que fuera a asomarse para mirar los cedés, pero por suerte se quedó a mi lado con la espalda apoyada en la ventanilla.

Mi corazón seguía latiendo a toda velocidad. ¿Podría ser que lo que había visto fuera una nota de Amanda? Pero ¿por qué se la habría escrito a Thornhill? Ella lo odiaba. ¿Cuántas veces le había echado la bronca por un artículo que había escrito, o por una entrevista que había intentado concertar con alguien a quien el subdirector no quería que molestara? ¿Y cuántas le había negado el acceso a un documento que quería consultar? La discusión que había escuchado aquel día en el despacho era una de las muchas que habían tenido.

—¿Qué crees que significa esto? —preguntó Hal.

Al principio me pregunté cómo era posible que supiera lo que estaba pensando, pero entonces me di cuenta de que en realidad estaba hablando del coche en general.

—No lo sé —dije.

Y era cierto. No sabía por qué Amanda había hecho eso, ni por qué decidí no contarles que creía haber visto un sobre con el tótem de Amanda en el interior del coche. En un plazo muy corto de tiempo, me había visto obligada a compartir demasiadas cosas con ellos; pero la nota de Amanda, si es que lo era realmente, era solo cosa mía.

Bueno, mía y del subdirector Thornhill.

—Creo que quiere algo de nosotros —dijo Hal—. Es como si quisiera… decirnos algo. Todos esos signos de la paz, los tótems…

Nia seguía hablando con su madre por el móvil. Parecía cansada de tanta charla, y no pude evitar sentirme celosa. Recordé esa sensación de frustración que sentía cuando quería colgar el teléfono y mi madre no paraba de hablar.

¿Volvería a tener esa sensación alguna vez?

Como no dije nada, Hal continuó:

—Ya sabes que Amanda tiene muchas facetas. Podría haber pintado el coche al estilo gótico, o punk, o ante bellum. Pero en lugar de eso, escogió este estilo hippy sesentero.

No estaba segura de lo que significaba ante bellum, pero entendí lo que quería decir Hal. Amanda no era hippy. O, al menos, no era más hippy de lo que podía ser cualquier otra cosa.

—Ese coche —sentenció Hal— es un mensaje de alegría. Estoy seguro de ello.

Me di la vuelta para mirarle. Bajo su mandíbula tallada y su pelo alborotado, pude entrever las suaves mejillas y el peinado a tazón que pertenecieron al pringado que había sido cuando salíamos juntos, en la época en que habíamos sido amigos. Puede que esto explicase por qué de repente solté:

—Tengo la sensación de que todo el mundo está desapareciendo.

En cuanto aquellas palabras salieron de mi boca, temí que me diera por echar a llorar. Y menuda estupidez había sido decirle eso a Hal, que ni siquiera sabía lo que pasaba con mi madre. Ahora se pensaría que yo era una histérica.

Me froté el ojo, esperando que pareciera que me estaba quitando una pestaña.

—Ella no ha desaparecido —dijo Hal mirando por encima de mi hombro—. Esta aquí.

Al hacer eso, me di vuelta como movida por un resorte, esperando ver a Amanda caminando hacia nosotros. Pero solo pude ver a Nia, que acababa de colgar su teléfono.

—Menudo rollazo —se guardo el móvil en su abarrotada mochila del ejército y se dirigió hacia nosotros—. ¿Y ahora? —añadió mirando a Hal como si yo no existiera.

—¿Cuál es nuestro próximo paso? —dijo él.

—Sigues pensando que este coche es algo más que una gamberrada ¿no? —dijo Nia.

Hal asintió.

—Sigo pensando que este coche es algo más que una gamberrada —repitió.

Nia inclinó la cabeza hacia un lado y por primera vez, me fijé en sus gafas. Las gruesas monturas negras eran tan retro que resultaban casi… molonas. Y su chaqueta de lana, a la que tampoco había prestado atención, era de color azul pálido, corta, con un cierto toque vintage. ¿Desde cuándo tenía ese nuevo look? ¿Se la habría llevado Amanda de compras para conseguir esa ropa y esas gafas?

Pensar en Amanda y Nia comprando juntas me hizo sentir celosa y humillada, casi como si acabara de descubrir que Lee tuviera otra novia. Eso explicaría por qué las siguientes palabras que salieron de mi boca fueran tan propias de una cría enfurruñada.

—¿Así que piensas que hay una especie de código secreto? ¿Qué cada animal corresponde a una letra o algo así? ¿Qué esto es un juego para encontrar el mensaje oculto en el dibujo?

—No estoy diciendo que sea algo tan complicado —respondió Hal, que no hizo caso de mi tono—. Puede que si hay un mensaje, no sea más que… No sé… «Sois muy especiales para mi», o algo por el estilo.

Si éramos tan especiales, ¿por qué había sido amiga de Nia y de Hal a mis espaldas? Me reí, pero no por que pensara que lo que había dicho Hal fuera especialmente gracioso.

—¿Y por qué el mensaje no puede ser: «Ninguno de vosotros es especial para mi»? Porque el resultado que ha tenido su «mensaje» —y remarqué la palabra haciendo el gesto de las comillas con las manos— es que los tres nos hemos ganado un mes de castigo.

—Déjate de rollos, Callie —interrumpió Nia—. Amanda no estará fuera un mes. Lo más seguro es que ni siquiera tengamos que cumplir un día de castigo.

Odiaba profundamente la soberbia con que hablaba Nia, como si ella fuera la que conociera de verdad a Amanda, y yo solamente una especie de… extraña.

—¿Ahora te dedicas a predecir el futuro?

Hal negó con la cabeza.

—Chicas, ¿por qué no lo dejáis de una vez? Esta gamberrada está pensada en unirnos, ¿no?

Me alegró que Nia resoplara, ya que eso era exactamente lo que quería hacer.

—No lo entiendo —dijo—. Amanda es tan inteligente…

Se detuvo, pero el resto de su frase estaba tan claro como si estuviera escrita en el coche del subdirector: «Siendo tan lista, ¿cómo había podido pensar que querríamos hacer algo juntos?».

—Así es —dijo Hal, que ahora también parecía un poco molesto—. Ella es muy inteligente. Así que estaría bien que dejarais de pelearos durante un rato para que pudiéramos descubrir qué es lo que está intentando decirnos.

Y dicho esto, se marchó enfadado. Estaba tan oscuro que, antes de que llegara a la entrada del aparcamiento, ya era poco más que una sombra.

—Vaya se ha cabreado de verdad.

No sé que esperaba que dijera Nia, pero con un sí habría bastado. En lugar de eso, se limitó a mirarme.

—¿Qué? —dije.

A esas alturas, hasta la parte de mí que huía de toda confrontación estaba hasta las narices. Por mi parte, si quería tener movida conmigo, podía contar con ella.

Nia soltó una suave risa, más bien una breve exhalación, y después negó con la cabeza.

—Nada —dijo, y también ella echó a andar hacia la salida.

Vi como se alejaba y después me di vuelta hacia el coche. Apreté tanto mi nariz contra la ventanilla con tanta fuerza que me hice daño. Los profesores llevaban rato pasando cerca de nosotros para ir a buscar sus coches, y me di cuenta de que el subdirector no tardaría en salir. ¿Debería preguntarle por la carta? ¿Me metería en problemas por espiar lo que había en el asiento delantero de su coche?

Mientras intentaba decidir qué hacer, vi que los tres cubos llenos de harapos sucios y papeles usados seguían en el suelo, al lado del coche, y que tendría que volver a meterlos en el instituto.

—¡Muchas gracias por dejarme a cargo de la basura! —grité.

Pero nadie me oyó; así que cogí los cubos y cargué con ellos en dirección al Endeavor.

Capítulo 11

Últimamente, cada vez que cruzaba el camino de entrada a nuestra casa me planteaba un pequeño juego llamado «señala el punto en el que un extraño se daría cuenta de que algo no anda bien en este lugar». Durante un tiempo, después de que mi padre perdiera su empleo, podías llegar hasta la nevera sin notar nada raro. Una vez abierta la puerta, y tras comprobar que no había nada de comida —a excepción de un puñado de salsas —, lo normal era preguntarse que comíamos exactamente los habitantes del numero 90 de Crap Apple Road.

Sin embargo, últimamente bastaba con recorrer el camino de entrada para darse cuenta de que algo pasaba. En diciembre, mi padre dejó de pagar al tipo que nos cortaba el césped. Ahora, en algunas partes del jardín, me llegaba casi hasta las rodillas. La luz de la puerta principal se había fundido hacía meses, pero nadie se había molestado en cambiarla, y había un enorme estropicio de hojas, ramitas y suciedad que habían quedado amontonadas en el porche durante una de las tormentas del invierno pasado.

Pero era en el interior donde comenzaba la verdadera diversión. Después de lo que lo despidieran, mi padre decidió que se iba a ganar la vida haciendo muebles. En realidad, no es una locura tan grande como pueda parecer, ya que mi padre sabe hacer unos muebles estupendos. Por ejemplo, el verano pasado construyó una fantástica mesa para el comedor como regalo de aniversario para mi madre. Está hecha enteramente de madera (incluso las clavijas que sostienen las patas son de madera, no usó ningún clavo de metal), que recogió de un viejo granero que alguien estaba desmantelando para dejar espacio a uno de los nuevos complejos residenciales que se estaban levantando en Orion. El día que mi madre recibió el regalo, su jefe vino a cenar, y su esposa Sheila estaba encantada con la mesa. No paraba de preguntarles cuánto pedían por ella, pero mi madre le dijo que no estaba en venta. Después le ofreció mil dólares, pero mi madre siguió en sus trece. Y os prometo que incluso llegó a ofrecerle cinco mil antes de que su marido le dijera que parase. Yo había deseado que lo hubiera hecho desde el primer momento en que abrió la boca.

Mi madre se pilló un buen cabreo, y en cuanto se fueron empezó a soltar una de sus típicas charlas sobre las personas que piensan que pueden comprar todo lo que se les antoje, convencidas de que todo tiene precio; y que con qué derecho hacían eso, que como se atrevían y bla, bla bla, bla. Finalmente, mi padre consiguió tranquilizarla diciendo:

—Muy bien, cariño ¿cuánto pides por lavar los platos? Te daré mil doláres. No, mejor tres mil si de paso sacas la basura.

A mi madre se le pasó bastante el enfado, se río y empezaron a besarse. Era lo que me faltaba, pues ya había fastidiado bastante tener que perderme una noche con mis amigas para cenar con el aburrido jefe de mi mamá y su esposa, la mujer más irritante del universo.

Cuando pienso en noches como aquella, estoy segura de que lo que empujó a mi padre al abismo que todo el mundo pensara que su matrimonio no había sido feliz. En Navidad incluso sus amigos decían: «Escucha, Dan, ella hizo la maleta y se llevó el ordenador y todos sus papeles. Ésta claro que se marchó por su propia voluntad. Puede que las cosas no fueran tan bien entre vosotros como pensabas». Eso lo mató. Y para probar que la gente se equivocaba, cogió el pase de alta seguridad que tenía de la época en que se había encargado de la vigilancia del equipo NAVSTAR-GPS de mi madre (esto fue en colorado, en donde se conocieron) y empezó a usarlo para investigar su desaparición, entrando en base de datos que no estaba autorizado a utilizar. Fue entonces cuando lo despidieron.

Pero a veces pienso que con que solo una persona hubiera creído que mi madre no quería marcharse (aunque técnicamente, se montó en el coche por su propio pie), que se fue porque se sentía perseguida o asustada, tal vez mi padre hubiera podido seguir con su vida mientras esperaba su regreso. Quizá habría podido salir de la cama para hacer otra cosa que no fuera beber vino hasta perder el conocimiento.

Cuando abrí la puerta principal, se me quitaron por completo las ganas de seguir con mi juego. Porque el interior de nuestra casa no hacía pensar que allí pasaba algo, sino que nos habíamos vuelto locos.

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