Qotal y Zaltec

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

 

Nexal, la ciudad más poderosa de Maztica, está en ruinas. Una plaga de monstruos siniestros se extiende sobre la faz de la tierra, y, desde los cimientos de la Gran Pirámide de Zaltec, se eleva un coloso de piedra: la encarnación del sangriento dios de la guerra. Para oponerse a los designios de Zaltec, los guerreros nativos y los conquistadores del Mundo Verdadero forman una alianza y luchan desesperados por contener el avance del caos. Pero la única posibilidad de vencer es conseguir la ayuda de Qotal, el dragón emplumado.

Douglas Niles

Qotal y Zaltec

Trilogía maztica III

ePUB v1.0

Garland
29.02.12

Titulo original:
Feathered Dragon

Traducción: Alberto Cosacrelli, 1993

Ilustración de cubierta: Fred Fields

Douglas Niles, 1991

Para Don y Ann,

con una calurosa bienvenida a Angela

Prólogo

De las crónicas de Coton:

El relato de Tewahca

En el tiempo inmediatamente anterior a la gran Guerra de los Dioses, cuando Qotal y sus hermanas lucharon contra Zaltec y sus hermanos por el dominio del Mundo Verdadero, los dioses ordenaron a sus fieles construir un templo mayor que cualquier otro en el mundo, en un lugar desde el cual los dioses pudieron gobernar sus tierras en el más sublime aislamiento.

Los dioses escogieron un páramo, un valle seco en el corazón del más terrible desierto, y ordenaron a la gente que fuera allí. Los humanos obedecieron a sus amos inmortales, y los dioses les brindaron alimento para comer y agua para beber, para que no perecieran. Y le dieron a la gente sus órdenes, y, una vez más, la gente obedeció.

Los humanos construyeron la mayor pirámide de todas en el centro de un lugar llamado Tewahca, la Ciudad de los Dioses. Trabajaron durante décadas, convirtiendo el páramo en una maravilla, criaron a sus hijos, y vivieron y murieron en este lugar elegido por Zaltec y Qotal.

La estructura creció en altura, tan alta como una montaña. El edificio del templo, un enorme rectángulo de piedra sobre la plataforma más alta, tenía el tamaño necesario para albergar a los dioses. Los mejores artesanos vinieron de todos los rincones de Maztica para trabajar la magia de
pluma
y
hishna
en la pirámide, para pintarla con colores brillantes y adornarla con azulejos resplandecientes.

Alrededor de la pirámide, nació una ciudad. Los humanos construyeron calles y plazas, grandes patios, y hermosos jardines. Edificaron para ellos mismos casas y palacios, y se esforzaron en ser dignos de vivir en aquella tierra bendecida. Sin embargo, todas estas construcciones sólo pretendían resaltar el auténtico centro de Tewahca, la pirámide de los dioses.

Finalmente, la pirámide de Tewahca quedó acabada. Los dioses ordenaron a los humanos que se marcharan, y las aguas se secaron. Los alimentos que crecían también se secaron y murieron, para dejar otra vez vacío el páramo de arena y piedras. La gran ciudad se convirtió en un cascarón reseco en medio de la nada.

Los humanos ya no podían vivir allí, y escaparon a tierras más fértiles.

Y, entonces, comenzó la guerra entre los dioses.

1
Vendavales en el Mundo Verdadero

Un gran abismo de éter separa los planos, donde habitan los dioses y los mortales. La niebla etérea siniestra y oscura, siempre en expansión, se posa y hierve como un inmenso banco de nubes cósmico. Ocupa el espacio entre los mundos materiales y los planos superiores de los inmortales, un lugar donde no hay más que vacío.

Allí permanece, eterna e inmutable durante miles de generaciones humanas. De vez en cuando, un viajero pasa a través del éter, ayudado por el poder de la magia o el divino; sin embargo, el viajero no deja huella de su paso, pues el éter se encarga de borrar hasta la más mínima pista.

Incluso cuando los dioses de los muchos planos se inquietan, cuando los destinos épicos chocan en convulsiones del bien y el mal, el éter continúa con su reflujo intemporal. No conserva ningún rastro, no ofrece ninguna pista.

Ahora el color centelleaba en el éter, un verde brillante seguido por el rojo, el naranja y el amarillo. Un resplandor iridiscente, como el azul en un bajío de un mar coralino, aparecía y desaparecía en la espesa niebla de la esencia efímera.

Durante un tiempo —quizás una era, o sólo minutos— todo permaneció gris y monótono. Entonces, los colores volvieron a brillar, y una forma se dibujó en la niebla del plano etéreo. A pesar de que no había ningún punto de referencia, la silueta parecía enorme, ancha como el mundo, e inexorable en su impulso.

Un par de grandes alas, de un tamaño capaz de abrazar el sol, se desplegaron a ambos lados de la forma. Cada una barría la niebla con tonos resplandecientes, dejando en el éter la estela de un arco iris. El cuerpo entre las alas se materializó; tenía el aspecto de una serpiente envuelta en una aureola brillante.

La forma desapareció entre la niebla, para ir hasta los lugares donde el éter rozaba los mundos. Sólo quedó la niebla eterna, siempre en movimiento. Entonces, sin previo aviso, la forma se libró del éter y apareció a la luz del sol. Dio una vuelta a la gran estrella, para divisar el mundo que buscaba, y después voló hacia aquel globo desgarrado y turbulento.

A medida que bajaba, su paso proyectó una sombra enorme a través de los Reinos.

—¡Aquí también hay agua! —Luskag se rascó la calva, requemada por el sol. El enano del desierto se sentía perplejo, y también un poco alarmado. En realidad, tener más agua en la arena abrasada de la Casa de Tezca no podía ser malo. ¿O sí?

—Más rarezas, como la de las bestias que según dicen dominan Nexal —murmuró Tatak, su compañero. Al igual que Luskag, Tatak vestía un taparrabos de cuero curtido, y una cinta de piel de víbora alrededor de la cabeza. En el caso del enano más joven, la cinta servía para sujetar su abundante cabellera. Ambos llevaban barbas hirsutas y largas que les llegaban a la cintura.

La pareja se encontraba junto a un estanque de agua cristalina en un valle pequeño y rocoso, donde dos días antes no había más que un agujero polvoriento. Unos riscos escarpados de piedra roja, que resplandecían como el fuego a la luz del día, dominaban el lugar.

Junto al agua y en medio de las piedras, apuntaban los primeros brotes vegetales. Si el proceso que se observaba por toda la Casa de Tezca continuaba con el mismo ritmo, en cuestión de semanas el desierto se convertiría en una tierra fértil productora de maíz.

—¿Qué se sabe de los humanos? ¿Prosiguen su marcha? —preguntó Tatak. Sabía que su cacique había ordenado a los espías que vigilaran el gran éxodo del páramo en que se había convertido la región ocupada por la fabulosa Nexal.

—Van hacia el sur, igual que antes —gruñó Luskag—. Cruzan la Casa de Tezca como las langostas, lanzándose sobre los pozos de agua para despojarlos de comida y después seguir hacia el sur.

—Es como si los dioses hubiesen dispuesto los alimentos para ellos... —murmuró el joven Tatak.

Luskag soltó un bufido, enojado y sin saber qué decir. Como jefe de la Casa del Sol, había conocido un mundo sin cambios durante más de un siglo de vida en el desierto. Él y su gente habían sobrevivido a la dureza de su entorno natural y, si bien no lo dominaban, tampoco los dominaba a ellos. Conseguían el agua que necesitaban del cacto llamado «madre de las arenas». La comida siempre había escaseado, pero los enanos del desierto se conformaban con poco.

Ahora, enfrentado a una multitud de cambios, Luskag no podía disipar la sensación de inquietud que lo embargaba y que lo molestaba como una sombra en este día soleado.

En aquel preciso instante, como un eco de sus pensamientos, una gran mancha oscura se deslizó sobre la tierra. El enano se agachó instintivamente, como si quisiera esquivar el ataque de un gavilán enorme, pero cuando miró hacia el cielo no vio otra cosa que la gran cúpula azul.

—¿La has visto? —preguntó Luskag.

—¿Qué?

El jefe de los enanos no se molestó en repetir la pregunta y estudió el cielo en busca de alguna pista sobre el origen de la sombra.

—Debemos estar alertas —murmuró con voz grave—. Y preparados.

—Nuestros artesanos trabajan duro en la
plumapiedra
—comentó Tatak, algo que su jefe ya sabía—. Han preparado muchísimas flechas de punta afilada.

—Me alegro. Otro grupo, de diez enanos, ha salido esta mañana, con destino a la Ciudad de los Dioses. Dentro de diez días estarán de vuelta con una carga de la obsidiana bendecida por los dioses.

—¿Cómo es posible que los dioses puedan haber dejado al desierto un lugar como aquél? —inquirió Tatak—. Una pirámide tan enorme sólo puede haber sido construida con los esfuerzos de muchos miles de fíeles, ¿o me equivoco?

—No nos corresponde a nosotros poner en duda los actos divinos —gruñó Luskag—. Quizá colocaron la Ciudad de los Dioses en el desierto para que sólo nosotros pudiésemos encontrarla, para que sólo nosotros fuéramos capaces de dominar el arte de la
plumapiedra
. —El cacique rió con ironía—. Tal vez ahora los dioses nos muestren para qué necesitamos las armas.

Ambos sabían que había sido sobre todo cuestión de suerte que Luskag descubriera la brillante y extremadamente dura obsidiana. Al parecer, la piedra no existía más que en los riscos de los alrededores de la Ciudad de los Dioses, las ruinas barridas por la arena que se encontraban en el corazón del desierto. A partir de la superficie vidriada de la roca, los talladores habían conseguido hacer armas mucho más resistentes que cualquiera de las conocidas en Maztica. Las hojas hacían recordar los filos de las armas de acero que se remontaban a los orígenes de los enanos, antes del tiempo de la Roca de Fuego.

—Dicen que las nuevas puntas son capaces de destrozar rocas —comentó Tatak.

—Así es, y también han comenzado con la producción de hachas —acotó Luskag, que llevaba una de las primeras que habían fabricado. La obsidiana había demostrado sus cualidades al conservar el filo, y además, gracias a la
plumamagia
utilizada por los artesanos, el hacha resultaba prácticamente indestructible—. Quizás el próximo paso sean las lanzas, aunque somos pocos para empuñarlas.

Luskag presintió, más que escuchar, una presencia a sus espaldas. El suelo tembló con el peso de unas pisadas, y el enano se volvió con la velocidad del rayo, con el hacha en la mano. Vio cómo palidecía el rostro de Tatak, quien se apresuró a situarse a su lado.

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