Rebeca (9 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Y pensé que le diría adiós en el vestíbulo, antes de marcharme. Un adiós furtivo, rápido, por culpa de ella. Callaremos un momento, sonreiremos, y luego diremos algo como: «Sí, claro, no deje de escribir», y «Nunca te he dado las gracias por todo», y «Mándame esas fotografías». «¿Y la dirección?». «¡Ah!, pues ya te la escribiré». Él encenderá un cigarrillo con naturalidad, pidiendo fuego a un camarero que pase, y yo estaré pensando: «Me quedan cuatro minutos y medio y, luego, no volveré a verle nunca más».

Por el hecho de marcharme, porque todo habría terminado, no encontraríamos nada que decirnos, seríamos dos extraños que se encuentran por última vez. Y mientras tanto mi alma estará gritando, acongojada, dolorida: «¡Te quiero tanto! ¡Soy muy desgraciada! ¡Nunca me ha pasado esto y jamás me volverá a pasar!». Pero, claro, mi cara sonreirá, cuajada, rígida, convencional y mi voz dirá: «Mira ese viejo tan raro, ¿quién será?. Debe de haber llegado hoy», y desperdiciaremos nuestros últimos momentos riéndonos de un desconocido, porque para entonces también nosotros seremos dos extraños. «Esas instantáneas deben de haber salido bien», repetiré desesperada, y él: «Sí, la de la plaza habrá quedado bien, pues la luz era muy buena». ¡Como si no hubiésemos hablado ya de todo eso! ¡Como si no estuviéramos ya de acuerdo! Y, además, poco me importaban que salieran movidas o veladas porque, llegado el último momento, la despedida final habrá de consumarse.

«Bueno —con esa sonrisa horrible estirándome la cara—, una vez más, muchas gracias por todo; ha sido estupendo». Palabras que nunca usé antes. «Estupendo». ¿Qué quería decir «estupendo»? Dios sabrá, a mí me da igual. Es una de esas palabras que usan en los colegios cuando hablan de
hockey
y cosas así, una palabra completamente inadecuada a estas últimas semanas de angustia y infelicidad. En aquel momento se abrirían las puertas del ascensor y aparecería la señora Van Hopper; yo cruzaría el vestíbulo para recibirla; él se alejaría hacia su rincón y cogería un periódico…

Todo lo vi allí, sentada ridículamente sobre la esterilla del cuarto de baño. Lo viví todo, el viaje y la llegada a Nueva York. Luego, la voz chillona de Helen, edición de bolsillo de su madre, y Nancy, su odiosa hija. Y vi a los estudiantes que quería la señora Van Hopper que conociera, y los empleados subalternos de los bancos que ella creía propios para mí. «Oye, ¿salimos el miércoles? ¿Está hecho? ¿Te gusta la música de jazz?». Lechuguinos de nariz chata y cara reluciente. Y yo tendría que mostrarme amable. Pero en aquel momento sólo quería estar a solas con mis pensamientos, y por eso estaba allí, encerrada en el cuarto de baño…

Ella vino y trató de abrir la puerta.

—¿Qué estás haciendo?

—Voy enseguida, ya salgo; perdóneme.

Hice como que abría un grifo, y fui deprisa de un lado para otro, doblando una toalla.

Cuando abrí la puerta me miró con curiosidad.

—¡Cómo has tardado! Esta mañana no tenemos tiempo para soñar, ya lo sabes. Tenemos demasiadas cosas que hacer.

Naturalmente, él volvería a Manderley dentro de unas semanas, estaba segura. Cuando llegase, se encontraría con un montón de cartas esperándole en el vestíbulo y entre ellas la mía, garabateada en el barco. Una carta forzada, tratando de ser divertida, describiendo a los compañeros de travesía. La dejaría guardada en la carpeta y la contestaría pasadas unas semanas, un domingo por la mañana, deprisa y corriendo, antes de comer, habiéndola encontrado casualmente al ir a pagar una cuenta. Y nada más. Nada más, hasta la humillación final de la felicitación de Navidades. Una tarjeta, acaso con una vista del propio Manderley sobre un fondo nevado. La dedicatoria impresa diría: «Felices Pascuas y un próspero Año Nuevo, de Maximilian de Winter». Impreso en oro. Pero como muestra de afecto tacharía el nombre impreso y escribiría a mano: «Maxim». Esto para consolarme. Y si quedara sitio, añadirá: «¿Qué tal ese Nueva York?». Pasaría entonces la lengua por el borde del sobre, pondría un sello y lo echaría en un montón, junto a otras cien tarjetas idénticas.

—¡Qué lástima que se vaya usted mañana! —me dijo el empleado del hotel—; el ballet empieza la semana que viene. ¿Lo sabe la señora?

Traté de olvidar Manderley para volver a las realidades de las camas para el viaje.

La señora Van Hopper bajó al comedor por primera vez desde su ataque gripal, y cuando entré detrás de ella sentí una extraña punzada en la boca del estómago. Yo sabía que él se había marchado a Cannes, pues él mismo me lo había dicho el día antes, pero no pude dejar de pensar que el camarero cometería la indiscreción de decir: «¿La señorita cenará esta noche con el señor, como de costumbre?». Cada vez que se acercaba a la mesa me daba un vuelco el corazón, pero no dijo nada.

Pasamos el día haciendo las maletas, y por la tarde vinieron sus amigos a despedirse. Cenamos en nuestra salita y ella se acostó inmediatamente. Aún no le había visto. Bajé al vestíbulo a eso de las nueve y media con el pretexto de pedir unas etiquetas para el equipaje, pero no le vi. El antipático empleado del hotel sonrió cuando me vio.

—Si la señorita está buscando al señor de Winter, siento decirle que ha telefoneado desde Cannes diciendo que no llegará antes de medianoche.

—Venía por unas etiquetas —dije, pero en sus ojos vi que no me creyó.

Ni siquiera pasaríamos juntos aquella última velada. Aquellas horas en las que tantas ilusiones había puesto, tendría que pasarlas sola, en mi cuarto, contemplando mi maleta y mi sólido saco de viaje. Acaso fuese mejor, después de todo, pues yo no hubiera sido una compañera muy divertida aquella noche, y tal vez hubiera él leído en mi cara lo que pensaba.

Aquella noche lloré amargas lágrimas de niña que hoy ya no podría verter. Esa manera de llorar con la cara hundida en la almohada no es posible si no se tienen veintiún años. La cabeza latiendo, los ojos hinchados, la garganta seca. Luego, por la mañana, a disimular con todo cuidado lo ocurrido, que nadie vea las señales de nuestro sufrimiento. Y viene el lavarse los ojos con una esponja, los toques de agua de Colonia y unos polvos, que por sí solos nos traicionan por desacostumbrados. Y terminado esto sobreviene el pánico de volver a llorar, de que las lágrimas broten imposibles de contener, que la boca temblorosa nos pierda, en definitiva. A la mañana siguiente, recuerdo que abrí la ventana de par en par y me asomé con la esperanza de que el aire fresco y mañanero hiciera desaparecer las delatoras manchas rojas que se adivinaban bajo los polvos, y nunca me pareció el sol tan brillante ni el día tan lleno de promesas. Montecarlo se había llenado súbitamente de encanto y amabilidad; era el único lugar sincero de todo el mundo. Aprendí a amarlo con un cariño que me abrumaba. Quería pasar allí el resto de mi vida. Y tenía que abandonarlo aquel mismo día. «Ésta es la última vez que me cepillo el pelo ante este espejo; la última vez que me lavo los dientes en este lavabo; ya no volveré a dormir en esta cama; nunca volveré a apagar esta luz». Así me decía, mientras iba de un lado a otro enfundada en mi bata, empapando en emoción sentimental el cuarto insignificante de un hotel.

—No habrás pescado un constipado, ¿verdad? —me dijo la señora Van Hopper mientras desayunábamos.

—No, creo que no… —contesté, agarrándome a esa excusa, la excusa que podría luego servirme si mis ojos parecían demasiado rojos.

—Odio esta espera, teniendo ya todo preparado —gruñó—; deberíamos haber pensado en tomar el tren que sale antes. Todavía lo podríamos coger dándonos prisa, y pasaríamos más tiempo en París. Telegrafía a Helen que no salga a esperarnos, pero dile cuándo llegamos. ¡Quién sabe…! —dijo, mirando el reloj—; supongo que nos podrán cambiar los billetes. En cualquier caso, vale la pena probar. Baja y pregunta.

—Sí —dije como un autómata obediente a sus caprichos.

Entré en mi cuarto, me quité la bata, y abrochándome la inevitable falda de franela, me puse por la cabeza un jersey que yo misma me había hecho. La indiferencia que había sentido por ella se convirtió en odio. Esto sí que era el final. Incluso me robaba mi pobre mañana. Ni media hora en la terraza, acaso ni diez minutos para decirle adiós.

Todo porque había acabado el desayuno algo antes de lo que había calculado y se aburría. Está bien, pues arrojaré al viento mi modestia y mi dignidad y mi decoro. Cerré la puerta de la salita de un portazo y salí corriendo al pasillo. No esperé al ascensor. Subí la escalera de tres en tres escalones…, hasta llegar al tercer piso. Sabía el número de su cuarto, el 148, y llamé con fuerza, la cara roja, anhelante.

—¡Entre! —gritó él, y abrí la puerta, ya arrepentida, flaqueándome el valor.

Acaso acababa de despertarse, pues la noche antes se había acostado tarde, y estaría en la cama aún despeinado y de mal humor.

Estaba afeitándose junto a la ventana abierta, con una chaqueta de pelo de camello puesta encima del pijama, y yo, con mi traje de franela y mis zapatones, me encontré ridícula y de mal gusto. Creí hacer una entrada dramática y sólo había logrado hacer el ridículo.

—¿Qué quieres? —dijo—. ¿Pasa algo?

—He venido a despedirme. Nos vamos esta mañana.

Me miró fijamente y soltó la navaja sobre la repisa del lavabo.

—Cierra la puerta.

Hice lo que me pedía y me quedé allí de pie, cortada, con los brazos colgando.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó.

—Es verdad. Nos vamos hoy. Íbamos a coger un tren que sale más tarde, pero ahora ella quiere irse en otro que sale más temprano, y me ha dado miedo no verte más. Y quería hacerlo, para darte las gracias.

Salieron de mi boca, atropellándose las unas a las otras, estas palabras, estas palabras idiotas, tal y como me había imaginado. Estaba viendo que de un momento a otro iba a soltar aquello de «estupendo».

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Lo decidió ella ayer. Todo ha sido improvisado. Su hija embarca el sábado para Nueva York y nos vamos con ella. Vamos a reunirnos con ella en París y luego haremos juntas el viaje a Cherburgo.

—¿Y te lleva a Nueva York?

—Sí; y yo no quiero ir. Estoy segura de que no me gustará. Voy a pasarlo muy mal.

—Y… ¿por qué demonios te vas con ella entonces?

—Porque no tengo más remedio. Y tú lo sabes. Para eso me paga. Necesito trabajar. No puedo dejarla.

Volvió a coger la navaja y se quitó el jabón de la cara.

—Siéntate. No tardaré mucho. Voy a vestirme en el cuarto de baño y estaré listo en cinco minutos.

Cogió la ropa de una silla y la tiró al suelo del cuarto de baño; entró y cerró dando un portazo. Me senté en la cama y comencé a morderme las uñas. La situación no era real, y yo me sentía como un maniquí. ¿Qué estaría pensando él? ¿Qué iba a hacer? Miré alrededor. Estaba en el cuarto de un hombre normal, desarreglado e impersonal. Muchos zapatos, más de los necesarios, y filas de corbatas. El tocador estaba vacío, excepto por dos cepillos de marfil para el pelo. Ni fotografías ni instantáneas. Nada de eso. Las había buscado instintivamente, esperando encontrar, por lo menos, una junto a la cama o en la repisa de la chimenea. Una grande, con marco de cuero. Pero no vi sino unos libros y una caja de cigarrillos.

Tal como había dicho, a los cinco minutos salió vestido.

—Ven a la terraza mientras desayuno.

Miré el reloj.

—No tengo tiempo —le dije—; ya debería estar abajo cambiando los billetes.

—No te preocupes por eso. Tengo que hablarte.

Fuimos por el pasillo hasta el ascensor y él llamó al timbre. «No se da cuenta —pensé— de que el primer tren sale dentro de hora y media. Dentro de un momento ella llamará abajo preguntando si estoy allí». Bajamos en el ascensor, callados, y salimos a la terraza, donde estaban puestas las mesas para los desayunos.

—¿Qué vas a tomar? —preguntó.

—Yo he desayunado ya —le dije—, y, además, sólo puedo estarme aquí cuatro minutos.

—Tráigame café, un huevo pasado por agua, pan tostado, mermelada de naranja y una mandarina —dijo al camarero.

Sacó una tirita de papel de lija, como las que usan las manicuras, y comenzó a limarse las uñas.

—De manera que la señora Van Hopper se cansó de Montecarlo y quiere volver a casita. Pues mira, yo también. Ella, a Nueva York; yo, a Manderley. ¿Cuál prefieres? Puedes elegir.

—Es el colmo que encima lo tomes a broma. Bueno, mejor será que me vaya a hacer lo de los billetes y que te diga adiós ahora.

—Si crees que soy uno de esos que se sienten con ganas de bromas a la hora del desayuno, te equivocas. Por la mañana temprano estoy casi siempre de muy mal humor. Te repito que puedes elegir. O te vas a Nueva York con la señora Van Hopper, o vienes a Manderley conmigo.

—Pero…, ¿es que necesitas una secretaria o algo así?

—No. Te estoy proponiendo que te cases conmigo, pequeña tontaina.

Llegó el camarero con el desayuno y me quedé con las manos sobre la falda, mirando cómo dejaba en la mesa la cafetera y la jarra de la leche.

—No comprendes —le dije, cuando se marchó el camarero—. Yo no soy de esas con quienes se casan los hombres.

—¿Qué diablos quieres decir? —dijo, mirándome con los ojos muy abiertos y dejando la cucharilla en la mesa.

Seguí con los ojos a una mosca, que acabó por posarse en la mermelada y que él espantó impacientemente.

—No sé, no estoy segura —dije muy despacio—. No sé cómo explicártelo. Para empezar, yo no pertenezco a tu mundo.

—¿Cuál es mi mundo?

—Pues… Manderley. Ya sabes lo que quiero decir.

Volvió a coger la cucharilla y se sirvió mermelada.

—Eres casi tan tonta como la señora Van Hopper, y casi tan ignorante. ¿Qué sabes tú de Manderley? A mí me toca juzgar si encajarías allí o no. ¿O crees que te estoy diciendo esto porque se me acaba de ocurrir al oírte decir que no quieres ir a Nueva York? ¿Es que crees que te estoy pidiendo que te cases conmigo por el mismo motivo que creías que salía contigo de paseo en coche, y por lo mismo que te invité a cenar aquella primera noche? Por lástima, ¿verdad? Porque tengo muy buen corazón, ¿no?

—Sí.

—Algún día —continuó, extendiendo con abundancia la mermelada sobre un pedazo de pan tostado— puede que te des cuenta de que la filantropía no es mi fuerte. De momento no creo que te estés dando cuenta de nada. Y todavía no me has contestado. ¿Te vas a casar conmigo, sí o no?

No creo que ni en los momentos de mayor locura me había pasado por la imaginación semejante posibilidad. Una vez, sentada en el coche junto a él, cuando llevábamos muchos kilómetros sin hablar, comencé a imaginarme un cuento largo y complicado en el cual él enfermaba muy gravemente, estaba delirando, y me mandaba llamar para que le cuidase. Cuando estaba refrescándole la frente con agua de Colonia, llegábamos al hotel y allí acabó mi cuento. Otra vez me figuraba vivir en una de las casitas de la finca de Manderley, y que algunas veces él iba a verme y se sentaba delante de la chimenea. Pero aquella inesperada proposición matrimonial me dejó atónita, y creo que hasta me pareció inconveniente, atrevida. Era como si me lo hubiese dicho el rey. Sonaba a falso. Continuó comiendo mermelada, como si todo fuese lo más natural del mundo. En las novelas, los hombres se hincaban de rodillas ante las mujeres, a la luz de la luna. Pero no así, ¡desayunándose!

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