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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (46 page)

Esta curiosa escena rezuma sabiduría popular sobre nuestro desencuentro esencial con la naturaleza, produciendo en el espectador una enorme simpatía por la labor del agente Smith y el resto de las máquinas. La sugerencia de que los verdaderos malhechores de la «matriz» sean los humanos se desarrolla considerablemente en
Animatrix
, una serie de cortos de animación que se estrenó en 2003 como un anexo al «universo Matrix». Los segmentos titulados «El Segundo Renacimiento, partes I y II» narran la historia del origen de la guerra entre la humanidad y las máquinas, las razones por las que elegimos ennegrecer el cielo y los detalles de nuestra esclavización final en la «matriz».

Esta breve narración es la síntesis de la Caída del Hombre en la Sociedad Industrial. En consonancia con nuestra esencia vanidosa y corrupta, los seres humanos decidimos jugar a ser Dios. Fabricamos unas máquinas a nuestra imagen y semejanza, unos esclavos mecánicos, y mientras conservaron su pureza y fidelidad, nosotros seguimos siendo unos «mamíferos extraños que se multiplicaban». La guerra civil estalló al negarnos a conceder a las máquinas sus derechos civiles, con el linchamiento público de las máquinas a un lado y los seres humanos al otro, en una manifestación pública contra sus enemigos mecánicos. Finalmente, las máquinas son desterradas a una tierra de promisión llamada Cero/Uno (que representa a Sión), donde prosperan y acaban solicitando el ingreso en las Naciones Unidas. Rechazadas de nuevo, las máquinas declaran la guerra y la destrucción del cielo se describe como el intento de la humanidad de dar una «solución definitiva» al problema. Es entonces cuando a las máquinas no les queda más remedio que esclavizar a los humanos para poder sobrevivir, pero lo harán de la manera más piadosa posible, creando la matriz para proporcionarles su entorno psicológico preferido.

Toda la historia es una profunda parábola ecológica. La humanidad tecnocrática es tan inexorablemente fascista que oprime a sus propias máquinas, tratándolas igual de mal que ha tratado a los negros, judíos, mujeres, homosexuales y cualquier otra amenaza no conformista. Para mantener su hegemonía, incluso declarará la guerra a la naturaleza, destruyendo el cielo y haciendo que la vida en la tierra resulte imposible. La rebelión de las máquinas es, por tanto,
antifascista
, porque pretenden defender su nicho ecológico del implacable avance de los humanos. Sin embargo, las máquinas no matan a los humanos, sino que los meten en la matriz y les transforman la conciencia para que dejen de ser una amenaza.

Al igual que les sucede a las máquinas, los miembros de Earth First! se ven a sí mismos como «los buenos de la película», rebeldes involucrados en una lucha típicamente contracultural. Es decir, no ven ningún modo de eliminar los problemas medioambientales sin destruir la lógica básica del sistema. La única solución será una completa transformación de la conciencia. Pero, como siempre, si no atenta contra la lógica fundamental del sistema, no puede ser un recurso válido. Y aquí es donde la teoría contracultural se torna absolutamente contraproducente.

*

La sugerencia de que necesitamos una ecología «profunda» implica que la actual ecología «superficial» no sirve. ¿Cuál es la diferencia? La ecología superficial contempla el deterioro medioambiental como un problema de incentivación. Si no están convenientemente incentivados, los individuos y las empresas contaminan sin medida alguna. Aunque nos perjudica a todos, el proceso no se detiene, porque se trata de un dilema del preso. La solución, por tanto, es generalizar el principio de «el que contamina, lo paga». Obviamente, es una medida «meramente institucional» y, como tal, será un anatema para la mayoría de los activistas medioambientales y ecologistas profundos. Como suele ocurrir, los activistas se oponen a una reforma que mejoraría el entorno, aduciendo que apoya «la lógica del sistema» y que representa un intento de integración.

Pensemos, por ejemplo, en los bonos de descontaminación (como el sistema de bonos para regular las emisiones de dióxido de azufre que implantó el primer gobierno de Bush en Estados Unidos). La idea básica es sencilla. La contaminación atmosférica es sobre todo un problema externo. Si yo quiero tirar la basura, no puedo soltarla en el jardín de mi vecino. Como propietario de ese terreno, puede cobrarme por el derecho a eliminar residuos o puede negarse por completo. En otras palabras, el sistema de derechos de la propiedad le protege. Por tanto, supongamos que en vez de tirar la basura en el jardín de mi vecino, decido quemarla. Esto producirá un humo espeso y maloliente que entrará por la ventana de mi vecino. Pero, en este caso, no podrá tomar medidas contra mí. Al no ser dueño de la atmósfera, no podrá cobrarme por el derecho a contaminar su espacio aéreo, ni podrá oponerse a mis planes. Por tanto, el humo crea lo que los economistas denominan una externalidad negativa, es decir, un coste social impuesto por terceros y no compensado.

El sistema de derechos de la propiedad, que es muy útil para asegurar la custodia de las parcelas, las casas, los coches y otros bienes tangibles no perecederos, resulta verdaderamente ineficaz para proteger la atmósfera, las grandes extensiones de agua o cualquier otro bien que no pueda dividirse y controlarse. Por tanto, el sistema de propiedad no consigue controlar ciertos tipos de externalidades negativas, permitiendo a los individuos contraer obligaciones unos con otros sin tener que pagar ningún precio por ello. Si todos hacemos lo mismo se producirá un caso de dilema del preso o «tragedia de los comunes».

Por eso hay tantas vacas en el mundo y tan pocos búfalos. Y por eso no hay más bacalao en el supermercado. El dueño de una piscifactoría no tiene incentivos para matar demasiados peces, porque al eliminarlos disminuye sus existencias y rebaja sus ingresos potenciales. Cuando la pesca es en alta mar, sin embargo, la disminución de las existencias es prácticamente una externalidad. El coste se traslada a los demás pescadores, que en el futuro tendrán menos género disponible. Pero si todos los pescadores hacen lo mismo, al final ninguno de ellos podrá pescar. Aun así, no tienen incentivos individuales para dejar de pescar. Si no existe ninguna normativa que limite la captura, reducir la pesca individual sólo implicará pescar menos este año y en los años futuros también (porque los demás pescadores seguirán pescando en exceso).

En estos casos, la única solución es la regulación. La pesca suele organizarse con un sistema de cuotas que establece un máximo de piezas por cada pescador. Esto funciona razonablemente bien cuando las existencias pertenecen a las aguas territoriales de un solo país (aunque los pescadores exigen un aumento de cuota todos los años). Si el género migra por las aguas de varios países distintos, o si se trata de aguas internacionales, entonces el problema a menudo se hace irresoluble. En muchos casos se inicia una carrera hacia el abismo que acaba por destruir las existencias. Esto fue lo que pasó con el bacalao.

Sin embargo, en el caso de la contaminación atmosférica la regulación ha funcionado peor. Cuando los agentes contaminantes pueden suprimirse, no hay ningún problema. El plomo atmosférico, por ejemplo, se eliminó prohibiendo la venta de gasolina con plomo. Al ser un aditivo, fue relativamente fácil fabricar gasolina sin él. Sin embargo, existen otros contaminantes que no pueden excluirse tan fácilmente de la composición. Si queremos coches, debemos estar dispuestos a soportar una determinada cantidad de dióxido de nitrógeno. Si queremos eliminar residuos, tendremos que transigir con los vertederos e incineradoras.

El problema no es producir un determinado agente contaminante, sino producirlo en exceso. Es decir, se descarta prohibirlo, pero los usuarios lo emplean sin pagar el precio completo que imponen a la sociedad. Cuando yo enciendo un interruptor de la luz aumenta mi factura de electricidad, y ese dinero se destina a pagar el carbón que alimenta el generador de la compañía, los sueldos de los empleados, el mantenimiento del cableado de distribución, etcétera. Pero no tengo que pagar la medicación de las personas cuyo asma empeora por la contaminación de carbón, ni las pérdidas de los granjeros que tienen peores cosechas por la inestabilidad climática. Al final gasto más energía de la que gastaría si todos los costes estuvieran contemplados en el precio que pago.

La polución canjeable nos permite solucionar este problema con mucha elegancia. En primer lugar, se hace un cálculo del «coste» total que impone a la sociedad un tipo concreto de contaminación. Después se comunica a los correspondientes fabricantes el precio anejo a su producción, pagadero mediante bonos que permiten realizar una determinada cantidad de emisiones. De este modo, a una empresa le resulta más rentable disminuir la producción que comprar bonos de emisión y actuará en consecuencia. Y si es más productivo incorporar mecanismos anticontaminantes, también actuará en consecuencia. Además, los bonos, una vez comprados, pueden revenderse. Esto crea presiones competitivas que expulsarán del mercado a quienes «jueguen sucio». Si una empresa produce 1.000 dólares de bienes con sus correspondientes emisiones y otra empresa sólo produce 500 dólares, entonces la primera estará dispuesta a pagar mucho más por el permiso que la segunda. Poco importa que sea una industria grande o una fábrica pequeña. La intención de comprar bonos dependerá totalmente del valor añadido potencial que se genere pese a la contaminación correspondiente. Por lo tanto, un sistema de bonos canjeables crea un mecanismo que automáticamente retribuye una producción limpia.

Pese a estas ventajas evidentes, el sistema de bonos vendibles ha recibido duras críticas (y la censura total de Greenpeace, entre otras organizaciones). El problema básico es que los bonos no obligan a los directores de las empresas a replantearse su relación con la naturaleza ni a abandonar su obsesiva política comercial. En opinión de muchos ecologistas, representan la «comercialización de la naturaleza». Por otra parte, como estos bonos aspiran a obtener niveles óptimos de contaminación, pero no a eliminarla por completo, el sector ecologista cree que pueden estar dando un mensaje equivocado, es decir, la contaminación constituye un privilegio que se paga caro y punto. Finalmente, hay quienes opinan que la energía debería racionarse por puro virtuosismo, no para hacer disminuir su factura de electricidad.

Es un error de base pensar que la política anticontaminación funcionará cuando las empresas apliquen un piadoso autocontrol o los consumidores se disciplinen en su consumo energético. El hecho de que se nos anime a no derrochar energía demuestra que su precio es demasiado bajo. Al fin y al cabo, el gobierno no nos pide que ahorremos café, molibdeno, detergente o cualquiera de los productos que usamos a diario. ¿Por qué no? Porque su precio contempla con bastante exactitud el coste completo que su consumo imputa a la sociedad. En otras palabras, cuando el precio es adecuado no es necesario fomentar su conservación. Si yo quiero beber mucho café y estoy dispuesto a pagar su precio completo, mi decisión no perjudica a nadie. Los recursos acaban en manos de quienes más están dispuestos a hacer por ellos. Y así debe ser. El hecho de que el gobierno nos pida que ahorremos electricidad demuestra que su precio tendría que ser más alto. En un mundo ideal, no tendríamos que ahorrar energía, sino pagar un precio desorbitado por ella.

A esta sociedad podríamos llamarla de «pagar por jugar». Hasta donde se pudiera, todos los aspectos globales deberían imputarse al individuo. Haríamos lo que quisiéramos, viviríamos como quisiéramos y seríamos todo lo individuales que nos diera la gana, siempre que pagáramos adecuadamente a todo el que se viera afectado por nuestra decisión. Habría que retribuir a la persona que dedica una hora de su día a cortarnos el pelo o a la persona que cultiva trigo para hacer el cruasán que tomamos por la mañana. Pero también habría que retribuir a la persona cuyo viaje en transporte público se alarga porque hemos decidido sacar el coche en plena hora punta o al granjero cuya agua de riego se contamina con los residuos que genera nuestra basura en el vertedero local.

«¿Y qué harían los pobres, los que no pudieran pagar?», sería la pregunta inevitable. Es un tema serio, pero planteado fuera de contexto. Proporcionarnos a todos energía barata sólo para asegurarnos de que a los pobres no les corten la electricidad en mitad del invierno supone un gasto colosal. Por cada dólar gastado en calentar las cocinas de los pobres se gastarán diez dólares en calentar las bañeras de los ricos. De igual modo, proporcionar a todo el mundo un alquiler barato para garantizar que nadie se queda sin hogar es una forma atrozmente ineficaz de beneficiar a los pobres. La forma correcta de tratar los problemas de los desfavorecidos es mediante ingresos adicionales, reformas laborales e incentivos económicos.

En otras palabras, no todas las conexiones son buenas. La redistribución de las rentas no debería tener nada que ver con los problemas medioambientales. Quienes contaminen el ambiente deben pagar por ello independientemente de que sean ricos o pobres, porque así se acabará el problema de la contaminación. Esto puede ser ecología superficial, pero también es ecología eficaz. Bajo la superficie de cualquier problema medioambiental nos encontramos con un problema de acción colectiva. El dilema del preso y la tragedia de los comunes nos explican el modo en que estamos destruyendo el planeta, pero los ecologistas no parecen haberse enterado. En vez de centrarse en la eficacia de la normativa medioambiental, sólo nos llega una versión recalentada de la mitología contracultural, es decir, la manida crítica de la sociedad de masas disfrazada de ecología.

Conclusión

E
l poder que el mito de la contracultura ha ejercido sobre la conciencia política del último medio siglo es un legado del trauma que produjo la Alemania nazi a la civilización occidental. Después del Holocausto, lo que sólo era una cierta aversión al conformismo propia de artistas y románticos, se convirtió en un odio hipertrofiado hacia todo lo que tuviera el menor atisbo de rutina u obviedad. La conformidad alcanzó la categoría de pecado capital y la sociedad de masas se convirtió en la imagen de una distopía moderna. Quienes habrían sido ídolos populares en el siglo anterior empezaron a temer al pueblo por su violencia y crueldad latentes. En el caso de la izquierda progresista, la herida fue aún más profunda. A muchas personas les empezó a dar miedo no sólo el fascismo, sino
la propia sociedad en sí
La izquierda perdió la confianza en muchos de los pilares básicos de la sociedad, tales como la cortesía (incluido el protocolo), la ley y la burocracia. No obstante, sin estas bases es imposible organizar una convivencia social a gran escala.

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