Mientras servía whisky a todo el mundo, éste contó entonces que, cuando aún vivía Heewater, Harry Biggers lo había sacado de apuros prestándole una suma de dinero nada despreciable. Ahora que el negocio andaba bien, Harry había querido recuperar el dinero, pero Beth no se había mostrado muy proclive a devolvérselo y, por lo visto, había preferido pegarle un tiro. De cualquier forma, tenían que ponerse de acuerdo sobre los próximos pasos a dar. Y al decir esto miró a Mitchell. Este dijo lentamente que, según él, había que buscar a Beth y discutir con ella lo que debían decirle a la policía. Podrían declarar, por ejemplo, que el cabo de mar había intentado propasarse con ella.
Cuando hubo dicho esto vio que todos sonreían. Y era una sonrisa sumamente desagradable.
—¿De modo que usted sugiere que llamemos a la policía? —preguntó Tommy mirando a los otros.
—No —replicó Mitchell—, yo he sugerido que llamemos a Beth.
—Pensé que quizá nosotros podríamos solucionarle el problema a Beth, ¿sabe? —dijo Tommy en un tono marcadamente despectivo—. Que nosotros, los hombres, podríamos hacer algo por ella.
—Pues eso más bien sería asunto mío —volvió a decir Mitchell lentamente—. ¡Proponga usted algo!
El capitán no estaba ya muy sobrio. Había bebido copiosamente mientras esperaba a Beth abajo, en el salón. No fue demasiado difícil aclararle algunos puntos. Tommy le dijo que lo peor era que, como su cabo de mar le había comentado, existía una carta enviada por Beth a Harry Biggers, en la que la viuda le pedía que fuera a verla. Tenían que recuperar en seguida esa carta.
Volvieron luego todos juntos al dormitorio de Beth y se pusieron a buscar la carta. Harry Biggers no la tenía en el bolsillo, y tampoco estaba en la papelera. Allí pescó Mitchell, en cambio, una fotografía rota y, cosa comprensible, trató de que su hallazgo pasara inadvertido, deslizándoselo en uno de sus bolsillos. Luego se arrepentiría de su acción.
En la habitación de Tommy bebieron aún varios whiskies más. Y de pronto se le ocurrió a Tommy que la pequeña Jane, el «bichito con gafas» con quien solía parar Harry Biggers, podría, eventualmente, tener la carta. Recordó haber visto a los dos juntos en el pasillo. Y enviaron a Mitchell a buscarla.
En la pensión Heewater había una muchacha, Jane Russell, que arreglaba las habitaciones y solía ayudar en la cocina, una persona poco agraciada, que usaba medias gruesas, delantal largo y, encima, un par de gafas, un ser más bien carente de aquello que se denomina
sex appeal.
Mitchell era prácticamente el único huésped que, de vez en cuando, era amable con ella.
Cuando la gente de la pensión se puso en marcha para demostrar a Beth Heewater que su prometido era un vulgar cobarde, la pequeña Jane desempeñó, debido a su debilidad por Mitchell, un papel protagónico en el plan de batalla.
Mitchell se llevó a la pequeña a una habitación vacía y le tiró de la lengua. Ella dijo en seguida que no conocía de nada a Biggers ni había recibido carta alguna de él. Mitchell ya tenía dentro una respetable dosis de alcohol, pero aún pudo darse cuenta de que la chica decía la verdad. En el caso de Jane Russell esto no era tarea difícil.
Cuando comunicó a los caballeros que Jane no tenía carta alguna, volvió a ver la fatal sonrisa. Y Tommy le preguntó de pronto:
—¿Y qué carta es esa que tiene usted en el bolsillo?
Mitchell se quedó un tanto perplejo. Metió la mano en el bolsillo de su pantalón y ahí estaba, en efecto, la fotografía rota. No tuvo valor para mostrarla. Y ellos sonrieron otra vez.
Luego consiguieron un coche, metieron dentro a Harry Biggers y sentaron a Mitchell al volante, mientras el chófer se tomaba un whisky en el salón. Mitchell debería llevar el cadáver a bordo del
Surface
, el barco de Tommy White. Como sabía dónde estaba anclado, partió.
Pero al llegar vio un coche de la policía junto a la pasarela, y el barco iluminado. No era de extrañar, pues mientras Mitchell interrogaba a Jane, Tommy había telefoneado a la policía para avisar que en el depósito de carbón del
Surface
habían encontrado petróleo y se temía un incendio intencionado.
Sin embargo, Mitchell bajó discretamente de su automóvil y se acercó al borde del agua. Vio policías a bordo del
Surface
y regresó con paso vacilante. Cuando llegó al coche, el cadáver ya no estaba. Aterrado, volvió a la pensión de Beth dando varios rodeos.
Allí, entretanto, había novedades con Jane Russell. Desde que Mitchell la interrogara, la joven vigilaba atentamente todo cuanto ocurría en la pensión. Sabía que Mrs. Heewater estaba escondida en el cuarto de la ropa blanca. Vio a Mr. White y a Mr. Mitchell arrastrar escaleras abajo a Harry Biggers, aparentemente borracho, y luego vio cómo Mr. Mitchell se lo llevaba en un coche. A continuación oyó hablar a Mr. White con el chófer, en presencia de Mrs. Heewater. Mr. White le dijo que uno de sus huéspedes había huido con el coche. Jane vio al hombre dirigirse al teléfono y lo oyó llamar a la policía.
Y en ese momento intervino. Se acercó al chófer y le dijo que el hombre que se había fugado con su auto era un caballero y todo aquello era una broma que nada tenía que ver con la policía. Beth Heewater la interrumpió bruscamente y hasta intentó sacarla a rastras. Pero la pequeña y humilde Jane se puso hecha una furia y peleó con Beth Heewater en el pasillo, siendo despedida al instante. De todas formas, Mitchell se salvó de que la policía lo interrogara en una situación en que no hubiera podido decir nada.
Pero no se salvó de otra cosa.
Al abrir la puerta del salón, creyó estar viendo visiones. En un rincón, cómodamente instalados detrás de sus vasos de whisky, vio a Beth, Tommy y los otros, y junto a la viuda, sonriendo maliciosamente, estaba Harry Biggers. Y Beth, Tommy y los otros también sonreían maliciosamente.
—Apuesto a que ibas a contarnos que te habías liberado de Harry —le dijo Tommy White a guisa de saludo. Pero Mitchell ya no tenía nada que decirle. Salió trastabillando y se quedó un rato de pie ante la casa.
Al cabo de un rato advirtió que a su lado había alguien, y que era Jane Russell con una maleta en la mano y lágrimas en sus ojos con gafas. Se enteró de que Beth la había echado «porque ella, instigada por Mitchell, le había dado una bofetada a Mrs. Heewater». La joven no tenía parientes en Londres y no sabía adónde ir. Ya era tarde y Mitchell le dijo que podía irse con él. Estaba amaneciendo cuando llegaron a su casa. La instaló en su dormitorio y él se tumbó en un sofá de la sala, muy borracho todavía.
Por la mañana se produjo una situación muy incómoda. La hermana de Mitchell encontró a la pequeña Jane en el dormitorio de su hermano y se quedó de una pieza. Mitchell le dio una explicación incoherente, que se hizo aún más confusa cuando percibió la general reserva con que era escuchado. De todas formas, quedó claro que Jane era una criada, por lo que el desayuno le fue servido en la cocina. A Mitchell no le hizo ninguna gracia, y menos gracia le hizo aún tener que conversar con Jane en presencia de su familia. Con una amabilidad bastante afectada le preguntó por sus intenciones y estuvo de acuerdo en que para ella lo mejor sería ir a una residencia donde por poco dinero daban hospedaje y pensión a las criadas. Por desgracia, ya había hablado con Jane justamente de esa residencia la noche anterior, mientras se dirigían a su casa. Ella le dijo que era muy mala y superaba sus posibilidades, que a lo sumo podría costeársela dos o tres días.
Cuando Jane se marchó con su maleta, Mitchell, por primera vez, tuvo la sensación de ser un cobarde.
En los días que siguieron prosiguió con renovado ahínco su búsqueda de un puesto de trabajo. Su familia hacía como el avestruz: simplemente no se daba por enterada del cambio de situación. La hermana hasta se compró un piano a plazos por aquellos días.
No encontraba un nuevo puesto. En todas partes parecían estar informados sobre él. Además, tampoco había muchos puestos para capitanes de transatlánticos de lujo, ni siquiera para los valientes.
Tan ocupado estaba que se le olvidó preguntar por Jane en la residencia al tercer día. Al cuarto, su hermana le preguntó por ella y él fue a buscarla. Ya se había mudado, al segundo día. Pero esa misma tarde le ofrecieron a Mitchell un puesto de trabajo.
En la zona de los East India Docks había una empresa dirigida por dos hermanos que gozaban de una pésima reputación. Ellos le mandaron decir que quizás tuvieran algo para él. Mitchell fue y escuchó el ofrecimiento: que les llevara un barco carbonero a Holanda.
—Últimamente ha tenido usted mala suerte, Mitchell —dijo uno de los hermanos con una sonrisa burlona—, pero esta es una tarea que puede ayudarlo a salir del bache. Supongo que no volverá a lanzar un SOS precipitadamente, ¿verdad?
Mitchell se tragó la observación y fue con los hermanos a ver el barco. Era la carraca más vieja, inmunda y destartalada que jamás había visto. Aquel inválido no podría llegar nunca a Rotterdam. Y tampoco lo querían los hermanos. Estaba clarísimo que se trataba de una simple estafa de seguros, nada más.
La buena fama de Mitchell en cuanto a sentido de responsabilidad (que así se llama la otra cara de la cobardía) lo convertía en el capitán idóneo.
Sintió toda suerte de emociones encontradas en su corazón, pero las refrenó y no dijo que no. Pidió tiempo para pensárselo y se marchó. De rato en rato se detenía ante un escaparate y dialogaba con su imagen especular.
—¿Es usted un cobarde? —se preguntaba, y el Mitchell del espejo se encogía de hombros.
—¿Lo ha sido siempre? —preguntaba, y el Mitchell del espejo negaba con la cabeza.
Y luego se encontró con Jane. Estaba de pie en un portal, esperando algo. El pensó lo peor y no se atrevió a pasar a su lado. Y así, desde la acera opuesta vio que un hombre —que sin duda había pensado lo mismo que él— la abordaba, pero que ella, al parecer, rechazaba enérgicamente sus propuestas. Entonces Mitchell cruzó la calzada y la invitó a tomar un café. Ella dijo que aceptaba si podía sentarse junto a la ventana para ver la calle. Estaba esperando a una amiga que sabía algo de un trabajo.
En los veinte minutos que pasó en aquel pequeño café, Mitchell sintió que había tocado fondo en su vida.
Por decirle algo amable, inició la conversación afirmando que la veía muy bien.
Que eso la sorprendía, replicó ella mirándolo abiertamente a la cara. No era cobarde. Y devoró sin el menor reparo todos los pasteles que él le fue acercando. La tenía sin cuidado que él se diera cuenta de que no estaba particularmente satisfecha.
Un tanto confundido, él pasó a explicarle que tendría que cambiar de aspecto si quería conseguir un trabajo. Le criticó el peinado y hasta le quitó las gafas. Tenía bonitos ojos.
Ella replicó que no le hacían gracia esos puestos en los que exigían ser guapa. Pero temía mucho, añadió, que el trabajo del que le había hablado su amiga fuera uno de esos.
Y entonces, para gran asombro suyo, Mitchell empezó a insistirle en que no aceptara un trabajo así, y hasta le ofreció dinero para que viviera mientras conseguía algún puesto mejor.
Pero hubo de observar, indignado, que ella no pareció tomar nada en serio su ofrecimiento, pues en aquel instante vio a la amiga (la del puesto peligroso) a través de la ventana, se levantó y salió a toda prisa. A duras penas logró Mitchell pedirle su dirección.
Tras este pequeño incidente hubiera debido quedar destrozado, pero no, más bien estaba con la moral muy alta. Ahora sabía que debía ocurrir algo que pusiera fin a todo el maleficio. Entró en una taberna y se tomó varios whiskies, algunos más de los que era capaz de soportar. Sólo cuando comprobó que ya no veía
un
vaso allí donde había
un
vaso, se levantó y se fue.
Fue directamente a su casa.
En la sala, su padre y su hermana menor estaban escuchando
La Traviata
por la radio. El apagó la música y, sin mayores preámbulos, les comunicó que tendrían que dejar ese piso de ocho habitaciones por otro de dos, y que sus hermanas deberían buscarse algún trabajo de oficina, pues a él lo habían expulsado de su empresa por razones que no venían al caso.
Luego durmió como un lirón y a la mañana siguiente acompañó a sus hermanas, incluida la mayor, a una oficina de empleo. Estaban muy intimidadas. Mitchell pudo notar claramente que había recuperado parte del respeto perdido. La hermana mayor ni siquiera protestó cuando él le sugirió que mandara a paseo a su prometido si éste estaba descontento con su cuñado.
La segunda cosa que hizo fue telefonear a los dos hermanos del barco carbonero. Les dijo que firmaría el contrato con ellos y que preparasen los papeles. Fijaron el día de partida y convinieron en que la tarde anterior vendrían ellos al barco y le entregarían los papeles. Entretanto, él se encargaría de conseguir la tripulación. La tarde fijada cayó un martes.
La tercera cosa que hizo fue telefonear a una serie de personas e invitarlas, aquel martes por la noche, a una pequeña cena a bordo del
Almaida.
Entre ellas figuraban los caballeros de la pensión, Beth Heewater y hasta su antiguo armador. Todos aceptaron, incluido I. B. Watch. La relación de Mitchell con sus colegas y también con sus armadores seguía siendo, en el plano exterior, la misma que antes del «incidente». Aún le daban palmaditas en el hombro cuando se lo encontraban en algún sitio. Sólo que ninguno de ellos esbozaba ahora esa maldita sonrisa, que Mitchell tanto odiaba.
Luego invitó a un periodista conocido suyo, encargó una suculenta cena en el «Savoy», con los correspondientes camareros, para que fuera servida en el
Almaida
, y la mañana del martes la destinó al punto cuatro.
El punto cuatro era Jane.
Consiguió localizarla en una pensión miserable. Aún seguía sin trabajo. Un solo objeto le alegró la vista a Mitchell en aquel antro: su fotografía (rota). De algún modo se las había ingeniado Jane para quedarse con el retrato aquella noche decisiva, y lo tenía encima de su cómoda. No hizo, por lo demás, ningún gesto para intentar quitarlo.
—¿No quiere ocultarla al menos de mí? —preguntó él. Pero ella negó con la cabeza. Tal situación facilitó relativamente todo el resto. Aún surgió un pequeño conflicto cuando él le quitó las gafas («Yo te guiaré y veré por los dos») y le hizo un nuevo peinado («Beth piensa que el pelo sobre la frente no es bonito»).