Read Retorno a Brideshead Online

Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

Retorno a Brideshead (13 page)

—¿Ha dejado tu padre la religión?

—Bueno; en cierto modo, se ha visto obligado a ello. Sólo empezó a practicarla al casarse con mamá. Cuando se fue, dejó la religión al mismo tiempo que a todos nosotros. Tienes que conocerle. Es muy simpático.

Hasta aquel día Sebastian no había hablado nunca en serio de su padre.

—Os debió de doler a todos la marcha de tu padre —observé.

—A todos menos a Cordelia. Era demasiado joven. A mí sí me dolió. Mamá intentó explicárnoslo a los tres mayores para que no odiáramos a papá. Yo fui el único que no le odié, y creo que eso la contrarió. Siempre fui el favorito de mi padre. Tendría que estar con él ahora si no fuera por este pie. Soy el único que va a verle. ¿Por qué no me acompañas? Te caería bien.

Un hombre con un megáfono gritaba los resultados de la última puja en el prado; su voz nos llegó muy débilmente.

—Ya ves que en el terreno religioso somos una familia variopinta. Brideshead y Cordelia son fervientes católicos; Julia y yo somos medio paganos. Yo soy feliz, pero sospecho que Julia no lo es. La opinión generalizada sobre mamá es que es una santa, y papá está excomulgado… Yo no tengo la menor idea de cuál de ellos es feliz. De todas formas, desde todo punto de vista, la felicidad no parece tener mucho que ver con este asunto… y es lo único que me interesa… Ojalá me gustaran más los católicos.

—Parecen exactamente iguales que las demás personas.

—Mi querido Charles, eso es precisamente lo que no son…, sobre todo en Inglaterra, donde hay tan pocos. No es solamente el hecho de que formen una camarilla…; en realidad forman al menos cuatro camarillas que pasan la mayoría del tiempo insultándose unas a otras…, pero es que tienen un concepto totalmente distinto de la vida. Le dan importancia a cosas distintas que los demás. Se esfuerzan en disimularlo todo lo que pueden, pero se les nota continuamente. Es muy natural, en el fondo, que sean así. Pero es difícil ¿comprendes? para semipaganos como Julia y yo.

Esta conversación inusitadamente seria fue interrumpida por fuertes gritos infantiles desde detrás de las chimeneas: —¡Sebastian! ¡Sebastian!

—¡Dios santo! —exclamó Sebastian, alcanzando una manta—. Creo que es mi hermana Cordelia. Tápate.

—¿Dónde estás?

Apareció una robusta niña de diez u once años; tenía las inconfundibles facciones de la familia, pero mal organizadas, de una fealdad evidente y rechoncha. Dos gruesas y anticuadas trenzas le colgaban por la espalda.

—Márchate, Cordelia. No llevamos ropa.

—¿Por qué? Estáis muy decentes. Me figuré que estaríais aquí. No sabías que había llegado, ¿verdad? Bajé con Bridey y me detuve por el camino para hacerle una visita a Francisco Javier. —Y dirigiéndose a mí—: Es mi cerdo. Luego comimos con el coronel Fender y estuvimos en la feria. Francisco Javier obtuvo una mención especial. El antipático de Randal obtuvo el primer premio con un bicho escuálido.
Queridísimo
Sebastian, estoy muy contenta de volver a verte. ¿Cómo está tu pobre pie?

—Saluda al señor Ryder.

—Ay, perdón. ¿Cómo está usted? —Su sonrisa resumía todo el encanto de la familia—. Ahí abajo ya están todos bastante bebidos; por eso me he ido. Oye, ¿quién ha estado pintando el despacho? He entrado a buscar un taburete y lo he visto. —Cuidado con lo que dices. Fue el señor Ryder.

—Pero ¡si es
precioso
! Dígame, ¿de verdad lo hizo usted? Es usted
genial
. ¿Por qué no os vestís y bajáis? No hay nadie.

—Seguro que Bridey invitará a los jueces a entrar en casa.

—No. Le he oído hacer planes para evitarlo. Hoy está muy amargado. No quería que yo cenara con vosotros, pero eso ya lo he arreado. Vamos. Estaré con Nanny cuando os hayáis vestido.

Aquella noche formamos un pequeño grupo bastante sombrío. Sólo Cordelia se sentía totalmente a sus anchas, disfrutando de la comida, de la hora tardía y de la compañía de sus hermanos. Brideshead tenía tres años más que Sebastian y yo, pero parecía pertenecer a otra generación. Poseía los rasgos físicos de su familia; su sonrisa, las pocas veces que aparecía, era tan hermosa como la de los demás. Hablaba con la misma voz que ellos, con una gravedad y un comedimiento que en mi primo Jasper habrían sonado pomposos y falsos, pero que en él carecían de toda pretensión y eran fruto de la inconsciencia.

—Siento mucho no poder disfrutar de su compañía —me dijo—. ¿Le están cuidando bien? Espero que Sebastian se encargue de los vinos. Wilcox tiende a escatimarlos cuando no hay nadie.

—Nos trata con mucha liberalidad.

—Me alegra saberlo. ¿Le gusta el vino?

—Mucho.

—Ojalá pudiera decir lo mismo. Simboliza un auténtico vínculo entre los hombres. En Magdalen intenté emborracharme más de una vez, pero no me gustaba nada. Encuentro todavía menos apetitosa la cerveza y el whisky. En consecuencia, acontecimientos como los de esta tarde son un tormento para mí.

—A mí me gusta el vino —dijo Cordelia.

—Las últimas notas de mi hermana Cordelia decían que no sólo era la peor niña de la escuela, sino la peor que recuerda la monja más vieja.

—Eso es porque me negué a ser Hija de María. La madre superiora dijo que si no tenía mi habitación ordenada, no podría serlo, así que le dije: «Bueno, pues no lo seré, y estoy segura de que a Nuestra Señora le importa un bledo que pongamos el calzado de gimnasia a la derecha de las zapatillas de ballet o a la izquierda». La madre superiora se puso hecha una fiera.

—A Nuestra Señora le importa la obediencia.

—Bridey, no te pongas tan piadoso —aconsejó Sebastian—. Tenemos a un ateo entre nosotros.

—Agnóstico —precisé.

—¿En serio? ¿Hay muchos en su College? En Magdalen había alguno que otro.

—La verdad es que no lo sé. Yo lo era ya mucho antes de ir a Oxford.

—Los hay en todas partes —observó Brideshead.

La religión parecía ser un tema de conversación inevitable aquel día; durante algún tiempo hablamos de la Feria Agrícola.

Y luego Brideshead dijo:

Vi al obispo en Londres la semana pasada. ¿Os imagináis? Quiere cerrar nuestra capilla.

—¡Oh, no puede hacer eso! —protestó Cordelia. —No creo que mamá lo permita —dijo Sebastian.

—Está demasiado lejos —prosiguió Brideshead—. Hay una docena de familias cerca de Melstead que no pueden venir hasta aquí. Quiere establecer una parroquia allí.

—Pero ¿qué pasaría con nosotros? —preguntó Sebastian—. ¿Tendremos que ir en coche a Melstead en las frías mañanas de invierno?

—Tenemos que tener el Santo Sacramento aquí —dijo Cordelia—. Me gusta poder entrar y salir cuando quiera; y a mamá también.

—Y a mí también me gusta —concedió Brideshead—, pero ¡somos tan pocos…! No es como si fuéramos una familia de larga tradición católica a cuya propiedad acude todo el mundo para oír misa. Deberemos prescindir tarde o temprano de la capilla, aunque tal vez podamos conservarla mientras viva mamá. La cuestión es si no sería mejor renunciar a ella ahora. Usted es artista, Ryder, ¿qué opina de la capilla estéticamente?

—Yo creo que es
hermosísima
—dijo Cordelia, con lágrimas en los ojos.

—¿Tiene verdadera categoría artística?

—Bueno, no sé exactamente lo que quiere decir —repuse, cauteloso—. Creo que es un ejemplar extraordinario… Es muy probable que dentro de ochenta años sea muy admirada.

—Pero ¿cómo es posible que fuera considerada buena hace veinte años, vaya a serlo dentro de ochenta, y ahora no?

—Es posible que lo sea, pero lo único que quiero decir es que a mí no me gusta mucho.

—Pero ¿existe alguna diferencia entre que una cosa guste y se sepa apreciar?

—Bridey, no seas tan jesuita —dijo Sebastian.

Sin embargo, yo sabía que esta discrepancia no era solamente una cuestión de palabras, sino que ponía de manifiesto un profundo e infranqueable abismo entre nosotros. No nos comprendíamos ni remotamente ni nos comprenderíamos nunca.

—¿No es la misma distinción que hiciste al referirte al vino?

—No. Me gusta y apruebo el fin para el cual el vino sirve a veces de medio… fomentar el entendimiento y simpatía mutuos. Pero en mi caso particular no logra este objetivo, de modo que ni me gusta ni lo sé apreciar.

—Bridey, basta ya.

—Lo siento. Me parecía un punto interesante. —Gracias a Dios que fui a Eton —comentó Sebastian. Después de cenar, Brideshead dijo:

—Lo lamento, pero necesito a Sebastian durante media hora. Mañana estaré ocupado todo el día y quiero partir en cuanto acabe la fiesta. Tengo un montón de papeles que papá debe firmar. Sebastian tiene que llevárselos y explicarle de qué se trata. Es hora de que te acuestes, Cordelia.

—Primero tengo que hacer la digestión. No estoy acostumbrada a hartarme de este modo. Hablaré un poco con Charles.

—¿
Charles
? —le reprochó Sebastian—. ¿
Charles
? Señor Ryder para ti, hija mía.

—Vamos, Charles.

Cuando estuvimos solos me preguntó:

—¿De verdad eres agnóstico?

—¿Tu familia habla siempre de religión?

—No siempre. Es uno de esos temas que surgen de manera espontánea ¿no crees?

—¿Ah, sí? A mí nunca me ha sucedido.

—Entonces quizá seas un verdadero agnóstico. Rezaré por ti.

—Muy amable de tu parte.

—No puedo dedicarte un rosario entero, ¿sabes? Sólo diez avemarías y un padrenuestro. Tengo una lista tan larga de gente… Rezo por ellas siguiendo un orden y les tocan diez oraciones, más o menos, una vez por semana.

—Estoy seguro de que es mucho más de lo que merezco.

—Oh, tengo casos más difíciles que el tuyo. Lloyd George, el káiser y Olive Banks.

—¿Quién es ella?

—La echaron del convento el trimestre pasado. No sé muy bien por qué. La madre superiora encontró algo que había escrito. Si no fueras agnóstico, te pediría cinco chelines para comprar una ahijada negra.

—Nada me sorprende de tu religión.

—Es una cosa nueva que un cura misionero empezó hace poco tiempo. Envías cinco chelines a unas monjas de África y ellas bautizan a un niño y le ponen tu nombre. Yo ya tengo seis Cordelias negras. ¿No es precioso?

Cuando volvieron Brideshead y Sebastian, Cordelia tuvo que irse a la cama. Brideshead reanudó la conversación.

—Claro, realmente tiene usted razón. Concibe el arte como un medio, no como un fin. Eso es teología pura. Pero es raro hallar un agnóstico que lo crea.

—Cordelia ha prometido rezar por mí —dije.

—Hizo una novena por su cerdo —comentó Sebastian. —¿Saben que todo esto me está confundiendo muchísimo? —dije.

—Creo que estamos provocando un escándalo —repuso Brideshead.

Aquella noche empecé a darme cuenta de lo poco que conocía a Sebastian y comprendí por qué siempre se había esforzado en mantenerme apartado de su vida privada. Era como una amistad que se entabla a bordo de un barco, en alta mar, y habíamos llegado al puerto natal de Sebastian.

Brideshead y Cordelia se marcharon. Los entoldados de la feria fueron desmantelados y las banderolas arrancadas; la hierba pisoteada empezó a recobrar su color. El mes, que se había iniciado con tanta tranquilidad, llegó rápidamente a su fin. Sebastian caminaba sin bastón y había olvidado su accidente.

—Creo que será mejor que vengas conmigo a Venecia —dijo.

—Estoy sin blanca.

—Ya he pensado en eso. Allí viviremos a costa de papá. Los abogados me pagan el pasaje: primera clase y litera. Por ese precio podemos viajar los dos en tercera.

Y así lo hicimos. Primero la larga travesía por mar en clase económica hasta Dunkerque, sentados toda la noche en cubierta bajo un cielo sin nubes, mirando cómo el amanecer se iba extendiendo sobre las dunas; luego a Paris, en asientos de madera. Una vez en la capital tornamos un coche y nos hicimos conducir al hotel Lotti, donde nos bañamos y afeitamos. Almorzamos en Foyot: hacía calor y el local estaba medio vacío. Paseamos por las tiendas, adormilados, y pasamos largo rato sentados en un café a la espera de que llegase la hora de coger el tren. En el cálido y opaco atardecer, nos dirigimos a la Gare de Lyon para subir al lento tren del sur, otra vez en asientos de madera, en un compartimiento lleno de gentes humildes —que iban a visitar a su familia, rodeados —de multitud de pequeños fardos y con un aire de paciente sumisión a la autoridad, como viajan los pobres de los países del norte— y de marineros que volvían de permiso. Dormimos mal, entre sacudidas y paradas. Hicimos un transbordo durante la noche, dormimos de nuevo y despertamos con el compartimiento vacío, bosques de pinos desfilando por las ventanillas y el panorama lejano de cumbres montañosas. Uniformes diferentes en la frontera. Café y panecillos en el
buffet
de la estación, lleno de gentes dotadas de la gracia y alegría del sur. Seguimos por las llanuras: las coníferas dieron paso a viñedos y olivares. Transbordamos en Milán, y en la estación compramos a un vendedor ambulante un embutido con ajo, pan y una botella de Orvieto. (Habíamos gastado todo el dinero en París, salvo unos pocos francos.) El sol estaba alto, la campiña resplandecía y hacía calor. El compartimiento se llenaba de campesinos que subían y se apeaban en cada estación, y el olor a ajo se hizo agobiante en aquella atmósfera cálida. Por fin, al atardecer, llegamos a Venecia.

En el andén nos aguardaba una figura sombría.

—El
valet
de papá, Plender.

—He ido a esperar el expreso —dijo Plender—. El señor creía que se habrían equivocado de tren. Daba la impresión de que éste procedía sólo de Milán.

—Viajamos en tercera.

Plender disimuló una risita de cortesía.

—Tengo la góndola aquí cerca. Yo iré detrás con el equipaje, en el
vaporetto
. El señor ha ido al Lido. No sabía si iba a volver a casa antes de que llegaran ustedes. Bueno, como pensábamos que vendrían en el expreso… sin duda el señor ya ha regresado.

Nos llevó hasta la góndola. Los gondoleros vestían librea verde y blanca y ostentaban una insignia de plata en el pecho. Sonrieron e hicieron reverencias.


Palazzo. Pronto.


Si, signore Plender.

Y nos alejamos por el canal.

—¿Has estado aquí antes?

—No.

—Yo vine una vez… en barco. Es la mejor manera de llegar.


Ecco ci siamo, signori.

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