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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

Riña de Gatos. Madrid 1936 (46 page)

—No creo. Los espías no se matan entre sí. Son colegas. Se ayudan y colaboran si no es en detrimento de sus propios intereses. Y los gobiernos, otro tanto. Si el servicio de contraespionaje descubre un agente, tratan de convencerle de que cambie de bando y generalmente lo consiguen. Gente flexible, como exige su oficio. Un espía vivo es útil, muerto no sirve para nada. A veces su propio Gobierno estima oportuno apartarlos de la circulación. Pero, ya le digo, es raro. No sabemos quién mató a Pedro Teacher, y menos la causa.

—Cuando lo mataron iba a revelarme un secreto importantísimo —sugirió Anthony.

—No le haga caso —replicó David Ross—. Era un bocazas. Seguramente trataba de granjearse su confianza para sacarle información. Estaba preocupado por la venta del cuadro. Sus relaciones con el duque se habían enfriado recientemente y se sentía excluido de una operación que él había organizado con mucho cuidado.

—¿Y Kolia?

Lord Bumblebee tomó la palabra.

—Nuestros informantes le han perdido el rastro. Y seguimos sin saber su verdadera identidad. A lo mejor Kolia era Pedro Teacher. También podría ser cualquiera de los aquí presentes. Esos malditos espías se meten en todas partes. No importa. Olvídese de Kolia. Desaparecido el cuadro, usted ya no reviste el menor interés. Ni para él, ni para Moscú. Ni para nosotros, si no se ofende.

—Pero intentó matarme.

—No —dijo David Ross—. Si Kolia hubiera querido matarle, usted no estaría presente. Lo de la Puerta de Toledo fue una pantomima. Higinio Zamora Zamorano trabaja para nosotros.

Harry Parker miró el reloj.

—El tiempo pasa —dijo en tono neutro—. Quizá deberíamos irnos, salvo que tenga algo que decir o que preguntar, Whitelands.

Anthony dejó el vaso vacío sobre una mesita auxiliar y se levantó de la butaca. Le dolía la cabeza y tenía el estómago revuelto. Advirtiendo su desazón, lord Bumblebee le puso la mano en el hombro.

—Parker tiene razón. Vuelva a casa, olvídese de Madrid. Es una ciudad sucia, revuelta, la gente no sabe estar en su sitio. Y no se preocupe por su amigo Primo; no le pasará nada. El fascismo es un incordio, pero no es un problema. El problema viene de Rusia. Tarde o temprano Inglaterra habrá de aliarse con Alemania para hacer frente a la amenaza comunista. —Se volvió al retrato de Su Majestad Eduardo VIII y lo señaló con la pipa—. Su Majestad así lo entiende y no oculta sus simpatías por Hitler. Hitler no es un demócrata cabal, es cierto, pero la política no permite hacer distingos. Por eso no es para personas educadas y sensibles como usted, Whitelands. Vuelva a Londres, a sus cuadros y a sus libros. Y pídale perdón a Catherine. Ella le cubrirá de improperios, pero le perdonará. Lo está deseando. Las mujeres son una lata, pero son lo mejor que tenemos. La política, en cambio, es horrible. Los comunistas y los nazis son unos monstruos, y nosotros, que somos los buenos, no pasamos de canallas.

Epílogo

Al salir de la Embajada el sol brillaba alto en el cielo limpio, el aire era tibio, había brotes en las ramas de los árboles y flores blancas y amarillas en los parterres, proclamando la hermosa primavera de 1936. Al llegar junto a la berlina, Harry Parker volvió a mirar el reloj de pulsera y retuvo a Anthony Whitelands cuando éste se disponía a entrar.

—Todavía es temprano —dijo el joven diplomático—, y se me ocurre que le podría apetecer una última visita al Museo del Prado. Si me promete no hacer burradas, le dejo allí y le recojo en una hora. La maleta se queda en el auto.

—Gracias, Parker —dijo Anthony conmovido—. Es un detalle por su parte.

En el museo saludó a la taquillera y fue derecho a la sala de Velázquez. Una vez allí, se quedó en el centro, indeciso: disponía de poco tiempo y había de concentrarse para no desaprovechar una oportunidad que quizá no volvería a presentársele en años. Antes de levantar los ojos para fijarlos en una obra concreta, oyó pronunciar suavemente su nombre y el corazón le dio un vuelco.

—¡Tú aquí! —exclamó—. ¿Cómo sabías dónde encontrarme?

—No hay secreto —repuso ella—. Le pedí al señor Parker que te trajera. Éste me pareció un buen lugar para la despedida.

—Ah, sí, si en efecto hemos de despedirnos, no hay mejor lugar. Demos una vuelta por la sala. Si te interesa algún cuadro, te lo puedo comentar.

Paquita se agarró de su brazo y muy juntos iniciaron un lento deambular.

—Ya te habrás enterado del incendio del sótano —dijo ella—. Lo siento de veras. Anthony.

El inglés se encogió de hombros.

—Según parece, he tenido suerte. Si verdaderamente el cuadro lo pintó un moro, habría hecho el ridículo más espantoso. Para vosotros, en cambio, ha sido una gran pérdida.

—Lo mismo da. Somos ricos. Y el susto de Guillermo nos ha hecho ver el escaso valor de los objetos materiales.

—Quizá tengas razón. ¿Cómo está Guillermo? ¿Y el resto de la familia? Lamento no poder despedirme de todos.

—Guillermo se recupera de un modo admirable. A reserva de posibles recaídas, en un par de días lo tendremos otra vez en casa. Mis padres, como puedes suponer, están locos de alegría. La pobre Lilí, en cambio, está muy trastornada. Todavía es una niña y tantas sacudidas han roto su resistencia. No para de llorar y le ha dado por decir que ella tiene la culpa del incendio. Es una locura, por supuesto. Nunca sabremos qué originó el fuego. Sea como sea, papá ha decidido enviar a Lilí a Badajoz, a la finca de nuestro pariente, el duque de Olivenza. Allí olvidará este infierno y recuperará la salud y el buen humor.

Anthony abrió la boca para decir algo, pero sintió sobre sí la mirada severa del conde duque de Olivares que le observaba desde su caballo. Con la vara parecía indicarle el camino a seguir. El inglés movió la cabeza y murmuró:

—¡Pobre Lilí! —Y para desviar la conversación, añadió—: Y de José Amonio, ¿sabes algo?

—De buena mañana se ha entrevistado con Alonso Mallol, el director general de Seguridad. No ha sido un diálogo amistoso; por lo visto José Antonio le ha llamado cornudo. Lo han trasladado a la Modelo, y a la tenencia de armas se une ahora el desacato a la autoridad. Mañana iré a verle. También me quiero despedir de él.

—¿Despedir?

—Así es —dijo la joven—. A él lo soltarán en unos días. Para entonces yo no estaré aquí. Me voy, Anthony. No sólo he venido a decirte adiós, sino a contarte algo que creo que debes saber.

En la imponente sala de los cuadros no había nadie más. Paquita hizo una pausa y continuó:

—Ayer fue un día extraño. Siempre me tuve por una persona juiciosa y, sin embargo, en un solo día cambié tres veces de parecer. Por la mañana estaba convencida de haberme enamorado locamente de ti. Estaba anonadada por este descubrimiento cuando vino a casa la chica del hotel, la del lactante. Sabía que se preparaba un atentado mortal contra aquel señor inglés tan bondadoso y venía a prevenirme; no quería ser cómplice del crimen. Por eso se iba de Madrid con su hijo. Dios se apiade de ella y de la pobre criatura. Haciendo un gran esfuerzo, fui a casa de José Antonio. Por nada del mundo quería verle en aquel momento, pero sabía que sólo él podía salvar tu vida. Una vez allí, frente a frente, comprendí que el amor por ti sólo había sido un arrebato pasajero. Para mí sólo habrá habido un hombre en mi vida. Lo nuestro fue un tropiezo. No se muda el sentimiento tan de prisa.

—Tú lo hiciste tres veces en un día —replicó Anthony herido en los suyos—. ¿Cuál fue la tercera?

—La definitiva —dijo Paquita con gran seriedad—. Cuando nos avisaron de lo que le había ocurrido a Guillermo, comprendí que todos nos estábamos precipitando a un abismo y que algo había que hacer para detener la caída. En el hospital…

Detuvo unos segundos el relato, abrumada por la evocación de aquel momento, y luego prosiguió con más entereza.

—Me niego a dramatizar. En el hospital hice una promesa solemne. Si mi hermano se salvaba, yo me retiraría del mundo. Que Dios hiciera el milagro me confirmó en lo que ya imaginaba. Que todos los males sobrevenidos a mi familia eran un castigo a mis pecados. No sé si ahora el cielo y yo estamos en paz, pero al menos yo sé cuál es mi camino. Una prima de mi madre es superiora en un convento de clausura en Salamanca. Cuando haya arreglado mis cosas, me recluiré allí. De momento no pienso profesar. Sería una precipitación y últimamente ya he cometido bastantes. Pasaré unos meses rezando y meditando y pasado el verano decidiré.

Anthony trataba de asimilar la extraña sucesión de noticias. Todas las mujeres con las que había tenido una relación cambiaban de vida y de domicilio: la Toñina, Lilí y ahora Paquita. Por mi culpa, Madrid se queda sin gente, pensó. En lugar de decir algo, condujo a Paquita ante el retrato de la Madre Jerónima de la Fuente. Aunque el cuadro es relativamente grande, la monja parece diminuta, como si el paso de los años, el ascetismo y la experiencia le hubieran encogido el físico sin hacer mella en la energía de su carácter. Tiene la mirada fatigada, los párpados pesados, ligeramente enrojecidos, la boca contraída en un rictus voluntarioso. En una mano huesuda, surcada de venas, sostiene un libro; con la otra empuña un crucifijo muy grande. Ha desviado un instante los ojos de la imagen de Jesús crucificado para fijarlos fugazmente en el hombre que la está pintando y luego, por los siglos venideros, en quienquiera que se detenga a contemplar el cuadro. Su aspecto es severo, pero su mirada es piadosa y comprensiva.

—En Madrid hay dos retratos idénticos —dijo Anthony—, los dos atribuidos a Velázquez. Éste es el mejor; el otro está en una colección privada. Los dos están presididos por un lema, oscurecido por el paso del tiempo, pero fácilmente legible: Bonum Est Pretolare Cum Silentio Salutare Dei. Significa «Es buena cosa esperar de Dios la salvación en silencio.» El otro retrato lleva, además, un gallardete con otro lema que no recuerdo entero, pero que viene a decir «Su gloria será mi única satisfacción.» Me temo que a solas, en tu celda, habrás de decidir cuál de las dos versiones es la tuya.

Sin decir nada, Paquita se soltó del brazo del inglés y salió con paso lento pero irrevocable. Anthony ni siquiera se volvió a mirarla. Estuvo un rato contemplando el retrato de la Madre Jerónima de la Fuente y luego fue hasta el rincón donde estaban instaladas
Las Meninas
. Allí lo encontró Harry Parker cuando entró a buscarle, inquieto por su tardanza.

—Ya es hora, Whitelands.

—¿Se ha dado cuenta, Parker? —dijo Anthony—. Después de un largo silencio, Velázquez pintó este cuadro al final de su vida. La obra cumbre de Velázquez y también su testamento. Es un retrato de corte al revés: representa a un grupo de personajes triviales: niñas, sirvientas, enanos, un perro, un par de funcionarios y el propio pintor. En el espejo se refleja borrosa la figura de los Reyes, los representantes del poder. Están fuera del cuadro y, por consiguiente, de nuestras vidas, pero lo ven todo, lo controlan todo, y son ellos los que dan al cuadro su razón de ser.

El joven diplomático consultó el reloj una vez más.

—Lo que usted diga, Whitelands, pero se hace tarde y no podemos perder ese tren por nada del mundo.

Eduardo Mendoza

Hijo de un fiscal –Eduardo Mendoza Arias-Carvajal– y una ama de casa –Cristina Garriga Alemany–, estudió un año en una escuela de las monjas de Nuestra Señora de Loreto, otro en una de las Mercedarias y, finalmente, a partir de 1950, en el colegio de los Hermanos Maristas. Después de licenciarse en Derecho en 1965, viaja por Europa y al año siguiente consigue una beca en Londres. A su regreso en 1967 ejerce la abogacía, que abandona en 1973 para irse a Nueva York como traductor de la ONU.

Estando en Estados Unidos aparece en 1975 su primera novela
La verdad sobre el caso Savolta
. Su título original era
Los soldados de Cataluña
, pero hubo que cambiarlo debido a problemas con la censura franquista. Esta ópera prima, en la que se puede observar la capacidad de Mendoza de utilizar hábilmente diferentes discursos y estilos narrativos, lo lanza a la fama. Considerada por muchos como la precursora del cambio que daría la sociedad española y como la primera novela de la transición democrática, la obra narra el panorama de las luchas sindicales de principios del siglo XX, mostrando la realidad social, cultural y económica de la Barcelona de la época. Apenas unos meses después de su publicación muere Francisco Franco y al año siguiente
La verdad sobre el caso Savolta
recibe el
Premio de la Crítica
.

El misterio de la cripta embrujada
(1979) —una parodia con momentos hilarantes que mezcla rasgos de la novela negra con la gótica— marca el comienzo de una trilogía protagonizada por un personaje peculiar, una suerte de detective encerrado en un manicomio, de nombre desconocido.
El laberinto de las aceitunas
, 1982, la segunda novela, lo consolida como uno de los autores con más éxito de ventas. Cierra la saga detectivesca
La aventura del tocador de señoras
, 2001.

En 1983 Mendoza regresa a Barcelona, pero sigue ganándose la vida haciendo traducción simultánea en organismos internacionales. En 1986 publica
La ciudad de los prodigios
—novela en la que se muestra la evolución social y urbana de Barcelona entre las dos exposiciones universales de 1888 y 1929— considerada por la crítica como su obra cumbre. En 1999 fue adaptada al cine por Mario Camus y protagonizada por Emma Suárez y Olivier Martínez.

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