Robin Hood (2 page)

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Authors: Anónimo

Tags: #Aventuras, Poema épico

—Señor, os agradezco la confianza que habéis depositado en mí —contestó el conde,

—Entonces, conde de Sherwood, ¿puedo contar de verdad con vos ? —preguntó el rey con impaciencia,

—Majestad, no dudo de que os guían buenos deseos y de que sois sensible al sufrimiento del pueblo sajón —comenzó a decir el conde—. Pero vuestras promesas no son suficientes para paliar los daños que vuestro pueblo ha causado al mío…

—Pero es necesario que todos hagamos el esfuerzo de salvar nuestras diferencias, conde de Sherwood. La batalla de Hastings pertenece ya al pasado.

—Es cierto, señor Pero es pronto aún para confiar en vos. Es posible que sean nuestros hijos los que vivan la reconciliación entre nuestros pueblos, los que puedan vivir en paz.

—¿Tenéis hijos, conde? —preguntó el rey asintiendo.

—Espero uno, majestad.

—Conde de Sherwood, os prometo que haré cuanto pueda por acabar con los problemas del pueblo sajón, que intentaré borrar los errores de mis antepasados y que me esforzaré por apaciguar esta tierra.

—Por mi parte, majestad —contestó el conde—, os aseguro que no participaré en ningún levantamiento contra vos. Actuaré como he venido haciéndolo hasta ahora. Pero tampoco conseguiréis mi adhesión hasta que no exista una completa igualdad entre sajones y normandos.

El rey Enrique y el conde de Sherwood estrecharon sus manos y se despidieron amistosamente.

No mucho tiempo después, Edward Fitzwalter tuvo ocasión de comprobar que los buenos propósitos del rey Enrique quedaban olvidados ante una nueva revuelta sajona.

La sublevación fue castigada con terrible dureza. Sajones y normandos seguían siendo enemigos irreconciliables.

En esta triste situación vino al mundo el heredero del conde de Sherwood.

La alegría reinaba en todos los rincones del castillo del conde. Amigos y vecinos acudieron a conocer al pequeño recién nacido.

Un precioso niño había venido al mundo para felicidad de Alicia de Nhoridon y Edward Fitzwalter, sus padres.

—Se llamará Robert —dijo el conde a todos los presentes sin disimular su alegría—. Será un valeroso sajón y confío en que le toque vivir tiempos mejores.

—¡Ojalá pueda ser más feliz que nosotros! —dijo levantando su copa uno de los allí reunidos.

Y todos brindaron porque así fuera.

El conde de Sherwood era íntimo amigo del también noble sajón Richard At Lea, conde de Sulrey. Y éste y su esposa tuvieron, no mucho tiempo después, una preciosa niña, a la que pusieron por nombre Mariana.

Los dos nobles sajones se reunían con frecuencia y mantenían interminables conversaciones sobre la compleja situación del reino.

—Las sublevaciones no cesan, querido amigo —dijo Richard At Lea—. Pero el poder normando permanece inalterable a lo largo de los años.

—Sí, Richard, nuestro pueblo está extenuado por las luchas y por las humillaciones de los barones normandos. Los reyes intentan apaciguar esta tierra, pero fracasan. No son capaces de contrarrestar el poder de sus nobles.

—Y mientras tanto, ¿por qué luchamos ya los sajones, después de tanto tiempo? Todo parece ser una locura colectiva que no tiene fin…

—Ojalá Inglaterra tenga pronto un rey poderoso y justo que haga posible la igualdad entre sajones y normandos —contestó con tristeza Edward Fitzwalter

Pero los dos nobles sajones también aprovechaban su compañía para sonar, al calor de la chimenea de uno a otro castillo. El sueño que compartían era que Robert y Mariana, llegado el momento, se unieran en matrimonio.

—Nuestra amistad, conde de Sulrey, quedaría coronada por la unión de nuestros hijos.

—Nada me agradaría más, Edward, que emparentar con vos. Y estoy seguro además de que mi hija sería muy feliz con Robert.

Pasaron unos años y murió el rey Enrique de Plantagenet.

Pocos meses antes, el conde de Sherwood había perdido a su querida esposa Alicia. La única satisfacción de Edward Fitzwalter era tener cerca a su hijo Robin, como le llamaban todos cariñosamente, convertido ya en un apuesto joven.

—¿Qué pasará ahora, padre, que el rey ha muerto? —preguntó Robin ante la reciente noticia.

—Subirá al trono su hijo Ricardo, Robin.

—¿Será un buen rey? ¿Lo conoces? —preguntaba con avidez Robin.

—Lo conozco poco, hijo. Pero deseo que consiga hacer de Inglaterra un gran reino en el que se viva en paz.

III. Un nuevo rey: Ricardo «Corazón de León»

C
omo estaba previsto, tras la muerte del rey Enrique de Plantagenet subió al trono su hijo mayor, Ricardo I, conocido con el sobrenombre de Corazón de León por su nobleza y valentía.

El nuevo rey era muy sensible a la miseria en la que vivían los súbditos sajones. Conocía también los intentos que sus antepasados y, en especial, su padre, habían hecho por cambiar esa situación, sin conseguirlo. Pero él estaba decidido a dar un giro definitivo al curso de los hechos. Deseaba ser el rey de un país en el que, de una vez por todas, no existieran ni vencedores ni vencidos.

—Debemos construir una nueva Inglaterra. Pacífica, respetada en el exterior, poderosa… —decía ilusionado el nuevo rey—. Para ello se necesita la colaboración de todos por igual: sajones y normandos, nobles y plebeyos. Todos tendrán un lugar en el nuevo reino.

El rey Ricardo empezó a captar muy pronto la confianza de sus súbditos, ya fueran sajones o normandos. Entre sus más entusiastas seguidores estaban su esposa Berengaria; lady Edith Plantagenet, su prima, y la reina madre, Leonor

Entre las primeras medidas que tomó Ricardo Corazón de León, en aras de una mayor igualdad entre sus súbditos, estaba la estricta prohibición de infligir castigos corporales a los siervos, tratados como verdaderos esclavos, y la libertad de caza en los bosques, hasta ahora privilegio de los normandos.

El rey Ricardo, con su bondad y su carácter conciliador, hizo cicatrizar las heridas abiertas entre los dos pueblos. Todos lo aceptaron para que fuera el rey de todos. Odios y rencillas parecieron quedar adormecidos en un profundo sueño.

Pero Ricardo Corazón de León pasaría poco tiempo en su país. Así, tuvo que acudir a la llamada del papa Clemente III para participar en la Tercera Cruzada, con el fin de liberar Jerusalén, en manos del musulmán Saladino.

El rey, antes de su partida, tuvo grandes dudas.

—¿Cómo voy a ausentarme de Inglaterra durante tanto tiempo, y precisamente ahora, cuando más me necesitan mis súbditos? —se lamentaba.

Mas su deber como rey cristiano, su deseo de lucha contra los infieles y el sincero mensaje recibido del Papa ofreciéndole la dirección de la Cruzada, hicieron que Ricardo tomara finalmente la decisión de partir hacia Tierra Santa.

—¡Conquistaré Jerusalén. Se la arrebataré a los infieles! —decía con absoluta seguridad el rey

Durante su ausencia ocuparía el trono su hermano Juan I, conocido como Juan sin Tierra.

—Partid tranquilo, hermano mío. Aquí me encontraréis a vuestra vuelta y aquí encontraréis vuestro amado reino —dijo Juan sin Tierra a Ricardo en el momento de su marcha.

—Gracias, hermano. Sé que puedo confiar en vos. Sé que gobernaréis como yo lo haría y que cuidaréis de nuestros súbditos. Me voy tranquilo porque sé que Inglaterra queda en buenas manos.

Y, seguido de su séquito, Ricardo Corazón de León abandonó, quién sabe por cuántos años, su querida Inglaterra.

Juan sin Tierra, en muy poco tiempo, acabó con los importantes logros de su hermano. Sembró de nuevo la desconfianza y resurgió la discordia. Su crueldad y avaricia volvieron a abrir el abismo entre sajones y normandos.

Estaba convencido de que los normandos eran una clase superior y de que sólo a ellos les correspondía el poder.

La sed de venganza parecía el único móvil que empujaba a quien regentaba el destino de Inglaterra.

—No podemos seguir tolerando las continuas revueltas de los sajones —dijo Juan sin Tierra.

—Así se hará, majestad. No lo dudéis —asintieron sus colaboradores más allegados.

—Pero, señor, vivimos por primera vez una larga época de paz. Los sajones están ahora muy tranquilos —intervino un barón normando allí presente.

—¡Qué ingenuo sois, caballero! —contestó con desprecio el príncipe—. ¿Acaso creéis que los sajones han dejado de tramar conspiraciones contra mi persona? ¿Pensáis tal vez que se resignan a estar bajo una dinastía normanda? ¡Estúpido!

El barón que había manifestado públicamente su disconformidad con las palabras del príncipe era sir Percy Oswald, quien abandonó la sala inmediatamente.

Sir Percy Oswald no estaba de acuerdo con las ideas del príncipe Juan. Pensaba que lo peor para Inglaterra era volver a los tiempos de crueldad y enfrentamientos que, afortunadamente, habían sido ya superados.

Pero Juan sin Tierra no estaba dispuesto a aceptar ninguna opinión que no coincidiera con la suya. Y por ese motivo, sir Percy Oswald quedó automáticamente fuera de su círculo de confianza.

Durante uno de los frecuentes encuentros entre Edward Fitzwalter y Richard At Lea, los dos nobles se confesaron su preocupación por los rumores que corrían acerca del príncipe Juan.

—No parece que vaya a seguir los pasos de su hermano —dijo Richard At Lea a su amigo.

—El rey Ricardo fue demasiado bondadoso al confiar en su hermano —repuso Edward Fitzwalter—. De todas formas, el príncipe Juan no se atreverá a ir contra las medidas adoptadas por el rey.

—Ojalá que así sea, Edward. Pero se me ocurre una cosa. El príncipe no ignora que no simpatizamos con él. Quiero proponerte que, si a ti o a mí nos ocurriera algo, el otro iría a hacérselo saber al rey a Tierra Santa.

—De acuerdo, Richard.

No transcurrió mucho tiempo sin que se confirmaran los temores que se habían confesado los dos nobles sajones.

El príncipe Juan, apoyado por un grupo de incondicionales normandos, comenzó a romper las normas que había dictado su hermano.

Inglaterra parecía dirigirse hacia un trágico destino en el que sólo se oyera el lenguaje de las armas.

Un desgraciado día, el conde de Sherwood apareció muerto en el campo. Había salido por la mañana a visitar a un vecino. De regreso a su castillo, un grupo de encapuchados lo atacó y lo dejó muerto en el camino.

El fiel Richard At Lea acompañó a Robin en tan duros momentos. Estuvo con él durante el entierro de su querido amigo y alentó al desconsolado hijo.

—No dejes que la pena inunde tu corazón. Eres el heredero de Sherwood y debes hacer honor a tu apellido —dijo Richard a Robin, sin poder contener su emoción.

El conde de Sulrey no quiso comunicar, ni siquiera a Robin, sus sospechas de que el propio príncipe Juan podría estar implicado en la muerte de su amigo, de que todo hubiera sido una acción preparada por él y sus secuaces.

Pero Richard At Lea supo inmediatamente lo que tenía que hacer: poner los hechos en conocimiento del rey. Para ello debía encaminarse hacia Tierra Santa.

IV. Un viaje frustrado

L
levado por el deseo de que se hiciera justicia por la muerte de su amigo y tratando de evitar males peores para Inglaterra, Richard At Lea se dispuso a realizar los preparativos para su viaje a Tierra Santa.

Había asuntos importantes que tenía que resolver: conseguir dinero para poder fletar un barco y pagar a los hombres armados que lo acompañarían, y dejar a alguien encargado de la custodia de su hija.

At Lea, después de pensar en quién podría ser la persona más idónea, decidió acudir a un amigo a quien hacía tiempo que no veía: Hugo de Reinault.

Este noble caballero sajón debía algunos favores a Richard At Lea. Ahora era muy rico y, sin duda, estaría dispuesto a ayudarle.

Pero, a veces, el tiempo hace cambiar a los hombres, y lo que no podía imaginar Richard At Lea es que Hugo de Reinault fuera en ese momento partidario de Juan sin Tierra.

El príncipe Juan comenzaba a contar con un buen número de adeptos, muchos de ellos sajones. La mayoría de los caballeros reclutados lo había sido a cambio de dinero contante y sonante, o bien con la promesa de ser fuertemente recompensados con tierras y privilegios.

Éste era el caso de los hermanos Robert y Hugo de Reinault, Guy de Gisborne, Arthur de Hills y tantos otros. Todos ellos fueron capaces de traicionar a su legítimo rey, a su pueblo, a sus amigos y compañeros, incluso a sí mismos, exclusivamente por dinero y poder

A un hombre de esta calaña, a Hugo de Reinault, fue a quien se dirigió el noble Richard At Lea en busca de ayuda.

—¿Qué os trae por aquí, querido amigo? ¡Cuánto tiempo sin veros! —saludó de forma efusiva Hugo de Reinault al recién llegado.

—Yo también me alegro de veros, Hugo, aunque hubiera deseado que no fuera en esta ocasión —dijo con tristeza Richard At Lea.

—Hablad presto, Richard. ¿Qué sucede?

—¿Puedo confiar en vos? Lo que quiero contaros no lo he hablado con nadie —dijo tomando precauciones Richard At Lea.

—Soy vuestro amigo, Richard. No he olvidado cuando me ayudasteis y si hay algo que esté en mi mano, no dudéis en que podéis contar con ello. Además, soy sajón hasta la médula.

—Hace unos días murió el conde de Sherwood a manos de seguidores del príncipe Juan —dijo bajando la voz Richard At Lea.

—¿Estáis seguro? ¿Cómo lo habéis descubierto?

—No tengo pruebas, Hugo. Pero tengo la más absoluta certeza de ello. Mira lo que está ocurriendo en Inglaterra.

—Y bien, ¿qué podemos hacer, querido amigo?

—Yo debo ir a Tierra Santa a poner los hechos en conocimiento del rey. Así lo decidimos Edward Fitzwalter y yo si a alguno de nosotros le sucedía algo.

—Entonces, ¿para qué me necesitáis?

—Preciso fletar un barco a ir acompañado de un grupo de soldados. En este momento no tengo el dinero necesario. Para eso he venido a veros, para que me prestéis, si podéis, ese dinero.

—Ahora mismo no dispongo de la cantidad que necesitáis. Tendría que pedirlo yo y cobraros los intereses correspondientes.

—No importa, Hugo. Hagámoslo como decís. No estoy en condiciones de poder elegir ni de poder esperar.

—Mañana tendréis el dinero, Richard. Ahora, tomemos una copa de vino y brindemos por vuestro viaje.

—Gracias, amigo. Necesito aún pediros otro favor, quizá más importante que el anterior. Como sabéis tengo una hija. Deseo que, durante el tiempo que yo esté fuera, ella permanezca en un convento y vos seáis su tutor.

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