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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood, el proscrito (39 page)

—Los he visto antes dibujados, pero es la primera vez que veo uno de verdad. ¿Crees que nos hará daño?

—¿Qué es? —pregunté.

—Es un mangonel —dijo Robin—, una máquina de guerra que inventaron los romanos hace muchos cientos de años. Es una catapulta gigante, que puede arrojar grandes piedras a cientos de metros. Nunca he oído que se empleara una antes en Inglaterra, pero los franceses y los alemanes la utilizan para derribar los muros de los castillos. No es un arma muy precisa, y se tarda una eternidad en montarla y apuntarla de forma correcta. No pasará nada mientras nos mantengamos en movimiento. Y en movimiento vamos a estar. Pero Alan, sé prudente y no discutas con los hombres sobre esa máquina, ¿de acuerdo? Podrían encontrarla un poco desconcertante.

Asentí sin decir nada y seguí observando aquel extraño artilugio. Un pelotón de soldados ató unas cuerdas a la gran cuchara y muy despacio empezó a tirar de ella hacia abajo, en dirección contraria a nosotros, hasta que quedó paralela al suelo; entonces los hombres la sujetaron con sogas gruesas clavadas al suelo con grandes clavos metálicos. Cuando la cuchara estuvo bajada, vi que en el extremo del brazo móvil había un gran contrapeso de hierro y piedras. Luego, con muchos tropiezos y gritos, los hombres alzaron una gran piedra, del tamaño de un cerdo adulto, y la colocaron en la concavidad de la cuchara. Después de una breve consulta, todo el mundo se apartó y un hombre tiró de una palanca que, de alguna manera, soltó las cuerdas que mantenían bajada la cuchara. El enorme brazo saltó hacia arriba y, con un golpe seco que pudo oírse desde donde estábamos nosotros, a media milla de distancia, golpeó el travesaño, y la piedra salió despedida de la cuchara y trazó un arco bajo hasta estrellarse con un enorme estruendo en el arroyo que corría por el centro del valle, a mil pies de aquella máquina diabólica.

—Es demasiado grande para resultar manejable —dijo Robin.

John soltó un gruñido.

—Así es —confirmó—. Eso quiere decir que, si nos movemos, será bastante fácil evitar que nos aplaste.

—Intenta evitarlo, hazlo por mí —imploró Robin con voz burlona. John se echó a reír y, haciendo caso omiso de la escalera que subía al parapeto, saltó directamente los diez pies de altura que había entre el camino de ronda y el suelo del patio. Acto seguido, empezó a dar órdenes a sus hombres. Robin me miró.

—Será mejor que montes, Alan, vamos a tener un día muy atareado.

♦ ♦ ♦

Con John al frente, más de doscientos proscritos armados con espada y escudo, casco y lanza, más los fragmentos de armadura que cada cual había podido conseguir, salieron por la puerta principal de la mansión de Linden Lea. Era ya plena mañana, el cielo era de un azul puro y el día prometía ser caluroso. La belleza del día levantó nuestros ánimos y los hombres empezaron a cantar un aire antiguo que hablaba de la batalla del monte Baddon en la que el rey Arturo derrotó a sus enemigos. Robin y yo mismo, los únicos hombres montados, cabalgábamos en el centro de la columna cantante. Detrás de nosotros marchaban veinticinco arqueros, los mejores con que contaba Robin, encabezados por Owain. Robin había dejado a los diez hombres de más edad en la mansión para proteger a Marian. Todos habían jurado morir antes que permitir que ella fuera capturada.

—Aseguraos de que sea así —fue la respuesta de Robin, con unos ojos duros como el granito.

Marchamos directamente hacia el enemigo pero nos detuvimos a unos cien metros de la piedra arrojada por el mangonel, que había quedado clavada en el suelo del valle como una gigantesca guinda en un pastel. Los hombres formaron en dos filas de unos cien soldados cada una, con la verde muralla del bosque a un centenar de metros a la izquierda y el frente en dirección sur, hacia el ejército de Murdac, distante poco más de trescientos metros. La primera fila hincó la rodilla, sujetando con firmeza en la mano derecha la lanza, cuya contera habían clavado en la hierba, y embrazado en la izquierda el escudo en forma de cometa; la segunda fila permaneció de pie, con las lanzas apuntando al cielo. Los arqueros de Owain se situaron detrás de la segunda fila, y en retaguardia permanecimos Robin y yo, mientras nuestros caballos, el gris mío y el corcel negro de Robin, ramoneaban la hierba verde como si no hubiera nada en el mundo de lo que preocuparse. Luego esperamos. Los rayos del sol caían verticales sobre nuestras cabezas, y seguíamos esperando aún, sudando en silencio, el ataque del enemigo.

Durante una hora, los hombres de Murdac y nosotros nos observamos. Se había formado frente a nuestras filas una masa de caballería formada más o menos en dos hileras: unos doscientos hombres en total. Fuerzas igualadas, me dije a mí mismo. Pero mentía. Un jinete vale por lo menos tanto como tres o cuatro infantes. Vi claramente las sobrevestes rojas y negras de los asesinos de sir Ralph. Los cascos planos de acero, y el parpadeo brillante del sol al reflejarse en las puntas de las lanzas cuando los jinetes del primer
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se organizaron en una larga línea. Empezaba a lamentar haberme puesto el sobretodo; el forro acolchado podía ser útil para amortiguar el golpe de una espada, pero calentaba más que el infierno en aquel hermoso día de verano. El metal de nuestras armaduras empezaba también a estar demasiado caliente para tocarlo. Los hombres empezaron a agitarse. Miré arriba, al cielo de un azul perfecto: muy alto, un halcón sobrevolaba el campo en amplios círculos y observaba las evoluciones de los hombres con su desapasionada mirada de ave. John se volvió a Robin y dijo:

—¿Qué es lo que esperan? Aquí estamos, tan sólo doscientos hombres de a pie, la presa más apetitosa que se les ha presentado en mucho tiempo. ¿Por qué no atacan?

—Creen que es una trampa —dijo Robin.

—Entonces es que no son del todo idiotas —gruñó John.

Robin alzó la voz:

—Owain, adelántate y hazles cosquillas, por favor. —Luego rugió la orden—: ¡Abrid filas!

Con una espléndida precisión, todos los hombres se movieron al unísono y dieron uno o dos pasos a la derecha o a la izquierda, para permitir a los arqueros adelantarse hasta la primera línea. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo bien entrenada que estaba la infantería de Robin. Les había visto practicar en el patio de Thangbrand y en las cuevas de Robin, marchar al paso, evolucionar y realizar distintas maniobras, pero no había comprobado lo parecidos que habían llegado a ser aquellos bandidos harapientos a unos soldados de verdad. Los arqueros de Owain se adelantaron unos cincuenta pasos, se alinearon, tensaron las cuerdas de sus grandes arcos, y a la voz de «¡soltad!» mandaron una lluvia de flechas que ascendieron en el aire y fueron a caer sobre la línea de jinetes enemigos. Esta se encontraba en el límite del alcance de los arcos, a unos doscientos cincuenta metros, y los daños fueron escasos: un caballo, herido en el anca por una flecha, se echó atrás y desestabilizó a su jinete, haciendo que tropezara con el vecino de la línea y provocando un reajuste de las posiciones de todo el
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. Otro jinete cayó hacia atrás en la suya, con una flecha clavada en el costado. Ese fue todo el daño causado por aquella primera descarga. La caballería estaba demasiado bien acorazada, y la distancia era excesiva para que las flechas pudieran hacer estragos. Owain gritó de nuevo «¡soltad!», y otra leve cortina de flechas de punta de acero se abatió sobre la línea de hombres y caballos a la expectativa. De nuevo el resultado fue más bien escaso. Otro pobre animal empezó a corcovear y patear por una herida que no alcancé a ver. Pero la provocación de los arqueros tuvo el resultado deseado. Un jinete se adelantó unos pasos y exhortó a los hombres a atacar. La primera línea de la caballería se reorganizó y empezó a avanzar al paso.

—¡Owain! —voceó Robin, y los arqueros retrocedieron y volvieron a la seguridad de sus posiciones detrás de nuestra delgada línea de lanceros. Cuando hubieron pasado los arqueros, de nuevo las filas de los infantes se cerraron con precisión.

—¡Preparados para recibir a la caballería! —gritó John.

Al instante, los hombres de los extremos de la línea empezaron a cerrarse hacia atrás hasta que, en menos tiempo del que se tarda en calzarse un par de botas, formaron un círculo rígido, de tres filas de profundidad, con Robin, yo mismo y los arqueros en el centro de un anillo de hierro de unos quince metros de diámetro, con las lanzas apuntando hacia fuera y los escudos levantados, la línea exterior de lanceros colocados rodilla en tierra, y la segunda y tercera en pie detrás de ellos con las lanzas alzadas y dispuestas a ensartar a cualquier jinete que se pusiera a su alcance. Era el erizo, la formación que había visto por última vez en la granja de Thangbrand…, con los hombres desbaratados y moribundos sobre la nieve manchada de sangre. Se suponía que era invulnerable frente a la caballería; los caballos no podían atravesar aquel anillo de relucientes puntas erizadas. Pero en la granja de Thangbrand, la caballería de Murdac había desbaratado el erizo y arrollado a sus componentes. ¿Ocurriría hoy lo mismo?

La primera fila de jinetes de Murdac avanzaba al paso, y he de admitir que el espectáculo era impresionante: cada caballo iba recubierto con una gualdrapa negra que le cubría por entero el cuerpo, acolchada para proteger al animal, y la cabeza se adornaba con una pluma roja; el jinete lucía la sobreveste negra con tres cheurones rojos en el pecho. Buen Dios, debían de pasar calor pero su aspecto era magnífico. Cada hombre empuñaba una lanza de doce pies en posición vertical, con un gallardete rojo ondeando justo debajo de la afilada punta de acero. Los caballos del
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avanzaban al paso y cada jinete tocaba las rodillas de los vecinos, en una línea perfectamente recta, acercándose a nosotros como una lenta barra oscura. Detrás de la primera fila de soldados a caballo, todos ellos, según me habían dicho, jóvenes de familias nobles al servicio de sir Ralph, venía la segunda, la de los sargentos, igual de bien entrenada y también letal en el campo de batalla, pero sin ser de sangre noble. Sólo lucían dos cheurones en el pecho y no llevaban lanzas; iban armados con espada y maza.

La táctica del
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era brutalmente sencilla. La primera línea de jinetes cargaría contra nuestra infantería, golpeándola con una masa prieta de carne de caballo y acero que desbarataría nuestra formación gracias a su peso y a la fuerza del impacto. Cuando estuviéramos dispersos, la segunda fila de sargentos irrumpiría al galope y masacraría a nuestros infantes en fuga. Era un método devastador de combatir, cultivado durante décadas por los nobles de Europa hasta convertirlo en un arte excelso y mortífero.

♦ ♦ ♦

Los jinetes negros se pusieron al trote y, a una señal, las lanzas se abatieron en una oleada que cruzó de izquierda a derecha la línea de la carga; cada lanza quedó horizontal, sostenida bajo la axila del jinete, apuntada directamente al frente. En ese momento gritó uno de los nuestros, arrodillado en la primera fila, y miré a la izquierda, hacia el bosque. Por entre los gruesos árboles asomaban nuestros arqueros, con Thomas al frente: sesenta hombres inmensamente fuertes, vestidos todos con idénticas túnicas de lana verde y empuñando cada uno de ellos un gran arco de tejo de seis pies de alto, provisto de una cuerda de cáñamo y listo para disparar. Se colocaron algo más adelantados respecto de nuestra posición, en un grupo laxo protegido por la línea de árboles, a unos doscientos metros de la primera oleada de jinetes al trote.

—Vamos, vamos, bastardos, disparad —oí murmurar a John, y como si la suya hubiera sido una voz de mando, en el mismo instante las flechas empezaron a volar.

La primera nube de trazos grises cayó sobre la línea negra de la caballería como una rociada de granizo contra la puerta de un establo; los palos de un metro de largo provistos de puntas de acero mordieron en la carne de la línea que avanzaba y de pronto, como por arte de magia, aparecieron vacías unas cuantas sillas de montar de la fila de jinetes a la carga. Una segunda descarga de flechas alcanzó su objetivo y la fila se adelgazó de nuevo; llegó la tercera andanada, y los huecos en la línea atacante se hicieron visibles; con la cuarta, desapareció toda cohesión. En lugar de una fila nítida de guerreros vestidos de negro galopando hacia nuestra destrucción, lo que quedó eran varios grupos de jinetes intentando desesperadamente controlar a sus caballos, que caracoleaban enloquecidos y chocaban unos con otros, de modo que las lanzas se quebraban contra los cuerpos de los caballos como los alfileres de un acerico.

Otra oleada gris de flechas, y otra más, y ya no hubo línea de ninguna clase, sino sólo hombres y bestias que escupían sangre y se arrastraban como podían, doloridos, esparcidos a lo largo de una franja de unos cien metros en el centro del valle. Los cadáveres moteaban el suelo verde, caballos sueltos relinchaban y galopaban sin rumbo, hombres descabalgados se tambaleaban, vomitaban, forcejeaban para arrancarse flechas clavadas en la carne, e intentaban taponar la sangre de sus heridas con manos tintas en sangre. Algunos jinetes montados habían vuelto grupas, y cruzaron al galope por entre la segunda línea de los sargentos, en su pánico por escapar de aquella lluvia mortal.

Sin embargo, las flechas despiadadas les siguieron, perforaron las espaldas de sus cotas de malla, sus hombros y sus cuellos, y llevaron un caos sangriento también a la segunda línea. Muy pronto todo el cuerpo de caballería estaba en retirada, y soldados y caballos aterrorizados corrían para escapar de aquel campo de sangre. Mientras, las flechas seguían cayendo, como rayos de la venganza de Dios, abatiéndose por igual sobre animales y hombres, sin ninguna discriminación. Dos bravos jinetes ensangrentados consiguieron llegar hasta la formación de nuestro erizo, pero los caballos se detuvieron bruscamente delante de la fila invulnerable de lanzas de acero, y entonces vi a Owain hundir un metro de astil en el pecho del caballero que venía delante, mientras luchaba por recuperar el control de su montura espantada. El segundo jinete, al darse cuenta de que estaba solo, hizo girar a su caballo y galopó en zigzag para dificultar la puntería de los arqueros de nuestra formación, que empezaron a hacer apuestas, con gritos excitados, sobre quién sería el primero en derribarlo. Las flechas pasaban silbando a derecha e izquierda del jinete, pero milagrosamente consiguió llegar ileso detrás de sus líneas. Yo suspiré aliviado, porque me pareció que ya había visto bastantes muertes para el resto de mi vida. No obstante, aquel día sangriento no había hecho más que empezar.

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