Read Robin Hood, el proscrito Online

Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood, el proscrito (5 page)

»Me puse en pie al instante y le dije que lo haría si me daba algo de comer o de beber como limosna. El dijo: "Te daré lo que merezcas por el servicio". Entonces subió su caballo a la balsa. Yo recelaba de él: los jóvenes bebidos y armados suelen crear problemas a la gente. Lo sé porque no siempre he sido un fraile. Antes de hacer mis votos fui soldado en Gales, un arquero condenadamente bueno aunque me esté mal decirlo, al servicio del príncipe Iorweth; y en aquellos días cumplí más que de sobra con mi cuota de bravuconadas de borracho.

»La balsa era una simple plataforma flotante sujeta a una cuerda tendida de una a otra orilla del río. El jinete o el peatón subía a la plataforma y yo la empujaba con la ayuda de una pértiga a lo largo de la docena de metros que, más o menos, había entre ambas orillas. Robin no dijo nada mientras hacía avanzar la balsa por aquellas aguas pardas, pero bebió un largo trago de un frasco de vino que llevaba al cinto. Cuando llegamos a un par de metros de la orilla, detuve la balsa. Flotó río abajo no más de un metro y se detuvo, sujeta por la cuerda contra la mansa corriente.

»"Si os place, señor, recibiré ahora mi paga", dije. Robin me miró, y de pronto su rostro joven y agraciado se deformó por la ira y gritó: "Te pagaré lo que mereces, fraile; es decir, nada, parásito pardo. Tú y tus asquerosos hermanos habéis estado chupando la sangre de hombres buenos desde hace demasiado tiempo, amenazándoles con la condenación a menos que os den su dinero, su comida, su trabajo e incluso sus cuerpos. Yo digo que sois todos chupadores de sangre, y no dejaré que te lleves ni una sola gota de la mía. Déjame en la orilla y vete luego al infierno".

»No contesté nada; me limité a hundir la pértiga en el barro del fondo y empecé a llevar de nuevo la balsa hacia la orilla de partida. "¿Qué estás haciendo, saco de mierda maldito de Dios?", me escupió Robin lleno de ira. Pero con dos o tres buenos empujones a la pértiga, nos encontramos en el embarcadero, con la balsa pegada a la orilla. "Si no hay pago, le dije, no hay cruce."

»Al oírlo, Robin sacó su espada. Era una hermosa espada, recuerdo haber pensado, demasiado buena para el patán borracho que la empuñaba. "O me llevas al otro lado o te mato, sanguijuela corrupta", dijo Robin, y me puso la punta de la espada en la garganta. Miré sus ojos grises y supe que, borracho o no, haría lo que decía. Mi vida pendía de un hilo. De modo que clavé de nuevo la pértiga en el lecho del río y empezamos a cruzar de nuevo. Robin se relajó; seguía empuñando la espada, pero ya no apuntaba con ella a mi garganta.

Tuck hizo una pausa en ese punto y dio un mordisco a una manzana arrugada.

—Ahora, Alan, cuida de no contar por ahí lo que voy a decirte. Es un tema delicado para Robin. El es un hombre orgulloso, y puede ser muy peligroso si se empeña en defender su reputación. —Hice un gesto de asentimiento, y continuó—: Más o menos en la mitad del río, estando él con la espada en la mano y de espaldas a la otra orilla, grité de pronto: «¡Dulce nombre de Cristo!», y señalé por encima de su hombro un punto incierto del bosque que se extendía frente a mí. Robin se dio la vuelta, alarmado, con un movimiento torpe de borracho, para ver lo que yo señalaba…, y utilizando la pértiga como una lanza, le golpeé con la punta roma en un lado de la cabeza, precisamente en la sien. Se derrumbó como un saco de patatas y cayó por el extremo de la balsa a las lentas aguas pardas del río.

Me quedé mirando a Tuck con la boca abierta. Luego me eché a reír.

—¿Lo dices en serio? —pregunté, entre bufidos de risa—. ¿Robin Hood se tragó ese viejo truco? «Oye, ¿qué es eso que tienes a la espalda?» ¿Una treta que ya era vieja cuando Caín mató a Abel?

El hermano Tuck asintió.

—Se lo tragó. Pero procura no comentárselo a nadie. El pobre muchacho sigue siendo muy sensible en ese tema. Era muy joven, recuérdalo, y estaba borracho como una cuba.

Apagué mis resoplidos de risa con un trago de sidra.

—¿Qué ocurrió luego?

—Bueno, lo pesqué, desde luego —dijo Tuck—. Estaba totalmente inconsciente, de modo que lo arropé con unas mantas y le dejé dormir en mi celda el resto del día y toda la noche.

»Por la mañana despertó con dolor de cabeza y se disculpó, y yo le serví un caldo caliente, y hablamos e hicimos las paces. Desde entonces hemos sido amigos. Años más tarde, cuando fue declarado proscrito (pero esa es una historia para otro día), venía a visitarme a menudo. De vez en cuando dejaba a compañeros heridos en la celda para que los cuidara, hasta que encontró a alguien que sabía curarlos mejor que yo. Pero esa también es otra historia. En todo caso, nunca he vuelto a ver borracho a Robin desde aquel día. Tampoco le he visto dejarse llevar en público por la ira. No obstante, está furioso por dentro, el porqué no lo sé, pero por dentro hierve y por fuera, por lo menos hasta ahora, es de hielo. Es la quintaesencia del hombre frío-caliente.

El almuerzo de mediodía había acabado. A lo largo de toda la columna los secuaces de Robin guardaban los sacos de comida en los carros, se sacudían las migas de la ropa y arrojaban las sobras entre los arbustos. Yo me sentía saciado y bastante soñoliento después de la comilona. No había dormido la noche anterior, aunque las horribles escenas del hombre al que arrancaron la lengua no parecían más que una pesadilla a la luz dorada del sol de aquella tarde gloriosa. Tuck se dio cuenta de mi cansancio y sugirió que hiciera un trecho del viaje subido a uno de los carros. De modo que me hice un hueco entre los sacos de trigo y las balas de heno en el carro más grande de todos, y me tendí allí mientras la caravana seguía su camino. Pensé en la historia de Tuck, e intenté imaginar a Robin, el hombre tranquilo y controlado que había conocido la noche anterior, como un jovenzuelo borracho y furioso, pero me resultó increíble, de modo que lo aparté de mi mente y muy pronto el traqueteo del carro y los apagados ruidos familiares de la caravana mecieron mi sueño.

♦ ♦ ♦

Cuando desperté era de noche, una luna en cuarto creciente brillaba alta en el cielo y el carro estaba en el patio de lo que parecía una granja de grandes dimensiones: una amplia explanada con establos y otras dependencias. Debí de dormir toda la tarde y la primera parte de la noche. No había nadie a mi alrededor, pero los caballos estaban recogidos en un alpende junto a un palomar, una de las muchas construcciones que flanqueaban el patio. Uno de los caballos destacaba entre todos: enteramente blanco, iba revestido con la gualdrapa más lujosa que había visto durante todo el viaje, o nunca, para el caso. Era la montura de una dama, no de la esposa de un granjero acomodado, sino de una mujer de noble cuna. Contemplé durante un rato el caballo pensando que tan sólo la brida podía costar cinco marcos, y durante un breve instante consideré la posibilidad de robarla. Tenía hambre otra vez, se oían ruidos de jolgorio —grandes carcajadas broncas y música—, y un fuerte olor a carne asada y cerveza derramada provenía de una puerta entreabierta a un costado de la casa. Nunca podría escapar con la brida, pensé. Ni siquiera sabía dónde me encontraba exactamente y en qué dirección había de escapar, ni dónde vender el botín. De manera que me apeé del carro, me sacudí la paja y me dirigí hacia la puerta entreabierta en busca de algo que comer.

La escena que vi en el interior haría enrojecer al diablo: una gran sala comunal cálida y ruidosa con una chimenea enorme en un extremo; una pata de venado asándose al fuego en un espetón que hacía girar un muchacho sudoroso, sucio y semidesnudo; los hombres y mujeres de Robin, esparcidos por la sala o recostados, medio beodos, sobre una mesa en la que aparecían los restos del festín: pan desmigajado, un charco de cerveza derramada, grasientas bandejas de madera apiladas, restos de comida y huesos de animales. En un rincón de la sala una pareja se acoplaba como animales: la muchacha, una pelirroja de no mucha más edad que yo mismo, estaba vuelta hacia la pared y apoyaba en ella las palmas de las manos, con la falda arremangada hasta la cintura, mientras su amante la penetraba desde atrás entre empujones y gruñidos. El ruido era ensordecedor, hombres de caras sofocadas se cruzaban pullas de un lado a otro de la mesa; tres mujeres peleaban entre ellas, gritando y agitando los puños; un patán borracho soplaba con todas sus fuerzas para arrancar unos gemidos quejumbrosos de una gaita. La pelirroja ocupada en el rincón volvió de pronto la cabeza y miró directamente en mi dirección, mientras yo seguía vacilante en el umbral. Tenía unos ojos grandes y espléndidos, del color de la hierba en primavera, y sostuvo mi mirada durante un instante antes de sonreír y alzar una ceja cargada de sugerencias. Su mirada fue como un golpe físico: aquellos ojos hipnóticos, de un verde brillante, y el aire de cínico desdén hacia la bestia jadeante que estaba detrás de ella y dentro de ella. Aparté la vista a toda prisa, pero no sin sentir un hormigueo inquieto y claramente placentero en mis ingles vírgenes.

Di un paso atrás y mis ojos alucinados tropezaron con dos hombres sentados a una mesa pequeña junto a la puerta, que hablaban en voz baja: un oasis de calma y sobriedad en el ojo del huracán de aquella barahúnda de borrachos. Eran John el gigante, que me daba la espalda, y el escribano Hugh, enfrascados los dos en una conversación particular. Un hombre se dirigió tambaleándose hacia su mesa, con el cuerpo ondulante como un abedul plateado en medio de la tormenta, empuñando una jarra llena de cerveza. Se inclinó hacia la mesa, colocó la cabeza entre John y Hugh y gritó algo que no pude oír bien. El escribano se limitó a echarse un poco atrás, y John, sin siquiera levantarse de su asiento, plantó su enorme puño izquierdo en la cara del borracho, que salió despedido hacia el centro de la sala. El hombre cayó sentado en el suelo, y se deslizó hacia el olvido. John ni siquiera volvió la cabeza para comprobar el resultado de su acción.

Oí que el gigante decía:

—Entonces, ¿qué es lo que quiere tu hermano con todo esto? En el fondo de su alma, quiero decir.

E indicó con un amplio gesto de su enorme brazo la masa aullante de proscritos borrachos. Hugh se encogió de hombros.

—Muy sencillo. Quiere lo mismo que todos los hombres: ser más grande que su padre.

Entonces me vio pivotar nervioso el peso de mi cuerpo de una pierna a la otra, y se levantó de su silla:

—Bienvenido, Alan —me dijo—. Ven con nosotros.

Arrimó un taburete para mí y me sentó a la mesa, al lado de John. Yo apenas me atreví a mirar al gigante por miedo de que me golpeara por mi atrevimiento como al borracho impertinente, y cuando una camarera me puso delante una jarra de cerveza y una loncha de carne de venado —¡carne dos veces el mismo día!—, enterré la cara en mi plato y no despegué la lengua.

Hugh y John me miraron comer un rato en silencio y luego, cuando ya casi había acabado la comida, el escribano preguntó:

—Y bien, ¿qué te parece nuestra pequeña compañía?

Lo miré, con la boca llena de carne de venado y la grasa y la sangre escurriéndose por mi barbilla, y asentí, queriendo indicar que la encontraba agradable.

—En cualquier caso, la vianda por lo menos le gusta —comentó John, y soltó una carcajada que retumbó de tal modo que toda la habitación pareció temblar. Yo asentí de nuevo con más vigor, y bebí un largo trago de cerveza para bajar la carne.

—Bueno, tus modales en la mesa necesitan pulirse un poco —dijo Hugh—, pero en cambio pareces saber cómo tener la boca cerrada. Es la lección más importante que todos han de aprender: mantener bien cerrada la boca, y no decir nunca nada ni siquiera a los amigos. ¿Te ha dicho alguien cuál va a ser tu trabajo?

Me limité a mirarlo fijamente mientras me limpiaba la barbilla, sin despegar los labios. El continuó:

—Pues has sido asignado a Robert, tu señor; y él mismo se encargará de tu aprendizaje y educación. También te proporcionará ropa, armas y alimento. Hasta que decidamos lo que vamos a hacer contigo, serás su asistente personal; tu tarea consistirá en protegerlo, servirle las comidas, hacer recados para él…, e intentar no molestarlo demasiado. Tener la boca cerrada en todo momento será una excelente norma —añadió, pero sin aspereza.

—Puedes empezar por llevarle la cena —siguió diciendo—. Hay una bandeja preparada en el mostrador para él, que espera en la habitación de atrás. En marcha —ordenó, y señaló con el pulgar extendido la boca oscura de un pasillo.

Cuando me levanté para obedecerle, añadió:

—Oh, y llama a la puerta antes de entrar en la habitación. Podría estar… ocupado.

Al oír aquello, John dio una palmada en la mesa y lanzó otra carcajada tonante. Hugh frunció el entrecejo:

—Y no olvides lo que te he dicho de tener la boca cerrada.

Yo estaba molesto por sus últimas observaciones. ¿Creía que yo era un patán capaz de presentarse delante del señor sin pedir antes permiso? ¿Que no podía entender a la primera una simple orden de guardar silencio? ¿Y qué era lo que les hacía tanta gracia, de todos modos?

Recogí la pesada bandeja —venado, queso, pan, fruta y una jarra de vino— en un mostrador colocado a un lado de la sala, repleto de comestibles apetitosos, y de paso me metí en la bolsa un par de manzanas por puro hábito. Luego me adentré en el pasillo que me había indicado Hugh.

Era bastante largo, y a medida que me alejaba del barullo del salón, pude oír con claridad una voz de mujer que cantaba. Se hizo más fuerte a medida que me acercaba. Era una voz hermosa, aguda y muy pura, que resbalaba sobre la melodía como una cascada gélida y cristalina en invierno cae espumeante entre las rocas; las palabras salpicaban la canción como gotas de agua relucientes al sol, para aquietarse luego en un remanso musgoso y acelerar después, de pronto, justo antes de deslizarse de nuevo con elegancia al ritmo de la melodía…

Me detuve, dejé la bandeja en el suelo y me arrimé a la puerta para escuchar. Era una tonada que conocía bien, la
Canción de la doncella
, que mi madre solía cantar mientras se afanaba junto al fuego de nuestro hogar en los días felices, antes de que nos arrebataran a mi padre. Mi padre nos había enseñado a todos a cantar en el estilo de los monjes de Notre Dame de París, no todos la misma nota, sino con ligeras variaciones de notas que se fundían en un conjunto agradable. Nadie más en la aldea sabía hacerlo, y nos sentíamos orgullosos de la manera en que nuestra familia podía ejecutar ese nuevo tipo de música coral.

Sentí un nudo en la garganta cuando acabó la
Canción de la doncella
. Me sentí muy lejos del hogar. «Canta otra, cántala otra vez», quise gritar, pero contuve mi lengua. La emoción se agitaba en mi pecho. Me sentía a punto de romper a llorar. Al otro lado de la puerta oí el murmullo de una breve conversación y luego otra voz, de hombre, entonó una nueva canción: la vieja balada
Mi amor es hermoso como una rosa en flor
.

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