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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma

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Sobrecubierta
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General Interest
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Steven Saylor
La leyenda es histórica, igual que la historia es legendaria.
ALEXANDRE GRANDAZZI,
The Foundation of Rome.
NOMBRE DE LOS MESES ROMANOS
Los nombres de los meses romanos eran januarius, februarius, martius, aprilis, maius, junius, quinctilis (posteriormente julius, en honor a Julio César), sextilis (posteriormente augustus, en honor a César Augusto), september, october, november y december.

Los primeros días de cada mes eran las calendas. Los idus caían el decimoquinto día de martius, maius, quinctilis y october, y el día decimotercero de los demás meses. Las nonas caían nueve días antes de los idus.

I
UN ALTO EN LA RUTA

DE LA SAL

1000 a.C. En cuanto doblaron un recodo del camino que seguía el curso del río, Lara reconoció la silueta de la higuera en lo alto de una colina cercana. Hacía calor y los días eran largos. La higuera había echado hojas, pero no había dado frutos todavía.

Lara avistó enseguida otros puntos de referencia: una protuberancia de piedra caliza junto al camino cuya silueta recordaba la cara de un hombre, una zona pantanosa cerca del río donde las aves acuáticas quedaban fácilmente atrapadas, un árbol alto que parecía un hombre con los brazos levantados. Se acercaban al lugar donde había una isla en medio del río. Era un buen lugar de acampada. Aquella noche dormirían allí.

A lo largo de su corta vida, Lara había ido y venido muchas veces por el camino del río. El camino no lo había abierto su gente, pues siempre había estado ahí, como el río, pero sus pies calzados con piel de venado y las ruedas de madera de sus carretillas lo desgastaban sin cesar. El pueblo de Lara se dedicaba al comercio de la sal y su forma de vida les obligaba a estar viajando continuamente.

En la desembocadura del río, el pequeño grupo formado por media docena de familias emparentadas entre sí se dedicaba a recoger sal de los grandes lechos de ese mineral que se formaban junto al mar. Lavaban y tamizaban la sal y la cargaban en carretillas. Cuando tenían las carretillas llenas, la mayoría de los integrantes del grupo se quedaba allí, al cobijo de las rocas de la playa o de sencillos cobertizos, mientras que una partida integrada por una quincena de sus miembros más vigorosos emprendía de nuevo el camino que flanqueaba el curso del río.

Con su valioso cargamento de sal, los viajeros atravesaban las llanuras costeras y se dirigían luego hacia las montañas. Pero el pueblo de Lara nunca llegaba a las cumbres; viajaban únicamente hasta la falda de las colinas. Los bosques y los prados situados a los pies de las montañas estaban muy poblados y los habitantes de la zona se repartían en pequeños pueblos. A cambio de la sal, esa gente entregaba a los familiares de Lara carne secada al sol, pieles de animales, hilo de lana para tejer, utensilios de arcilla, agujas y herramientas hechas de hueso para raspar materiales y pequeños juguetes de madera.

Realizado el trueque, Lara y su gente regresaban al mar siguiendo el camino del río. Y el ciclo volvía a empezar.

Siempre había sido así. Lara no conocía otra vida. Viajaba de un lado a otro, arriba y abajo del camino del río. No había un único lugar que fuera su casa. Le gustaba vivir a orillas del mar, donde siempre había pescado para comer y el delicado chapoteo de las olas la acunaba por las noches hasta que caía dormida. La falda de las montañas le gustaba menos: el camino era más empinado, las noches podían ser frías y la visión de aquellos paisajes tan amplios la mareaba. Se sentía incómoda en los poblados y cuando estaba con desconocidos se mostraba tímida. Donde más se sentía como en casa era en el camino. Le encantaba el olor del río en los días calurosos y el croar de las ranas por la noche. Entre la abundante vegetación que flanqueaba el río crecían uvas y sabrosas bayas de frutos del bosque. Incluso en los días más calurosos, el atardecer traía consigo la brisa fresca del agua, que suspiraba y cantaba entre los juncos y las hierbas altas.

De todos los lugares que había a lo largo del camino, el favorito de Lara era la zona a la que se aproximaban en aquellos momentos, la de la isla en mitad del río.

El territorio que se extendía junto a ese tramo del cauce era prácticamente llano, pero en las cercanías de la isla, el terreno por donde salía el sol era como un pedazo de tela arrugada, con colinas, crestas y valles. La gente de Lara poseía una cuna de bebé hecha de madera, que incluso podía sujetarse a una carretilla mediante cuerdas, y que había ido pasando de generación en generación. La isla tenía la forma de esa cuna, más larga que ancha y puntiaguda en el extremo queapuntaba río arriba, donde la corriente había erosionado ambas orillas. La isla era como una cuna, y las colinas del lado del río por donde salía el sol eran como mujeres ancianas envueltas en gruesos mantos reunidas para contemplar al bebé que estaba dentro de ella… así era como el padre de Lara le había descrito en una ocasión la configuración del terreno.

Larth hablaba siempre así, conjurando en el paisaje imágenes de gigantes y monstruos. Percibía los espíritus, los llamados numina,*que moraban en rocas y árboles. A veces incluso hablaba con ellos y escuchaba lo que decían. El río era su más viejo amigo y le explicaba dónde encontrar mejor pesca. A partir del murmullo del viento predecía el tiempo que haría durante los próximos días.

* Numen o «presencia» (plural numina) es un término latino que hace referencia al espíritu sagrado que, según las creencias de la antigua Roma, habita en un lugar u objeto concreto. (N. de la T).

Gracias a estas habilidades, Larth era el líder del grupo.

–Estamos cerca de la isla, ¿verdad, papá? – dijo Lara. – ¿Cómo lo has sabido?

–Por las colinas. Primero, a la derecha, empezamos a ver las colinas. Las colinas van aumentando de tamaño. Y justo antes de llegar a la isla, vemos la silueta de esa higuera allá arriba, en la cima de esa colina. – ¡Buena chica! – aprobó Larth, orgulloso de la memoria de su hija y de sus poderes de observación. Era un hombre fuerte y atractivo, con una barba negra salpicada por algunas canas. Su esposa le había dado varios hijos, pero todos habían muerto de pequeños excepto Lara, la última, de cuyo parto falleció su esposa. Lara era para él un bien muy preciado. Tenía el cabello dorado como su madre. Y ahora que había alcanzado la edad fértil, Lara empezaba a exhibir la plenitud de las caderas y los pechos de una mujer. El mayor deseo de Larth era vivir para ver a sus nietos. No todos los hombres vivían para verlo, pero Larth albergaba esperanzas. Había estado sano toda la vida, en parte, creía, porque siempre había procurado ser respetuoso con los numina que encontraba durante sus viajes.

Respetar a los numina era importante. El numen del río era capaz de succionar a un hombre hacia su interior y ahogarlo. El numen de un árbol podía hacer tropezar a un hombre con sus raíces, o hacer caer sobre su cabeza una rama podrida. Las rocas podían ceder bajo el paso del hombre y reír a más no poder por la traición cometida. Incluso el cielo, con un furioso rugido, enviaba de vez en cuando lenguas de fuego capaces de chamuscar a un hombre como a un conejo en un asador o, peor aún, de dejarlo con vida después de haberle robado sus sentidos. Larth había oído decir que incluso la tierra podía abrirse y engullir a los hombres; pese a no haber visto jamás una cosa así, cada día seguía llevando a cabo un ritual matutino en el que pedía permiso a la tierra antes de posar los pies en ella.

–Este lugar tiene algo especial -dijo Lara, contemplando el resplandeciente río que corría a su izquierda y, luego, las colinas rocosas y salpicadas de árboles que se elevaban delante de ella y a su derecha-. ¿Cómo se hizo? ¿Quién lo hizo?

Larth frunció el entrecejo. Aquellas preguntas no tenían sentido para él. Los lugares no se «hacían», sino que «eran», simplemente. Era posible que, con el tiempo, se alterasen pequeños aspectos. Arrancado de raíz por una tormenta, un árbol podía acabar cayendo al río. Un peñasco podía decidir ponerse a rodar montaña abajo. Los numina, que lo animaban todo, se ocupaban día tras día de dar nueva forma al paisaje, pero las cosas esenciales no cambiaban nunca y siempre habían existido: el río, las colinas, el cielo, el sol, el mar, las salinas de la desembocadura del río.

Estaba intentando encontrar la manera de exponerle estos conceptos a Lara cuando la llegada del grupo sobresaltó a un venado que estaba bebiendo agua en el río. El venado se escondió entre los arbustos de la orilla y luego cruzó el camino. Pero en lugar de correr, el animal se quedó quieto, mirándolos. Y Larth escuchó la palabra «cómeme» tan claramente como si el animal la hubiese pronunciado en voz alta. El venado se presentaba a modo de ofrenda.

Larth se volvió para gritar una orden, pero el cazador más habilidoso del grupo, un joven llamado Po, ya se había puesto en acción. Po empezó a correr, levantó el palo afilado que siempre llevaba con él y lo arrojó de tal manera que pasó silbando entre Larth y Lara.

Un instante después, la lanza impactaba en el pecho del venado con tanta fuerza que el animal cayó derribado al suelo. Incapaz de incorporarse, sacudió el cuello y agitó sus largas y frágiles patas. Po pasó corriendo por delante de Larth y Lara. Cuando llegó al punto donde había caído el venado, le liberó de la lanza y asestó un nuevo golpe al animal. El venado emitió un sonido apagado, como un grito ahogado, y dejó de moverse.

El grupo estalló en vítores de alegría. Esa noche, en lugar de cenar otra vez pescado, comerían venado.

La distancia que separaba la orilla del río de la isla no era grande, pero en esta época del año (principios de verano) el río estaba demasiado crecido para vadearlo. Hacía ya tiempo que la gente de Lara había construido sencillas balsas con troncos sujetos mediante correas de cuero. Las dejaban a orillas del río e iban reparándolas y sustituyéndolas a medida que era necesario. La última vez que pasaron por allí había tres balsas abandonadas en la orilla este, en buenas condiciones todas ellas. Dos de las balsas seguían todavía allí, pero la otra había desaparecido. – ¡La veo! Allí… sobre la arena de la isla, casi oculta por esas hojas -dijo Po, que tenía la vista muy aguda-. Alguien debe de haberla utilizado para cruzar.

–A lo mejor siguen en la isla -dijo Larth. No veía con malos ojos que otros utilizaran las balsas, y la isla era lo bastante grande como para poder compartirse. De todos modos, la situación exigía precaución. Ahuecó las manos, se las acercó a la boca y lanzó un grito. Al poco apareció un hombre en la orilla de la isla. El hombre les saludó agitando las manos. – ¿Lo conocemos? – preguntó Larth, entrecerrando los ojos.

–Creo que no -dijo Po-. Es joven… de mi edad o más joven, diría. Parece fuerte. – ¡Muy fuerte! – apuntó Lara. Incluso de lejos, la musculatura del joven desconocido resultaba impresionante. Iba vestido con una túnica corta sin mangas, y Lara nunca había visto un hombre con unos brazos como aquéllos.

Po, que era pequeño y delgado, miró a Lara de reojo y frunció el entrecejo.

–No estoy seguro de que me guste el aspecto de ese desconocido. – ¿Por qué no? – se extrañó Lara-. Nos sonríe.

En realidad, el joven sonreía a Lara, y solamente a Lara.

Los dos grupos montaron sus campamentos en extremos opuestos de la isla. Como un gesto de amistad, y hablando con las manos, Larth invitó a Tarketios y a los demás a compartir el venado con ellos. Mientras anfitriones e invitados celebraban el banquete junto a la hoguera donde se había asado la pieza, Tarketios intentó explicar los detalles de su artesanía. El resplandor del fuego iluminaba los ojos de Lara al contemplar a Tarketios señalando en dirección a las llamas y expresando, con gestos de mímica, la acción del martilleo. Cuando él le sonrió, su sonrisa fue como un alarde. Ella nunca había visto unos dientes tan blancos y tan perfectos.

Po vio el intercambio de miradas y puso mala cara. El padre de Lara vio esas mismas miradas y sonrió.

Se llamaba Tarketios. Poco más podía decir Larth aparte de eso, pues el desconocido hablaba un idioma que Larth no conocía y en el que todas las palabras eran tan largas y enrevesadas como su nombre. ¡Comprender al venado había resultado más sencillo que comprender los ruidos extraños que articulaban aquel hombre y sus dos acompañantes! Aun así, parecían amigables, y los tres no representaban ninguna amenaza para los comerciantes de sal, más numerosos.

Tarketios y sus dos compañeros, de más edad, eran habilidosos artesanos del metal y procedían de una región situada a unas doscientas millas en dirección norte, donde las montañas eran ricas en hierro, cobre y plomo. Habían realizado una expedición comercial por el sur y estaban de regreso a casa. Igual que el camino del río llevaba a la gente de Larth desde la costa hasta las colinas, otro camino, perpendicular al río, atravesaba la extensa llanura costera. La isla era un lugar ideal para vadear el río, y era aquí donde ambos caminos se cruzaban. En esta ocasión, los comerciantes de sal y los comerciantes de metal coincidieron casualmente en la isla el mismo día. Era la primera vez que se encontraban.

La cena terminó. Los comerciantes de metal, después de numerosos gestos de gratitud por el venado, se retiraron a su campamento en el otro extremo de la isla. Antes de desaparecer entre las sombras, Tarketios miró por encima del hombro y regaló a Lara una sonrisa de despedida.

Mientras los demás se ponían a dormir, Larth permaneció despierto un rato más, como era su costumbre. Le gustaba contemplar el fuego. Como todas las demás cosas, el fuego poseía un numen que a veces se comunicaba con él, mostrándole visiones. Larth cayó dormido cuando las últimas brasas estaban prácticamente apagadas.

Larth pestañeó. Las llamas, que habían quedado reducidas a casi nada, cobraron fuerza de repente. El aire caliente le azotó en la cara. Sentía los ojos abrasados por unas llamas blancas más brillantes que el sol.

Entre aquel brillo cegador, percibió un objeto levitando por encima de las llamas. Era un miembro masculino, separado del cuerpo pero aun así rampante y erecto. Tenía alas, como un pájaro, y permanecía inmóvil flotando en el aire. Aunque parecía estar hecho de carne, era insensible a las llamas.

Larth había visto ya antes el falo alado, siempre en las mismas circunstancias, cuando miraba fijamente una hoguera y empezaba a quedarse dormido. Le había dado incluso un nombre o, más concretamente, el objeto había inculcado un nombre en su cabeza: «Fascinus»

Fascinus no era como los numina que animaban árboles, piedras o ríos. Esos numina existían sin tener nombre. Todos ellos estaban vinculados al objeto donde moraban, y se diferenciaban poco entre sí. Cuando aquellos numina hablaban, no siempre se podía confiar en ellos. A veces se mostraban amistosos, pero otras veces eran maliciosos, hostiles incluso.

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