Roxana, o la cortesana afortunada (29 page)

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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

»Si encuentro alguna casa que sea de vuestro gusto, podéis mudaros allí conmigo mañana por la mañana en un coche de punto y llevar con vos los vestidos y la ropa de cama que mejor os parezca, aunque es mejor que sean los más sencillos que tengáis. Una vez hecho eso, ya no tendréis que volver a poner el pie en esta casa ni que ver a nadie más. Les diré a los criados que os habéis visto obligada a partir para Holanda a causa de un asunto imprevisto, y que no tenéis más remedio que despedir a vuestro séquito; les avisaré con antelación o, si lo aceptan, les pagaré el salario de un mes. Luego, venderé vuestros muebles lo mejor que pueda. En cuanto a la carroza, mandaré que la pinten y le pongan tapicería nueva, cambiaré los arneses y el asiento del cochero y de ese modo podréis quedárosla o venderla, como mejor os plazca. Con tal de que vuestro alojamiento esté en algún lugar apartado de la ciudad, pasaréis tan desapercibida como si no hubieseis pisado Inglaterra en toda vuestra vida.

He aquí el plan de Amy, y tanto me complació que decidí no sólo ponerlo en práctica, sino acompañarla yo misma a buscar casa, pero ella me disuadió alegando que, si iba sola, podría ir de aquí para allá, mientras que, si la acompañaba, no sería más que un estorbo.

En una palabra, Amy se marchó y pasó fuera cinco horas. Cuando volvió, noté por su expresión que sus esfuerzos habían valido la pena, pues llegó risueña y jadeando.

—¡Oh!, señora —dijo—, no podría ser más de vuestro gusto.

Y me contó que había alquilado habitaciones en una casa que había encontrado por casualidad en un patio de las Minories
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, y en la que no vivía ningún hombre, porque el marido había emigrado a Nueva Inglaterra. La mujer tenía cuatro hijas y dos sirvientas, y vivía bien, pero necesitaba compañía, motivo por el cual había accedido a alojar a sus dos huéspedes.

Amy aceptó pagar un alquiler algo elevado porque quería que me tratasen bien y acordó que pagaríamos treinta y cinco libras por seis meses, y cincuenta, si empleábamos los servicios de la criada. Podíamos estar seguras de que todo el mundo sería de lo más circunspecto, pues se trataba de una familia de cuáqueros, cosa que me alegró mucho.

Estaba tan contenta que decidí acompañar a Amy al día siguiente a ver mis habitaciones y conocer a la señora de la casa y asegurarme así de que ambas me convenían; pero, si el conjunto me había resultado tentador, los detalles todavía me gustaron más, pues la amable señora (debo llamarla así, aunque fuese cuáquera) era una persona correcta, amable y cortés, muy bien educada y muy simpática, y, en una palabra, su conversación era tan entretenida, tan seria y, al mismo tiempo, tan alegre y divertida que apenas puedo expresar con palabras lo mucho que me agradó y deleitó su compañía. El caso es que decidí quedarme y me instalé allí esa misma noche.

Sin embargo, aunque a Amy le costó casi un mes guardar las apariencias y vender las cosas tal como se ha dicho antes, yo no necesitaré tanto y bastará con decir que Amy rompió mis lazos con todo aquello y se presentó con armas y bagajes en nuestra nueva casa.

Ahora vivía totalmente retirada, lejos de todas las miradas de quienes me habían conocido y corría tanto riesgo de encontrarme con alguno de mis antiguos conocidos como si estuviera en las montañas de Lancashire, pues, ¿cómo iba a pasar una jarretera azul, o un coche de seis caballos por un estrecho pasaje de las Minories o de Goodman's Fields? Y, como no corría peligro de encontrármelos, tampoco tenía el menor deseo de volver a verlos en lo que me quedaba de vida.

Al principio, entre todas las idas y venidas de Amy, estuve un poco más preocupada, pero, cuando todo estuvo dispuesto, pudimos llevar una existencia totalmente apartada con aquella dama, tan encantadora y tan educada —pese a ser cuáquera— que lo mismo podría haber sido una duquesa, pues tenía en suma, tal como he contado, una conversación muy agradable.

Después de llevar allí un tiempo, fingí interesarme por el vestido de los cuáqueros, y eso le complació tanto que quiso vestirme con su ropa, aunque mi verdadero designio era comprobar si podría servirme como disfraz.

A Amy le impresionó la novedad y, aunque yo no le había revelado mis intenciones, en cuanto la cuáquera salió de la habitación, me dijo:

—Adivino lo que estáis pensando, es un disfraz perfecto, parecéis otra persona. Yo misma no os habría reconocido. Es más —añadió Amy—, os hace parecer diez años más joven.

Nada podría haberme dejado más satisfecha y, cuando Amy me dijo aquellas palabras, me alegré tanto que le pregunté a la cuáquera (no quiero llamarla casera, pues sin duda es una palabra demasiado grosera para ella y se merece otra mucho mejor) si no estaría dispuesta a venderme su ropa. Le dije que me había gustado tanto que le pagaría suficiente para que pudiera comprarse otro vestido mejor; al principio, ella declinó, pero enseguida noté que lo hacía por delicadeza, para que yo no tuviese que rebajarme a vestir su ropa vieja. Y por fin se ofreció acompañarme a comprar un vestido nuevo que fuese más apropiado para mí.

Yo siempre le había hablado con suma franqueza y le pedí que hiciera lo mismo conmigo. Le expliqué que no tenía reparos de esa clase y que, si accedía a vendérmela, se la pagaría bien, así que me dijo lo que le había costado y, para compensarla, le di tres guineas más de lo que había pagado.

Aquella amable (aunque desdichada) cuáquera tenía la desgracia de haberse casado con un mal marido que la había abandonado para ir al otro lado del mar. Poseía una buena casa muy bien amueblada y unas rentas de las que vivían ella y sus hijas, por lo que no pasaba necesidad. No obstante, agradecía la ayuda que suponía tenerme como huésped, y estaba tan contenta conmigo como yo con ella.

De todos modos, pensé que lo mejor que podía hacer era asegurarme su amistad y empecé a hacerles regalos tanto a ella como a sus hijas. Así, un día en que estaba deshaciendo el equipaje, la oí en la habitación de al lado y la llamé de forma familiar, le mostré mis vestidos y, como tenía entre mis cosas una holanda muy fina, que había comprado hacía poco a casi nueve chelines el codo, la saqué y le dije:

—Tened, amiga mía, voy a haceros un regalo, si es que me hacéis el honor de aceptarlo.

Y le puse la holanda en el regazo.

Noté que se sorprendía mucho y que apenas sabía qué decir.

—¿Qué quieres decir? —dijo—. No osaría aceptar un regalo tan elegante. Es demasiado para mí.

Pensé que se refería a que no podía vestirlo por ser cuáquera, así que le pregunté:

—¿Acaso los cuáqueros no pueden vestir ropa fina?

—Sí —respondió—, claro que sí, siempre que podemos permitírnoslo, pero esto es demasiado bueno para mí.

El caso es que la obligué a aceptarlo y me quedó muy agradecida. De ese modo, conseguí que estuviera en deuda conmigo y logré salirme con la mía, pues nada me hacía más falta que una mujer sensata y honrada en quien pudiera confiar.

A fuerza de tratarla, llegué a acostumbrarme no sólo a vestir como una cuáquera, sino a emplear el tuteo como hacen ellos y acabé hablando con tanta naturalidad como si hubiese nacido cuáquera y, en una palabra, pasaba por serlo entre quienes no me conocían. Salía muy poco, pero estaba tan acostumbrada a viajar en carroza que no sabía pasarme sin una y, además, pensé que aquél sería otro modo de ocultarme, así que un día le dije a mi amiga la cuáquera que, en mi opinión, vivíamos demasiado encerradas y que me hacía falta un poco de aire. Ella propuso que diésemos de vez en cuando un paseo en coche de punto o en bote, pero yo le respondí que siempre había tenido carroza propia y que ahora me habían entrado ganas de volver a tener una.

Al principio, le pareció raro teniendo en cuenta lo retirada que yo vivía, pero cuando comprobó que no me importaba hacer aquel gasto, no se opuso lo más mínimo, así que decidí comprar un carruaje. Me recomendó que fuese lo más austero posible y yo estuve de acuerdo con ella, así que mandó llamar a un fabricante de carros que me proporcionó un vehículo muy sencillo, sin dorados ni pintura, tapizado de tela gris, y un cochero vestido del mismo modo y sin puntillas en el sombrero.

Cuando estuvo dispuesto, me puse el vestido que me había vendido y le dije:

—Vamos, hoy yo también seré cuáquera y las dos iremos a dar un paseo.

Así lo hicimos y no hubo un solo cuáquero en toda la ciudad que pareciese más auténtico que yo misma. Aunque todo formaba parte de mi plan para ocultarme y asegurarme de que nadie me conociera, sin necesidad de tener que pasarme la vida confinada como una prisionera y estar siempre asustada de que pudiesen reconocerme, lo demás era puro fingimiento.

XX

Llevábamos una existencia muy tranquila y sosegada, y sin embargo no puedo decir que disfrutase de paz de espíritu. Me sentía como pez fuera del agua, seguía siendo tan joven y alegre de corazón como si tuviese veinticinco años y estaba tan acostumbrada a que me cortejasen y adularan que ahora lo echaba de menos, y eso me hacía recordar muy a menudo mi vida pasada.

Había muy pocos momentos de mi existencia que, al recordarlos, me inspirasen otra cosa que remordimiento, pero, de todos los actos insensatos que había cometido, ninguno me parecía tan absurdo e irreflexivo, ni me llenaba tanto de melancolía, como el haberme separado de mi amigo el mercader de París, y el haber rechazado las condiciones honrosas y favorables que me había ofrecido. Y, aunque lo había visto con malos ojos después de que despreciara con razón mi invitación de volver a verme, no podía quitármelo de la cabeza y pensaba constantemente en lo ridícula que había sido mi conducta al rechazarlo. Me halagaba a mí misma pensando que, si algún día volvíamos a vernos, podría volver a dominarlo y olvidaría todo lo sucedido, pero, como era imposible imaginar semejante reencuentro, procuraba desechar esas ideas siempre que podía.

No obstante, siguieron asediándome los remordimientos, y el recuerdo de alguien a quien había olvidado hacía más de once años me impedía dormir tanto de noche como de día. Se lo conté a Amy y nos pasamos muchas noches hablando de eso en la cama. Por fin, a Amy se le ocurrió una idea un tanto descabellada.

Ya que estáis tan intranquila, señora —dijo—, por culpa de ese señor…, el mercader de París, si me lo permitís, iré a ver qué ha sido de él.

—Ni por diez mil libras —respondí yo—, ni aunque te lo encontrases por la calle, querría que le hablases en mi nombre.

—No —dijo Amy—, jamás se me ocurriría hablarle y, si lo hiciera, os aseguro que no sería de vuestra parte. Sólo le preguntaría cómo le iban las cosas, y de ese modo, si sigue con vida, tendríais noticias suyas y al menos sabríais a qué ateneros.

—Bueno —respondí—, si me prometieses no hablarle de mí, ni dirigirle la palabra a menos que él te hablase a ti primero, a lo mejor me dejaría convencer y podría permitirte que lo intentaras.

Amy me prometió todo lo que quise y, por abreviar la historia en lo posible, la dejé partir, aunque tan atada de pies y manos por mis recomendaciones que era casi imposible que su viaje sirviese de nada. Y, si hubiese pensado en cumplirlas todas, mas le habría valido quedarse en casa, pues le pedí que, en caso de que llegara a verlo, no diese muestras de reconocerlo, y que, si le dirigía la palabra, le respondiese que hacía muchos años que me había dejado y no sabía qué se había hecho de mí, que ella había vuelto a Francia hacía seis años y se había casado y vivía en Calais, o algo por el estilo.

En realidad, Amy no se comprometió a hacerlo, pues, tal como ella misma dijo, era imposible decidir lo que convendría o no hacer hasta que estuviese allí y encontrase al caballero en cuestión o tuviese noticias suyas, aunque me aseguró que, llegado el caso, podía confiar en que no haría nada que no favoreciese mi propio interés, y que esperaba que con eso me diese por satisfecha.

Con esa embajada, Amy, a pesar del terror que le inspiraba el mar, volvió a embarcarse y partió a Francia. Tenía cuatro encargos que cumplir en mi nombre, y luego me confesó que también tenía otro que le concernía sólo a ella. Y digo cuatro, porque, aunque su misión principal era averiguar lo que pudiera del mercader holandés, también le encargué que preguntase por mi marido, a quien había dejado como soldado de caballería en los gendarmes; por aquel judío malvado, cuyo nombre tanto aborrecía y de cuyo rostro tenía un recuerdo tan horrible que ni el propio Satanás podría parecer más abominable; y, por fin, por mi príncipe extranjero. Y lo cierto es que los cumplió todos a la perfección, aunque el resultado no fuese del todo de mi agrado.

Amy tuvo muy buena travesía y, a los tres días de su partida de Londres, recibí una carta suya desde Calais. Cuando llegó a París, me escribió un informe respecto a su primera investigación, la más importante, la del mercader holandés: por lo visto, había regresado a París, había vivido allí tres años y luego había dejado la ciudad para instalarse en Rouen. Así que Amy decidió viajar allí.

Pero, cuando estaba apalabrando una plaza en la diligencia de Rouen, se encontró casualmente con su caballero, como yo lo llamo, es decir, con el mayordomo del príncipe de…, el hombre a quien, como se recordará, había concedido a menudo sus favores.

Sin duda, ocurrieron muchas cosas entre ellos dos, como se verá más tarde. Pero lo más importante fue, en primer lugar, que Amy le preguntó por su señor, y él le dio un informe completo y, en segundo, que, cuando le explicó adónde iba y para qué, el mayordomo le pidió que no se fuese todavía, pues al día siguiente podría darle noticias suyas a través de un mercader que lo conocía y, tal como le había prometido, a la mañana siguiente le informó de que el caballero holandés hacía seis años que se había trasladado a Holanda y de que aún seguía viviendo allí.

Ésas, digo, fueron las primeras novedades que tuve de mi mercader por medio de Amy, quien entretanto se dedicó a preguntar por todas las demás personas que le había encargado. En lo que respecta a mi príncipe, el mayordomo le contó que se había ido a vivir a Alemania, donde tenía sus tierras, y que ahora residía allí; que me había mandado buscar y él había preguntado por todas partes, pero no había podido encontrarme; estaba convencido de que, si su señor hubiese sabido que estaba en Inglaterra, habría ido a buscarme, pero, después de mucho intentarlo se había dado por vencido, aunque estaba seguro de que, de haber dado con mi paradero, se habría casado conmigo, y también de que estaba muy preocupado de no tener noticias mías.

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