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Authors: Javier Casado

Rumbo al cosmos (2 page)

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Primera Parte: Historia de la Exploración Espacial
Sputnik: un ‘bip-bip’ que cambió el mundo

Octubre 2007

El 4 de octubre de 1957, la Unión Soviética colocaba en el espacio el primer objeto creado por la mano del hombre: una pequeña esfera metálica de 83 kg de peso que pasaría a la Historia bajo el nombre de Sputnik.

Apenas han pasado 50 años desde aquella fecha y aquel logro nos parece ya algo lejano. La velocidad con la que se han desarrollado los avances en materia espacial a lo largo de estas décadas nos hace observar aquel hito con romanticismo y hasta con cierta condescendencia. Pero en 1957 se trataba de un acontecimiento sorprendente e inesperado, principalmente por su procedencia.

Cincuenta años es un plazo demasiado breve para poder tener una adecuada perspectiva histórica. A día de hoy resulta aventurado imaginar cuál de los tres principales hitos de la conquista del espacio se verán como un importante acontecimiento histórico dentro de algunos siglos: el lanzamiento del Sputnik, la puesta en órbita de Yuriy Gagarin, o la llegada del hombre a la Luna. Tres hechos íntimamente relacionados y que se desarrollaron a lo largo de poco más de una década. Pero no cabe duda de que el Sputnik fue el origen de todo. Con el Sputnik nació la era espacial. Y su impacto a nivel social y político fue tan enorme que podemos decir sin temor a equivocarnos que el desarrollo de los acontecimientos en materia espacial habría sido infinitamente más lento si esta pequeña esfera metálica rusa no hubiera volado sobre nuestras cabezas emitiendo su característico bip-bip aquel mes de octubre de 1957; pero quizás podamos incluso decir que la historia de la segunda mitad del siglo XX en general hubiera podido ser distinta, tales fueron sus consecuencias a nivel geopolítico en unos momentos de alta tensión internacional.

Los inicios de una nueva tecnología

La década de los 30 había visto nacer tanto en Rusia como en Alemania un gran interés popular por los cohetes y los viajes espaciales (entonces aún considerados pura ciencia-ficción), despertado principalmente por las obras de Hermann Oberth en Alemania y de Tsiolkovskiy en Rusia. En ambos países habían proliferado los clubes de aficionados a los cohetes, que en los años previos a la Segunda Guerra Mundial y comenzando a un nivel absolutamente privado, serían los impulsores del desarrollo de estos ingenios que hasta entonces eran observados como poco más que juguetes o artilugios curiosos.

En cada uno de los dos países, un grupo de aficionados despuntaba sobre el resto por su entusiasmo y nivel técnico, y en cada uno de ellos, una persona se destacaba por su liderazgo y empuje: Wernher von Braun en Alemania, y Sergei Pavlovich Korolev en la URSS.

Pero sería Alemania la que antes se destacase en el campo del desarrollo de los cohetes. En el contexto de potenciación armamentista de la Alemania nazi, los militares pronto se fijarían en los avances conseguidos por Von Braun y su equipo, comenzando a vislumbrar el potencial de estos ingenios como arma de guerra. Reconvertido así de grupo de aficionados a trabajar en el desarrollo de nuevas armas para el ejército, el avance de los cohetes en Alemania experimentó un fuerte impulso que culminaría en los últimos años de la guerra con la introducción de la impresionante V-2, el primer misil balístico de la historia.

Aunque la efectividad de la V-2 como arma de guerra fue poco más que simbólica, y su influencia en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial completamente nulo, tuvo en cambio un gran impacto a nivel estratégico: la V-2 inauguraba un nuevo área de tecnología bélica hasta entonces despreciada como poco menos que inútil, la de los cohetes teledirigidos, o, como serían más conocidos a partir de entonces, los misiles.

Aunque fueron las experiencias alemanas en el campo de la cohetería las que se harían más visibles al mundo a través de las nuevas armas de Hitler, también en la Unión Soviética se vivía una historia paralela a la de Von Braun en la persona de Sergei Korolev.

Sergei Pavlovich Korolev (
Foto: NASA
)

Nacido en Ucrania en 1907 (sólo cinco años antes que Von Braun), Korolev ya había sentido desde joven una gran pasión por los cohetes y el vuelo espacial, atraído a ello a través de las obras del pionero Konstantin Tsiolkovskiy. Al igual que Von Braun, durante su juventud, en los años 30, perteneció a un grupo de aficionados moscovita comparable al grupo berlinés al que perteneciera el ingeniero alemán. Y, también como ocurriera allí, sus trabajos atraerían la atención del ejército rojo. Korolev terminaría trabajando para los militares durante la guerra, desarrollando principalmente cohetes para asistencia al despegue de aviones. Aunque con un respaldo inferior al que permitió desarrollar la V-2 en Alemania, Korolev y su equipo pudieron de esta forma mantenerse cerca de la vanguardia mundial en el área de los cohetes.

La lucha por los despojos

Tras la aparición de la V-2 en el frente europeo, ambas superpotencias pronto se percataron de la importancia de hacerse con esta tecnología de vanguardia. La captura de Wernher von Braun y su equipo, y de las instalaciones de producción de las V-2, se convirtió en un objetivo prioritario tanto para las tropas norteamericanas en Europa como para las de la URSS, pero finalmente serían las primeras las que se llevasen el gato al agua.

Efectivamente, aunque tanto Peenemünde (la base de desarrollo y pruebas de las V-2) como la factoría de Mittelwerk, cerca de Nordhausen, quedaban dentro de las áreas a ser ocupadas por los rusos en el reparto de objetivos realizado en los últimos meses de la guerra en Europa, cuando los soviéticos alcanzaron estas ubicaciones se encontraron con que alguien se les había adelantado. En el caso de Peenemünde, los alemanes se habían encargado de vaciarlo de cualquier material de utilidad antes de su retirada de la base; y en cuanto a Mittelwerk, había sido ocupado por tropas norteamericanas poco antes de la llegada de los soviéticos, que se habían ocupado de vaciarlo de todos los restos de la producción abandonada por los alemanes. Cuando llegaron los rusos, se encontraron los restos de una fábrica vacía.

Von Braun y su equipo, por su parte, habían planeado rendirse a los norteamericanos. En el nuevo orden mundial que ya se configuraba en los últimos años de la guerra, estaba claro que era la opción que les ofrecía mayores garantías para poder seguir desarrollando su trabajo con financiación y en libertad. Así, mientras los Estados Unidos se hacían con los expertos, la documentación y el material de esta nueva tecnología, la URSS tenía que conformarse con reclutar la ayuda de técnicos alemanes de segundo orden que no habían sido incluidos entre el grupo de élite de Von Braun, y un único ingeniero alemán de primer orden, Helmut Gröttrup, que había preferido quedarse en la Alemania ocupada de la postguerra en lugar de acompañar a sus colegas hacia el Nuevo Mundo. Podemos decir que de la tecnología alemana de las V-2, los soviéticos no hallaron sino las migajas.

No necesitaban mucho más: el ingenio y los conocimientos técnicos de Korolev y otros grandes ingenieros rusos, como Glushko, harían el resto. El propio Wernher von Braun lo reconocería años más tarde:
“Hay abundantes evidencias para creer que su contribución [de los técnicos alemanes] al programa espacial ruso fue prácticamente despreciable. Se les pidió escribir informes sobre lo que había ocurrido en el pasado, pero se les exprimió como a limones, por así decirlo. Al final, fueron enviados a casa sin ni siquiera ser informados de lo que estaba pasando en los secretos proyectos rusos”
.

Desarrollos paralelos

Aunque los Estados Unidos se habían hecho con la experiencia y la tecnología, no tenían inicialmente la voluntad de invertir seriamente en el desarrollo de la nueva arma. Al fin y al cabo, ya contaban con el arma por excelencia, la bomba atómica, ya poseían la supremacía bélica mundial, y no parecía preciso invertir las grandes sumas requeridas, tras los tremendos gastos que había supuesto la guerra, para desarrollar un arma que en realidad no necesitaban. Así, Von Braun y su equipo se limitarían durante los años siguientes a reproducir las V-2 en suelo americano, a transferir su tecnología a sus nuevos patronos, sin recibir financiación para nuevos desarrollos de mayor envergadura.

En la Unión Soviética, en cambio, las cosas se veían de forma muy diferente. A pesar de no contar más que con un técnico cualificado y unas cuantas piezas sueltas sin documentación asociada recuperadas de los restos de Mittelwerk, se pondría el máximo empeño en aprender todo lo posible sobre la nueva tecnología desarrollada por los alemanes, y no se contentarían tan sólo con repetir sus éxitos. Tras la tremenda devastación que la Segunda Guerra Mundial había supuesto para la Unión Soviética, Stalin se propondría no seguir siendo nunca más el retrasado país de campesinos que todos querían invadir. En adelante, la Unión Soviética haría sentir en el mundo entero su poderío militar. Para ello, la primera prioridad sería conseguir la bomba atómica. Y después, se necesitaría un vehículo para transportarla hacia sus potenciales objetivos. Carentes de una amplia flota de portaaviones o de una red de bases militares distribuidas por el mundo como tenían los Estados Unidos, había un medio que aparecía como favorito por encima del bombardeo convencional: los cohetes.

Sergei Korolev, como punta de lanza de los expertos soviéticos en cohetes, sería puesto al frente de los nuevos desarrollos. Tras exprimir los conocimientos de los técnicos alemanes contratados tras la guerra y conseguir lanzar la primera V-2 soviética en 1947, los rusos prescindirían en lo sucesivo de su colaboración, dedicándose de forma completamente autónoma a lo que habría de suponer un salto de gigante en el desarrollo de esta nueva tecnología: el diseño del que debería convertirse en el primer misil balístico intercontinental de la historia, capaz de lanzar una bomba atómica de 5 toneladas sobre territorio de los Estados Unidos. Un desarrollo que, como muy bien sabía Korolev y sus antiguos colegas de los clubes de aficionados de preguerra, muchos de ellos colaboradores suyos, abriría a la Humanidad las puertas del espacio.

Pero a pesar de todo, en buena medida podemos decir que el R-7, el primer misil balístico intercontinental de la historia, sería el fruto del empeño personal de Korolev. A lo largo de los años, había presionado e insistido a la cúpula militar y política de la Unión Soviética para convencerles de la utilidad de un ingenio de esas características. Y, como sucediera con Von Braun primero en Alemania y después en los Estados Unidos, todo ello no era sino una excusa para cumplir su sueño: la conquista del espacio.

De esta forma, los acontecimientos transcurrían de forma curiosamente paralela pero asimétrica a ambos lados del telón de acero. Mientras en la URSS Korolev trabajaba en un cohete capaz de enviar cargas al espacio, pero era veladamente amenazado por sus superiores cuando mencionaba estas posibilidades, exigiéndole centrarse en el desarrollo del arma, en los Estados Unidos el gobierno no se decidía a invertir en los desarrollos que la hicieran posible.

No obstante, a comienzos de los años 50 parecía que en Norteamérica el panorama comenzaba a cambiar. Por una parte, las fuerzas armadas empezaban a ver con interés el potencial que los hipotéticos satélites artificiales podrían tener como vehículos de observación y espionaje; y por otra parte, las mejoras en el desarrollo de las nuevas armas nucleares, más ligeras que las primitivas bombas lanzadas contra Japón, permitían contemplar la utilización de los nuevos misiles como un vehículo óptimo para su despliegue sin necesidad de acudir a vectores superpesados (como los que desarrollaba Korolev en la URSS). De esta forma, el clima comenzó a cambiar en los Estados Unidos a favor de los intereses de Von Braun y su equipo de ingenieros alemanes.

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