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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (12 page)

—¿Qué mujeres? —quiso saber Resa—. ¿Campesinas? ¿Juglaresas? ¿Princesas? ¿Criadas?

—¿Qué llevabas tú? —había inquirido Meggie a su vez, y Resa se había ido con Darius al pueblo más cercano donde había comprado tela, una tela sencilla y muy basta de color rojo oscuro.

Después pidió a Elinor que subiera del sótano la vieja máquina de coser.

—Cuando vivía como criada en la fortaleza de Capricornio yo llevaba un atuendo como éste —explicó cuando le puso a Meggie el vestido terminado—. Habría sido demasiado elegante para una campesina, pero era justo lo bastante bueno para la criada de un hombre rico. Mortola concedía gran importancia a que solamente fuéramos un poco peor vestidas que las criadas de los príncipes… aunque sólo sirviéramos a una banda de incendiarios.

Meggie se situó ante el espejo de su armario y se examinó en el vidrio mate. Sentía una curiosa extrañeza. También en el Mundo de Tinta sería una extraña, eso no lo cambiaría un simple vestido. «Extraña como lo fue aquí Dedo Polvoriento», se dijo… Y recordó la desdicha que reflejaban sus ojos. «¡Tonterías!», pensó irritada echándose hacia atrás sus lisos cabellos. «Yo no pienso quedarme allí diez años.»

El vestido le estaba corto de mangas y le apretaba el pecho.

—¡Cielo santo, Meggie! —había exclamado Elinor la primera vez que reparó en el que el pecho de Meggie ya no era plano como la tapa de un libro—. ¿Se acabó para siempre Pipi Calzas-largas, verdad?

Para Farid no habían encontrado ropa adecuada, ni en el desván, ni en los arcones de ropa del sótano, que olían a bolas de alcanfor y a humo de cigarro, pero a Farid aquello no pareció provocarle quebraderos de cabeza.

—Qué más da. Si todo va bien, primero llegaremos al bosque —se limitó a decir—, y allí no creo que le interesen a nadie mis pantalones. En cuanto lleguemos a un pueblo, robaré algo para ponerme.

Para él siempre era todo la mar de fácil. A Meggie no le cabía en la cabeza que le remordiera la conciencia por Mo y Resa, ni la preocupación de la chica por hallar una indumentaria adecuada.

—¿Y eso por qué? —había preguntado, atónito, cuando ella le confesó que apenas podía mirar a los ojos a Mo y a su madre desde que había decidido acompañarle—. ¡Si tienes trece años! Ellos de todos modos ya estarían a punto de casarte, ¿no?

—¿Casarme?

Meggie notó que la sangre se le subía a la cabeza. ¿Por qué hablaría de tales cuestiones con un chico que procedía de
Las mil y una noches,
de una historia en la que las mujeres eran sirvientas, esclavas… o vivían en un harén?

—Por otra parte —había añadido Farid ignorando amablemente que ella aún estaba colorada—, tú tampoco pretendes permanecer mucho tiempo allí, ¿no?

No, por supuesto que no. Ansiaba saborear, y oler, y sentir el Mundo de Tinta, ver hadas y príncipes… y después retornar a casa junto a Mo, Resa, Elinor y Darius. Pero quedaba una pequeña dificultad: las palabras de Orfeo tal vez la introdujesen en la historia de Dedo Polvoriento, pero seguramente no la traerían de vuelta. Sólo una persona podría devolverla a su tiempo: Fenoglio, el inventor del mundo en el que ella anhelaba introducirse, creador de hombres de cristal y hadas de piel azul, de Dedo Polvoriento, pero también de Basta. Sí, únicamente Fenoglio podía ayudarla a regresar. Cada vez que Meggie reflexionaba sobre este asunto, se desanimaba y decidía anular todos sus planes y tachar las tres palabras que ella había añadido a las de Orfeo:
y una chica…

¿Qué sucedería si no encontraba a Fenoglio, si él ya no estaba dentro de su propia historia? «¡Bah! ¡Tiene que seguir allí!», se decía cada vez que ese pensamiento aceleraba los latidos de su corazón. «¡Él no puede escribir para traerse de regreso, necesita un lector!» Pero ¿qué pasaría si Fenoglio había encontrado a otro lector, alguien como Orfeo o Darius? El don no parecía exclusivo de ella y de Mo, como se figuraban en otros tiempos.

«¡No, él todavía sigue allí! ¡Seguro!», pensó Meggie… y leyó por enésima vez la carta de despedida dirigida a sus padres. Ni ella misma sabía por qué había utilizado para ello el papel que Mo y ella habían fabricado juntos. Eso no supondría un alivio para su padre.

¡Queridísimo Mo! ¡Queridísima Resa!
(Meggie se sabía las palabras de memoria).
Por favor, no os preocupéis. Farid tiene que encontrar a Dedo Polvoriento para prevenirle de Basta, y voy a acompañarlo. No permaneceré mucho tiempo, sólo quiero ver el Bosque Impenetrable, al Príncipe Orondo, a Cósimo el Guapo y quizá también al Príncipe Negro y a su oso. Deseo ver de nuevo a las hadas y a los hombrecillos de cristal… y a Fenoglio. Él se encargará de escribir para lograr mi regreso. Sabéis que puede hacerlo, no os preocupéis. Además, Capricornio ya no está allí.

Hasta pronto. Mil besos, Meggie.

P. D.: Te traeré un libro, Mo. Allí debe de haber libros maravillosos, libros escritos a mano repletos de ilustraciones, como los que guarda Elinor en sus vitrinas. Sólo que mucho más hermosos. Por favor, no te enfades.

Tres veces había roto la carta y otras tantas la había escrito, mas no por eso había mejorado, pues no había palabras capaces de impedir que Mo se enfureciera con ella y que Resa llorase de preocupación… igual que el día en que había llegado a casa del colegio dos horas más tarde de lo habitual. Depositó la carta sobre su almohada, allí seguramente no la pasarían por alto, y volvió a colocarse delante del espejo. «¿Meggie, qué estás haciendo?», pensó. «¿Qué haces?» Pero su reflejo no le respondió.

Cuando poco después de la medianoche dejó entrar a Farid en su habitación, él se sorprendió al ver su vestido.

—No tengo zapatos que hagan juego —se disculpó—. Pero por suerte es bastante largo y no se me ven las botas, ¿no crees?

Farid se limitó a asentir.

—Es precioso —murmuró con timidez.

Meggie cerró la puerta con llave después de que le permitiese entrar en su cuarto, y quitó la llave para que pudieran abrir la puerta. Elinor tenía una copia de la llave. Seguramente al principio no la encontraría, pero Darius sí que conocería su paradero. Lanzó otra ojeada a la carta sobre su almohada…

Farid llevaba al hombro la mochila que ella había hallado en el desván de Elinor.

—Sí, que se la quede —había respondido Elinor cuando Meggie le preguntó—, ese chisme perteneció a un horrendo tío mío. Que el chico meta dentro a la marta apestosa. Me gusta la idea.

¡La marta! A Meggie el corazón le dio un vuelco.

Farid no sabía por qué Dedo Polvoriento había abandonado a la marta, y Meggie no se lo había explicado, aunque conocía de sobra el motivo. Al fin y al cabo ella misma le había contado a Dedo Polvoriento el papel que la marta jugaría en su historia. Que moriría a causa de Gwin, de una muerte sangrienta y atroz… si se cumplía lo escrito por Fenoglio.

Al preguntarle por la marta, Farid se limitó a menear la cabeza, abatido.

—Se ha ido —contestó—. La había dejado atada en el jardín, porque la devoralibros no paraba de darme la tabarra por sus pájaros, pero ha roto la cuerda a mordiscos. La he buscado por todas partes, pero no hay modo de encontrarla.

Astuta Gwin.

—Entonces deberá quedarse aquí —repuso Meggie—. Orfeo no escribió nada sobre ella. Resa la cuidará. Ella la quiere.

Farid asintió y miró hacia la ventana entristecido, pero no la contradijo.

El Bosque Impenetrable… Allí los llevarían las palabras de Orfeo. Farid sabía adonde pensaba dirigirse Dedo Polvoriento: a Umbra, donde se alzaba el castillo del Príncipe Orondo. Meggie confiaba en encontrar allí también a Fenoglio. Él le había hablado mucho de Umbra, antaño, cuando ambos habían sido prisioneros de Capricornio.

—Sí, si pudiera elegir un lugar en el Mundo de Tinta —había susurrado a Meggie una noche en la que no podían conciliar el sueño porque los hombres de Capricornio disparaban contra los gatos callejeros—, elegiría Umbra. Al fin y al cabo el Príncipe Orondo es un gran bibliófilo, lo que no cabe decir de su rival, Cabeza de Víbora. Sí, en Umbra un poeta seguramente llevaría una buena vida. Un aposento en algún desván, quizá en la calle de los zapateros y guarnicioneros, allí no apesta demasiado, luego un hombrecillo de cristal que me afile las plumas, unas cuantas hadas sobrevolando mi cama, y por mis ventanas podría contemplar las calles, toda la vida animada…

—¿Qué te vas a llevar? —la voz de Farid sobresaltó a Meggie arrancándola de sus pensamientos—. Ya sabes que no deberíamos coger muchas cosas.

—Lo sé.

¿Qué se figuraba? ¿Qué necesitaba una docena de vestidos por ser una chica? Sólo se llevaría la vieja bolsa de cuero, la bolsa que antes, cuando aún era pequeña, acompañaba a Mo en todos sus viajes. Ella le recordaría a él y confiaba en que en el Mundo de Tinta llamase tan poco la atención como su vestido. Los objetos que había embutido dentro, lo harían sin la menor duda si alguien llegaba a verlos: un cepillo, de un plástico tan delator como los botones de la chaqueta de lana que había guardado, unos lápices, una navaja, una foto de sus padres y otra de Elinor. Había meditado durante largo tiempo qué libro elegir. Marcharse sin uno le habría parecido ir desnuda, pero no debía pesar mucho, de modo que tenía que ser uno de bolsillo.

—Libros en bañador —los llamaba Mo—, mal vestidos para la mayoría de las ocasiones, pero muy prácticos en vacaciones.

Elinor no tenía en sus estantes ni un solo libro de bolsillo, pero Meggie poseía algunos. Finalmente se había decidido por uno que le había regalado Resa, una colección de cuentos que se desarrollaban junto al lago cercano a la casa de Elinor. De ese modo se llevaría consigo un trocito de su hogar… porque la casa de Elinor se había convertido para ella en su hogar. Más que cualquier otro lugar anterior. Quién sabe, a lo mejor Fenoglio podría utilizar las palabras para escribir y devolverla a su verdadera historia…

Farid se había aproximado a la ventana. Estaba abierta y el aire fresco corría por la habitación, moviendo las cortinas que había cosido Resa y provocando estremecimientos en Meggie con su desacostumbrado vestido. Las noches todavía eran muy templadas, pero ¿qué estación los esperaba en el Mundo de Tinta? A lo mejor allí era invierno…

—Por lo menos debería despedirme de ella —murmuró Farid—. ¡Gwin! —llamó en voz baja en la noche, chasqueando la lengua.

Meggie lo alejó a toda prisa de la ventana.

—¡Cállate! —le increpó—. ¿Pretendes acaso despertar a todos? Te lo repito: Gwin estará bien aquí. Seguramente habrá descubierto hace tiempo a una de las hembras de marta que corretean por aquí. Elinor siempre tiene miedo de que devoren al ruiseñor que al atardecer canta ante su ventana.

Farid se apartó de la ventana, desolado.

—¿Por qué la dejas abierta? —preguntó—. ¿Qué pasará si Basta… —no terminó de pronunciar la frase.

—El sistema de alarma de Elinor también funciona con las ventanas abiertas —se limitó a contestar Meggie mientras introducía en su bolsa el libro de notas que le había regalado Mo. Había una razón por la que se negaba a cerrar la ventana. Una noche, en un hotel junto al mar, no lejos del pueblo de Capricornio, había convencido a Mo para que le leyera en voz alta una poesía. Esta hablaba del pájaro de la luna, que dormía en un viento que olía a menta. A la mañana siguiente, el ave había aleteado contra el cristal de la habitación del hotel, y Meggie no pudo olvidar cómo chocaba sin cesar su cabeza contra el cristal una y otra vez. No, la ventana debía permanecer abierta.

—Lo mejor será que nos sentemos muy juntos en el sofá —dijo ella—. Y ponte la mochila.

Farid obedeció. Se sentó en el sofá tan vacilante como lo había hecho en la silla. Era un mueble viejo y afelpado, con flecos y botones en la raída tela de color verde pálido.

—Para que tengas un sitio cómodo para leer —había dicho Elinor cuando mandó a Darius que lo colocase en su habitación.

¿Qué diría cuándo descubriese que Meggie se había ido? ¿Lo entendería Elinor? «¡Seguramente maldecirá!», pensó Meggie mientras se arrodillaba junto a su cartera escolar. Y luego dirá: «Maldita sea, por qué esa tonta no me habrá llevado con ella». Sí, eso diría Elinor. Meggie ya la estaba echando de menos, pero procuró no pensar en Elinor, ni en Resa, ni en Mo. Sobre todo en Mo, pues de lo contrario se imaginaría la expresión de su rostro al encontrar su carta… ¡No!

Cogió deprisa su cartera y sacó su libro de Geografía. La hoja que había traído Farid estaba al lado de la que ella había copiado, pero Meggie sacó la hoja con su propia letra. Farid se deslizó hacia un lado cuando ella se sentó junto a él, y por un momento Meggie creyó percibir en sus ojos un asomo de temor.

—¿Qué pasa? ¿Has cambiado de idea?

—¡No! Es sólo que… ¿a ti todavía no te ha pasado nunca eso, verdad?

—¿Qué? —Meggie reparó por primera vez en que ya ostentaba cañones de barba que extrañaban en su cara juvenil.

—Bueno, pues eso… lo que le sucedió a Darius.

Ah, ya. Él tenía miedo a llegar al mundo de Dedo Polvoriento quizá con otro rostro, una pierna rígida o mudo, igual que Resa.

—¡No, claro que no! —Meggie no pudo evitar que su voz sonara ofendida. A pesar de que… ¿tenía la certeza de que Fenoglio había llegado indemne al otro lado? Fenoglio, el soldadito de plomo… Ella no había vuelto a ver jamás a quienes había enviado entre las letras. Sólo a los que habían brotado de ellas. «Da igual. No pienses tanto, Meggie. Lee, o el valor te abandonará antes de paladear siquiera la primera sílaba…»

Farid carraspeó como si tuviera que leer él, y no ella.

¿A qué esperaba? ¿A que Mo llamara a su puerta y se asombrase de encontrarla cerrada con llave? Al lado hacía mucho tiempo que reinaba el silencio. Sus padres dormían. «¡No pienses en ellos, Meggie! Ni en Mo, ni en Resa, ni en Elinor, piensa sólo en las palabras… y en el lugar al que ellas habrán de llevarte. Repleto de maravillas y de aventuras.»

Meggie contempló las letras, negras y hermosas. Saboreó las primeras sílabas en su boca, intentó imaginarse el mundo que susurraban las palabras, los árboles, los pájaros, el cielo desconocido… Y después, con el corazón palpitante, inició la lectura. Su corazón latía casi con tanta fuerza como la noche en que había tenido que matar con su voz. Sin embargo, esta vez su quehacer era muchísimo más liviano. Sólo pretendía abrir una puerta de un empujón, una simple puerta entre las letras, justo lo bastante grande para ella y para Farid…

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