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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (33 page)

—¿Qué buscará éste aquí? —Fenoglio masculló un denuesto—. ¡Dile que se largue! Ahora no nos hace ninguna falta. ¡Oh, ahí está! ¡Ahí viene! Meggie, ¡eres una maga!

El ruido de herraduras aumentó. Pero Meggie no se encaminó hacia la ventana, sino hacia la puerta. Farid estaba en el umbral, con expresión atormentada. Daba la impresión de haber llorado.

—Gwin, Meggie… Gwin ha vuelto —balbució—. No comprendo cómo me ha encontrado. Si hasta le tiré piedras.

—¡Meggie! —la voz de Fenoglio sonó muy airada—. ¿Dónde te has metido?

Sin decir palabra, ella cogió a Farid de la mano y lo condujo a la ventana.

Un caballo blanco subía por la calle. Su jinete tenía el pelo negro y su rostro era tan joven y hermoso como el de las estatuas del castillo. Pero sus ojos no eran blancos como la piedra, sino oscuros como su pelo, y vivaces. Escudriñó a su alrededor como si acabara de despertar de un sueño, un sueño que no acababa de encajar con lo que estaba presenciando.

—¡Cósimo! —musitó, Farid atónito—. Cósimo el muerto.

—Bueno, no del todo —cuchicheó Fenoglio—. Primero no está muerto, como podrás comprobar sin dificultad, y segundo, no es
el mismo
Cósimo. Es otro nuevo, nuevecito, que Meggie y yo hemos creado juntos. Como es natural, nadie lo notará excepto nosotros.

—¿Ni siquiera su esposa?

—Bueno, quizá ella sí. Pero ¿a quién le importa? Ella tampoco da un paso fuera del castillo.

Cósimo refrenó su caballo a un metro escaso de la casa de Minerva. Meggie se retiró instintivamente de la ventana.

—¿Y él? —musitó ella—. ¿Quién creerá ser?

—Menuda pregunta. ¡Cósimo, por supuesto! —respondió Fenoglio impaciente—. ¡Y deja de confundirme, por los clavos de Cristo! Nosotros solamente nos hemos encargado de que la historia continúe tal como yo la planeé en su día. ¡Ni más, ni menos!

Cósimo se giró en la silla y su mirada escudriñó la calle por la que había venido… como si hubiera perdido algo olvidando de qué se trataba. Después chasqueó suavemente la lengua y arreó a su caballo, pasando ante el taller del marido de Minerva y la casa estrecha donde vivía el barbero cuyas artes de sacamuelas tanto criticaba Fenoglio.

—Eso no está bien —Farid se apartó de la ventana como si hubiera visto al diablo en persona—. Invocar a los muertos trae desgracia.

—¡Él nunca ha estado muerto, maldita sea! —le increpó Fenoglio—. ¿Cuántas veces tendré que explicártelo? Ha nacido hoy, de mis palabras y de la voz de Meggie, así que deja de decir sandeces. Además, ¿a qué has venido? ¿Desde cuándo se visita a jovencitas decentes en plena noche?

La expresión de Farid se ensombreció. Luego, se volvió para dirigirse a la puerta en silencio.

—¡Déjale en paz! ¡Puede visitarme cuando le apetezca! —espetó Meggie a Fenoglio, hecha un basilisco.

La escalera estaba resbaladiza por la lluvia y no alcanzó a Farid hasta los últimos peldaños. Qué tristeza parecía embargarle.

—¿Qué le contaste a Dedo Polvoriento? ¿Que Gwin nos siguió?

—No, no me atreví —Farid, apoyándose en el muro de la casa, cerró los ojos—. Tendrías que haber visto su expresión al ver a la marta. ¿Meggie, crees que ahora morirá?

Ella alargó la mano y acarició su rostro. Había llorado de verdad. Meggie notó las lágrimas resecas en su piel.

—¡Cabeza de Queso lo dijo! —ella apenas podía entender las palabras que pronunciaba entre susurros—. Yo le traeré la desgracia.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¡Dedo Polvoriento puede alegrarse de contar contigo!

Farid miró hacia el cielo. Seguía lloviendo.

—He de volver —anunció—. He venido para comunicarte que de momento tengo que permanecer a su lado. Ahora he de cuidar de él, ¿comprendes? Si no me alejo ni un momento, seguro que nada ocurrirá. Pero

puedes ir a visitarme a la granja de Roxana. Pasamos allí casi todo el tiempo. Dedo Polvoriento está loco por ella, casi no se separa de su lado. Roxana por aquí, Roxana por allá… —era imposible no percibir los celos que entrañaban sus palabras.

Meggie conocía de sobra esos sufrimientos. Recordaba con nitidez las primeras semanas en casa de Elinor, la confusión de su corazón mientras Mo salía a pasear con Resa durante horas sin preguntarle siquiera si deseaba acompañarlos, la sensación de quedarse inmóvil ante una puerta cerrada y oír detrás la risa de su padre, que no iba a dirigida a ella, sino a su madre.

—¿Qué miras con esa cara? —le había preguntado Elinor una vez que la sorprendió observando a ambos en el jardín—. La mitad de su corazón todavía te pertenece. ¿No te basta?

Qué avergonzada se sintió. Farid al menos sólo tenía celos de una desconocida, pero en su caso se trataba de su propia madre…

—¡Por favor, Meggie! He de quedarme con él. ¿Quién lo vigilará si no? ¿Roxana? Ella no sabe nada de la marta, y de todos modos…

Meggie giró la cabeza para que él no captara su desilusión. Maldita Gwin. Ella pintó con el dedo gordo del pie pequeños círculos en la tierra mojada por la lluvia.

—¿Vendrás, no? —Farid le cogió las manos—. En los campos de Roxana crecen plantas maravillosas, tiene una oca que se cree un perro y un viejo caballo. Jehan, su hijo, cuenta que en el establo vive un trasno, no tengo ni idea de lo que es, y que hay que tirarse pedos encima de él, porque entonces sale corriendo. Bueno, Jehan es aún un crío, pero creo que le cogerías cariño…

—¿Es hijo de Dedo Polvoriento? —Meggie se echó el pelo por detrás de la oreja y esbozó una sonrisa.

—No, pero ¿sabes una cosa? Roxana cree que
yo
lo soy. ¡Imagínate! ¡Por favor, Meggie! ¿Vendrás a casa de Roxana, eh? —le puso las manos encima de los hombros y la besó en plena boca. Su piel estaba mojada por la lluvia. Al comprobar que ella no retrocedió, estrechó su rostro entre las manos y volvió a besarla: en la frente, en la nariz y de nuevo en la boca—. ¿Vendrás, verdad? ¡Prometido! —susurró él.

Después se marchó corriendo, con pasos ágiles, como era su estilo desde el día en que Meggie lo vio por primera vez.

—¡Tienes que venir! —gritó antes de desaparecer en el oscuro pasadizo que conducía a la calle—. ¡Quizá sea mejor que permanezcas algún tiempo con nosotros, con Dedo Polvoriento y conmigo! Ese viejo está loco. ¡Con los muertos no se juega!

Luego desapareció. Meggie se apoyó contra el muro de la casa de Minerva, justo donde Farid estaba momentos antes. Se pasó los dedos por la boca, como si tuviera que cerciorarse de que el beso de Farid no la había cambiado.

—¿Meggie? —Fenoglio apareció en lo alto de la escalera con un candil en la mano—. ¿Qué haces ahí abajo? ¿Se ha ido el chico? ¿A qué ha venido? ¡Mira que estar ahí abajo contigo, a oscuras!

Meggie no contestó. No le apetecía hablar con nadie. Quería escuchar los susurros de su turbado corazón.

ELINOR

Leed pues de un preciado volumen

El poema de vuestra elección

Y prestad al ritmo del poeta

La belleza de vuestra voz.

Y la noche se preñará de música

Y las cuitas que infectan el día

Plegaran las tiendas, como los árabes,

Alejándose con tal sigilo.

Henry Wadsworth Longfellow
,
El día ha llegado a su fin

Elinor pasó unos días y unas noches malísimas en su sótano. Por la mañana y por la noche, el hombre armario les traía de comer… Al menos ellos creían que era por la mañana y por la noche, presuponiendo siempre que el reloj de pulsera de Darius funcionara bien. Cuando el macizo iniduo apareció por primera vez con pan y una botella de agua, le tiró la botella de plástico a la cabeza. Bueno, lo intentó, porque el coloso la esquivó a tiempo y el envase reventó contra la pared.

—¡Nunca más, Darius! —musitó Elinor después de que el hombre armario volviera a encerrarlos con un gruñido sarcástico—. Nunca más me dejaré encerrar, me lo juré a mí misma en aquella jaula apestosa, cuando esos incendiarios arrastraban sus escopetas por las rejas y me arrojaban a la cara las colillas de sus cigarrillos. ¿Y ahora, qué? ¡Estoy prisionera en mi propio sótano!

La primera noche se levantó de la colchoneta hinchable con todos los huesos doloridos, y lanzó latas de conservas contra la pared. Darius se limitó a permanecer encogido encima de la manta extendida sobre la colchoneta del banco del jardín, mirándola con los ojos abiertos como platos. En la tarde del segundo día
(¿o
fue el tercero?) Elinor rompió unos frascos, y se echó a llorar cuando se cortó los dedos con las esquirlas. Darius barría los cristales rotos cuando Armario vino a buscarla.

Darius intentó seguirla, pero el hombre armario le pegó un empujón tan brutal en el pecho que dio un traspiés y cayó al suelo, entre aceitunas, tomate frito y todo lo que había salido de los frascos rotos por Elinor.

—¡Cerdo! —insultó al coloso, pero éste esbozó la sonrisa de satisfacción de un niño que acaba de derribar una torre de piezas de construcción, y mientras conducía a Elinor a la biblioteca, tarareaba. «¿Quién dice que las malas personas no pueden ser felices?», pensó ella cuando él abrió la puerta indicándole con una inclinación de cabeza que lo precediera.

Su biblioteca ofrecía un aspecto atroz: los ceniceros y platos sucios diseminados por doquier, sobre el antepecho de la ventana, la alfombra, incluso sobre las vitrinas que albergaban sus mayores tesoros, no eran lo peor. No. ¡Lo peor eran sus libros! Casi ninguno seguía en su sitio. Se apilaban encima del suelo, entre las tazas de café sucias y delante de las ventanas. Algunos incluso estaban abiertos, el lomo hacia arriba. ¡Elinor no se atrevía siquiera a echar una ojeada! ¿Es que no sabía ese monstruo que así se les rompía el cuello a los libros?

Si lo sabía, le traía sin cuidado. Orfeo estaba sentado en su sillón favorito, con el horrendo perro a su lado sosteniendo entre las patas algo con un parecido sospechoso a sus zapatos de andar por el jardín. Las piernas toscas del amo colgaban encima de un reposabrazos y sostenía en la mano un libro sobre hadas con unas preciosas ilustraciones comprado por Elinor apenas dos meses antes en una subasta, por tanto dinero que Darius ocultó su rostro entre las manos.

—Ese libro —dijo con un leve temblor en la voz— es muy, muy valioso.

Orfeo se volvió hacia ella y sonrió. Era la sonrisa de un niño travieso.

—Lo sé —dijo con su voz aterciopelada—. Usted posee muchos, muchísimos libros valiosos, señora Loredan.

—Desde luego —contestó Elinor con tono gélido—. Y por eso no los apilo como si fueran cajas de huevos o lonchas de queso. Cada uno ocupa su lugar.

Este comentario sólo logró ensanchar la sonrisa de Orfeo. Después de marcar la página, doblándola, cerró el libro. Elinor contuvo el aliento, horrorizada.

—Los libros no son jarrones de cristal, querida —dijo Orfeo incorporándose—. No son ni tan frágiles, ni tan decorativos. ¡Son libros! Su contenido es lo que importa, y no se desvanece al amontonarlos —se acarició el cabello liso con la mano, como si le preocupara haberse despeinado—. Azúcar me ha dicho que quería usted hablarme.

Elinor dirigió una mirada incrédula al hombre armario.

—¿Azúcar?

El gigante sonrió exhibiendo una dentadura tan deplorable, que Elinor no necesitó preguntar por el motivo de ese nombre.

—Pues sí, la verdad. Deseo hablar con usted desde hace días. ¡Exijo que nos dejen salir del sótano a mi bibliotecario y a mí! Ya estoy harta de verme obligada a orinar en un cubo y a no saber si es de día o de noche. Exijo que me devuelva a mi sobrina y a su marido, que por su culpa están corriendo un peligro gravísimo, y exijo que aparte sus gruesos dedos de mis libros, ¡maldita sea!

Elinor cerró de golpe la boca… y se maldijo a sí misma, con todos los denuestos e imprecaciones que le pasaron por la cabeza. ¡Oh, no! ¿Cuántas veces se lo había repetido Darius? ¿Qué se había dicho cien veces a sí misma mientras yacía ahí abajo sobre la horrenda colchoneta inflable? «Contrólate, Elinor, sé lista, refrena tu lengua…» Todo en vano. Había explotado como un globo demasiado inflado.

Orfeo continuaba sentado, con las piernas cruzadas y una sonrisa desvergonzada en los labios.

—Acaso podría traerlos de regreso. Sí, es posible —opinó mientras palmeaba la fea cabeza de su perro—. Pero ¿por qué iba a hacerlo? —con su tosco índice recorrió la tapa del libro al que acababa de doblar una página con un gesto detestable—. ¿Una bonita cubierta, verdad? Algo cursi quizá, además me imagino distintas a las hadas, aunque…

—¡Sí, es muy bonita, lo sé, pero la cubierta ahora no me interesa! —Elinor intentó no alzar la voz, sin conseguirlo—. Si puede usted traerlos de vuelta, hágalo de una vez, maldita sea. Antes de que sea demasiado tarde. La vieja pretende matarlo, ¿no lo oyó usted? ¡Quiere matar a Mortimer!

Orfeo se enderezó la corbata arrugada con gesto de indiferencia.

—Bueno, si no entendí mal, él mató al hijo de Mortola. Ojo por ojo, diente por diente, como dice la hermosa formulación de otro libro bastante conocido.

—¡Su hijo era un asesino! —Elinor apretó los puños.

Ansiaba abalanzarse sobre Cara de Pan, arrancarle el libro de las manos, de esas manos que parecían tan blandas y blancas como si sólo se hubieran dedicado en su vida a pasar las páginas de los libros, pero Azúcar se interpuso en su camino.

—Sí, sí, lo sé —Orfeo exhaló un profundo suspiro—. Lo sé todo sobre Capricornio. He leído incontables veces el libro que narra su historia, y reconozco que era un malvado muy bueno, uno de los mejores con que me haya topado nunca en el reino de las letras. Matar por las buenas a alguien, en fin, qué quiere que le diga… es un pequeño crimen. A pesar de que me alegro por Dedo Polvoriento.

¡Oh, si al menos hubiera podido darle un tortazo en esa nariz tan chata, en esa boca risueña!

—Capricornio mandó secuestrar a Mortimer. Encerró a su hija y mantuvo prisionera a su mujer durante años —a Elinor se le saltaron las lágrimas, unas lágrimas de rabia y de impotencia—. ¡Por favor, señor Orfeo, o como quiera que se llame! —recurrió a toda su fuerza y autodominio para que sus palabras traslucieran una cierta amabilidad—. ¡Por favor, traiga de regreso a ambos, y ya puestos, traiga también a Meggie antes de que un gigante la aplaste de un pisotón o la atraviesen de un lanzazo!

Orfeo se reclinó en el sillón y la observó igual que si fuera un cuadro en un caballete. Con cuánta naturalidad había tomado posesión de su sillón… como si Elinor jamás se hubiera sentado allí, con Meggie a su lado, o, mucho tiempo antes, con Resa en su regazo, cuando aún era una niña diminuta. Elinor se tragó la rabia. «¡Contrólate!», se ordenó a sí misma mientras su mirada no se despegaba del pálido rostro con gafas de Orfeo. «Domínate. ¡Por Mortimer, por Resa y por Meggie!»

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